Fe y bien común
50. Al presentar la
historia de los patriarcas y de los justos del Antiguo Testamento, la Carta a
los Hebreos pone de relieve un aspecto esencial de su fe. La fe no sólo se
presenta como un camino, sino también como una edificación, como la preparación
de un lugar en el que el hombre pueda convivir con los demás.
El primer
constructor es Noé que, en el Arca, logra salvar a su familia (cf. Hb
11,7). Después Abrahán, del que se dice que, movido por la fe, habitaba en
tiendas, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos (cf. Hb
11,9-10). Nace así, en relación con la fe, una nueva fiabilidad, una nueva
solidez, que sólo puede venir de Dios. Si el hombre de fe se apoya en el Dios
del Amén, en el Dios fiel (cf. Is 65,16), y así adquiere solidez,
podemos añadir que la solidez de la fe se atribuye también a la ciudad que Dios
está preparando para el hombre.
La fe revela hasta qué punto pueden ser sólidos
los vínculos humanos cuando Dios se hace presente en medio de ellos. No se
trata sólo de una solidez interior, una convicción firme del creyente; la fe
ilumina también las relaciones humanas, porque nace del amor y sigue la
dinámica del amor de Dios. El Dios digno de fe construye para los hombres una
ciudad fiable.
51. Precisamente por su
conexión con el amor (cf. Ga 5,6), la luz de la fe se pone al servicio
concreto de la justicia, del derecho y de la paz. La fe nace del encuentro con
el amor originario de Dios, en el que se manifiesta el sentido y la bondad de
nuestra vida, que es iluminada en la medida en que entra en el dinamismo
desplegado por este amor, en cuanto que se hace camino y ejercicio hacia la
plenitud del amor.
La luz de la fe permite valorar la riqueza de las relaciones
humanas, su capacidad de mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida
común. La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los
hombres de nuestro tiempo. Sin un amor fiable, nada podría mantener
verdaderamente unidos a los hombres. La unidad entre ellos se podría concebir
sólo como fundada en la utilidad, en la suma de intereses, en el miedo, pero no
en la bondad de vivir juntos, ni en la alegría que la sola presencia del otro
puede suscitar.
La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones
humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en
su amor, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común.
Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce sólo dentro
de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más
allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el
futuro con esperanza.
La Carta a los Hebreos pone un ejemplo de esto cuando
nombra, junto a otros hombres de fe, a Samuel y David, a los cuales su fe les
permitió « administrar justicia » (Hb 11,33). Esta expresión se refiere
aquí a su justicia para gobernar, a esa sabiduría que lleva paz al pueblo (cf.
1 S 12,3-5; 2 S 8,15). Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez
edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que tienen
como fundamento el amor de Dios.
Fe y familia
52. En el camino de
Abrahán hacia la ciudad futura, la Carta a los Hebreos se refiere a una
bendición que se transmite de padres a hijos (cf. Hb 11,20-21). El
primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia.
Pienso sobre todo en el matrimonio, como unión estable de un hombre y una
mujer: nace de su amor, signo y presencia del amor de Dios, del reconocimiento
y la aceptación de la bondad de la diferenciación sexual, que permite a los
cónyuges unirse en una sola carne (cf. Gn 2,24) y ser capaces de
engendrar una vida nueva, manifestación de la bondad del Creador, de su
sabiduría y de su designio de amor.
Fundados en este amor, hombre y mujer
pueden prometerse amor mutuo con un gesto que compromete toda la vida y que
recuerda tantos rasgos de la fe. Prometer un amor para siempre es posible
cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos
sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada.
La fe, además, ayuda a captar en toda su profundidad y riqueza la generación de
los hijos, porque hace reconocer en ella el amor creador que nos da y nos
confía el misterio de una nueva persona. En este sentido, Sara llegó a ser
madre por la fe, contando con la fidelidad de Dios a sus promesas (cf. Hb
11,11).
53. En la familia, la fe
está presente en todas las etapas de la vida, comenzando por la infancia: los
niños aprenden a fiarse del amor de sus padres. Por eso, es importante que los
padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia, que acompañen el
crecimiento en la fe de los hijos. Sobre todo los jóvenes, que atraviesan una
edad tan compleja, rica e importante para la fe, deben sentir la cercanía y la
atención de la familia y de la comunidad eclesial en su camino de crecimiento
en la fe.
Todos hemos visto cómo, en las Jornadas Mundiales de la Juventud, los
jóvenes manifiestan la alegría de la fe, el compromiso de vivir una fe cada vez
más sólida y generosa. Los jóvenes aspiran a una vida grande.
El encuentro con
Cristo, el dejarse aferrar y guiar por su amor, amplía el horizonte de la
existencia, le da una esperanza sólida que no defrauda. La fe no es un refugio
para gente pusilánime, sino que ensancha la vida. Hace descubrir una gran
llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale
la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la fidelidad de Dios, más
fuerte que todas nuestras debilidades.
Luz para la vida en sociedad
54. Asimilada y
profundizada en la familia, la fe ilumina todas las relaciones sociales. Como
experiencia de la paternidad y de la misericordia de Dios, se expande en un
camino fraterno.
En la « modernidad » se ha intentado construir la fraternidad
universal entre los hombres fundándose sobre la igualdad. Poco a poco, sin
embargo, hemos comprendido que esta fraternidad, sin referencia a un Padre
común como fundamento último, no logra subsistir.
Es necesario volver a la
verdadera raíz de la fraternidad. Desde su mismo origen, la historia de la fe
es una historia de fraternidad, si bien no exenta de conflictos. Dios llama a
Abrahán a salir de su tierra y le promete hacer de él una sola gran nación, un
gran pueblo, sobre el que desciende la bendición de Dios (cf. Gn
12,1-3).
A lo largo de la historia de la salvación, el hombre descubre que Dios
quiere hacer partícipes a todos, como hermanos, de la única bendición, que
encuentra su plenitud en Jesús, para que todos sean uno. El amor inagotable del
Padre se nos comunica en Jesús, también mediante la presencia del hermano. La
fe nos enseña que cada hombre es una bendición para mí, que la luz del rostro
de Dios me ilumina a través del rostro del hermano.
¡Cuántos beneficios ha
aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para contribuir a su
vida común! Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad única de cada
persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo. En el siglo II, el pagano
Celso reprochaba a los cristianos lo que le parecía una ilusión y un engaño:
pensar que Dios hubiera creado el mundo para el hombre, poniéndolo en la cima
de todo el cosmos. Se preguntaba: « ¿Por qué pretender que [la hierba] crezca para
los hombres, y no mejor para los animales salvajes e irracionales? »[46].
« Si miramos la tierra desde el cielo, ¿qué diferencia hay entre nuestras
ocupaciones y lo que hacen las hormigas y las abejas? »[47].
En el centro de la fe bíblica está el amor de Dios, su solicitud concreta por
cada persona, su designio de salvación que abraza a la humanidad entera y a
toda la creación, y que alcanza su cúspide en la encarnación, muerte y
resurrección de Jesucristo. Cuando se oscurece esta realidad, falta el criterio
para distinguir lo que hace preciosa y única la vida del hombre. Éste pierde su
puesto en el universo, se pierde en la naturaleza, renunciando a su
responsabilidad moral, o bien pretende ser árbitro absoluto, atribuyéndose un
poder de manipulación sin límites.
55. La fe, además,
revelándonos el amor de Dios, nos hace respetar más la naturaleza, pues nos
hace reconocer en ella una gramática escrita por él y una morada que nos ha
confiado para cultivarla y salvaguardarla; nos invita a buscar modelos de
desarrollo que no se basen sólo en la utilidad y el provecho, sino que
consideren la creación como un don del que todos somos deudores; nos enseña a
identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de
Dios para estar al servicio del bien común.
La fe afirma también la posibilidad
del perdón, que muchas veces necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y compromiso;
perdón posible cuando se descubre que el bien es siempre más originario y más
fuerte que el mal, que la palabra con la que Dios afirma nuestra vida es más
profunda que todas nuestras negaciones. Por lo demás, incluso desde un punto de
vista simplemente antropológico, la unidad es superior al conflicto; hemos de
contar también con el conflicto, pero experimentarlo debe llevarnos a
resolverlo, a superarlo, transformándolo en un eslabón de una cadena, en un
paso más hacia la unidad.
Cuando la fe se apaga,
se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten con ella,
como advertía el poeta T. S. Eliot: « ¿Tenéis acaso necesidad de que se os diga
que incluso aquellos modestos logros / que os permiten estar orgullosos de una
sociedad educada / difícilmente sobrevivirán a la fe que les da sentido? »[48].
Si hiciésemos desaparecer la fe en Dios de nuestras ciudades, se debilitaría la
confianza entre nosotros, pues quedaríamos unidos sólo por el miedo, y la
estabilidad estaría comprometida.
La Carta a los Hebreos afirma: « Dios no
tiene reparo en llamarse su Dios: porque les tenía preparada una ciudad » (Hb
11,16). La expresión « no tiene reparo » hace referencia a un reconocimiento
público. Indica que Dios, con su intervención concreta, con su presencia entre
nosotros, confiesa públicamente su deseo de dar consistencia a las relaciones
humanas.
¿Seremos en cambio nosotros los que tendremos reparo en llamar a Dios
nuestro Dios? ¿Seremos capaces de no confesarlo como tal en nuestra vida
pública, de no proponer la grandeza de la vida común que él hace posible? La fe
ilumina la vida en sociedad; poniendo todos los acontecimientos en relación con
el origen y el destino de todo en el Padre que nos ama, los ilumina con una luz
creativa en cada nuevo momento de la historia.
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