Fe, oración y decálogo
46. Otros dos elementos
son esenciales en la transmisión fiel de la memoria de la Iglesia. En primer
lugar, la oración del Señor, el Padrenuestro. En ella, el cristiano aprende a
compartir la misma experiencia espiritual de Cristo y comienza a ver con los
ojos de Cristo. A partir de aquel que es luz de luz, del Hijo Unigénito del
Padre, también nosotros conocemos a Dios y podemos encender en los demás el
deseo de acercarse a él.
Además, es también
importante la conexión entre la fe y el decálogo. La fe, como hemos dicho, se
presenta como un camino, una vía a recorrer, que se abre en el encuentro con el
Dios vivo. Por eso, a la luz de la fe, de la confianza total en el Dios
Salvador, el decálogo adquiere su verdad más profunda, contenida en las
palabras que introducen los diez mandamientos: « Yo soy el Señor, tu Dios, que
te saqué de la tierra de Egipto » (Ex 20,2).
El decálogo no es un
conjunto de preceptos negativos, sino indicaciones concretas para salir del
desierto del « yo » autorreferencial, cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo
con Dios, dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su
misericordia. Así, la fe confiesa el amor de Dios, origen y fundamento de todo,
se deja llevar por este amor para caminar hacia la plenitud de la comunión con
Dios.
El decálogo es el camino de la gratitud, de la respuesta de amor, que es
posible porque, en la fe, nos hemos abierto a la experiencia del amor transformante
de Dios por nosotros. Y este camino recibe una nueva luz en la enseñanza de
Jesús, en el Discurso de la Montaña (cf. Mt 5-7).
He tocado así los cuatro
elementos que contienen el tesoro de memoria que la Iglesia transmite: la
confesión de fe, la celebración de los sacramentos, el camino del decálogo, la
oración. La catequesis de la Iglesia se ha organizado en torno a ellos,
incluido el Catecismo de la Iglesia Católica, instrumento fundamental para aquel acto unitario con el que la Iglesia
comunica el contenido completo de la fe, « todo lo que ella es, todo lo que
cree »[39].
Unidad e integridad de la fe
47. La unidad de la
Iglesia, en el tiempo y en el espacio, está ligada a la unidad de la fe: « Un
solo cuerpo y un solo espíritu […] una sola fe » (Ef 4,4-5). Hoy puede
parecer posible una unión entre los hombres en una tarea común, en el compartir
los mismos sentimientos o la misma suerte, en una meta común.
Pero resulta muy
difícil concebir una unidad en la misma verdad. Nos da la impresión de que una
unión de este tipo se opone a la libertad de pensamiento y a la autonomía del
sujeto. En cambio, la experiencia del amor nos dice que precisamente en el amor
es posible tener una visión común, que amando aprendemos a ver la realidad con
los ojos del otro, y que eso no nos empobrece, sino que enriquece nuestra
mirada.
El amor verdadero, a medida del amor divino, exige la verdad y, en la
mirada común de la verdad, que es Jesucristo, adquiere firmeza y profundidad.
En esto consiste también el gozo de creer, en la unidad de visión en un solo cuerpo
y en un solo espíritu. En este sentido san León Magno decía: « Si la fe no es
una, no es fe »[40].
¿Cuál es el secreto de
esta unidad? La fe es « una », en primer lugar, por la unidad del Dios conocido
y confesado. Todos los artículos de la fe se refieren a él, son vías para
conocer su ser y su actuar, y por eso forman una unidad superior a cualquier
otra que podamos construir con nuestro pensamiento, la unidad que nos
enriquece, porque se nos comunica y nos hace « uno ».
La fe es una, además,
porque se dirige al único Señor, a la vida de Jesús, a su historia concreta que
comparte con nosotros. San Ireneo de Lyon ha clarificado este punto contra los
herejes gnósticos. Éstos distinguían dos tipos de fe, una fe ruda, la fe de los
simples, imperfecta, que no iba más allá de la carne de Cristo y de la
contemplación de sus misterios; y otro tipo de fe, más profundo y perfecto, la
fe verdadera, reservada a un pequeño círculo de iniciados, que se eleva con el
intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida, más allá de la carne
de Cristo.
Ante este planteamiento, que sigue teniendo su atractivo y sus
defensores también en nuestros días, san Ireneo defiende que la fe es una sola,
porque pasa siempre por el punto concreto de la encarnación, sin superar nunca
la carne y la historia de Cristo, ya que Dios se ha querido revelar plenamente
en ella. Y, por eso, no hay diferencia entre la fe de « aquel que destaca por
su elocuencia » y de « quien es más débil en la palabra », entre quien es
superior y quien tiene menos capacidad: ni el primero puede ampliar la fe, ni
el segundo reducirla[41].
Por último, la fe es una
porque es compartida por toda la Iglesia, que forma un solo cuerpo y un solo
espíritu. En la comunión del único sujeto que es la Iglesia, recibimos una
mirada común. Confesando la misma fe, nos apoyamos sobre la misma roca, somos
transformados por el mismo Espíritu de amor, irradiamos una única luz y tenemos
una única mirada para penetrar la realidad.
48. Dado que la fe es
una sola, debe ser confesada en toda su pureza e integridad. Precisamente
porque todos los artículos de la fe forman una unidad, negar uno de ellos,
aunque sea de los que parecen menos importantes, produce un daño a la totalidad.
Cada época puede encontrar algunos puntos de la fe más fáciles o difíciles de
aceptar: por eso es importante vigilar para que se transmita todo el depósito
de la fe (cf. 1 Tm 6,20), para que se insista oportunamente en todos los
aspectos de la confesión de fe.
En efecto, puesto que la unidad de la fe es la
unidad de la Iglesia, quitar algo a la fe es quitar algo a la verdad de la
comunión. Los Padres han descrito la fe como un cuerpo, el cuerpo de la verdad,
que tiene diversos miembros, en analogía con el Cuerpo de Cristo y con su
prolongación en la Iglesia[42].
La integridad de la fe también se ha relacionado con la imagen de la Iglesia
virgen, con su fidelidad al amor esponsal a Cristo: menoscabar la fe significa
menoscabar la comunión con el Señor[43].
La unidad de la fe es, por tanto, la de un organismo vivo, como bien ha
explicado el beato John Henry Newman, que ponía entre las notas características
para asegurar la continuidad de la doctrina en el tiempo, su capacidad de
asimilar todo lo que encuentra[44],
purificándolo y llevándolo a su mejor expresión. La fe se muestra así
universal, católica, porque su luz crece para iluminar todo el cosmos y toda la
historia.
49. Como servicio a la
unidad de la fe y a su transmisión íntegra, el Señor ha dado a la Iglesia el
don de la sucesión apostólica. Por medio de ella, la continuidad de la memoria
de la Iglesia está garantizada y es posible beber con seguridad en la fuente
pura de la que mana la fe.
Como la Iglesia transmite una fe viva, han de ser
personas vivas las que garanticen la conexión con el origen. La fe se basa en
la fidelidad de los testigos que han sido elegidos por el Señor para esa
misión. Por eso, el Magisterio habla siempre en obediencia a la Palabra
originaria sobre la que se basa la fe, y es fiable porque se fía de la Palabra
que escucha, custodia y expone[45].
En el discurso de despedida a los ancianos de Éfeso en Mileto, recogido por san
Lucas en los Hechos de los Apóstoles, san Pablo afirma haber cumplido el
encargo que el Señor le confió de anunciar « enteramente el plan de Dios » (Hch
20,27). Gracias al Magisterio de la Iglesia nos puede llegar íntegro este plan
y, con él, la alegría de poder cumplirlo plenamente.
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