5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese
Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»[8], consciente de las graves dificultades
del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta
interpretación.
He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del
Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los
textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del
beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario
leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos
cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia.
[…]
Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la
que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX.
Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el
camino del siglo que comienza»[9]. Yo también deseo reafirmar con fuerza lo
que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como
Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica
correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la
renovación siempre necesaria de la Iglesia»[10].
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través
del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia
en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer
la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó.
Precisamente el Concilio, en
la Constitución dogmática Lumen
gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo,
“santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el
pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados
del pueblo (cf. Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores,
es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la
conversión y la renovación.
La Iglesia continúa su peregrinación “en medio de
las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”, anunciando la cruz y
la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente
fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia
y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores,
y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo,
con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz»[11].
En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a
una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios,
en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que
salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los
pecados (cf. Hch 5, 31).
Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al
hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la
muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria
del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4).
Gracias a la
fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de
la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y
los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y
transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en
esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en
un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre
(cf. Rm 12, 2;Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de
Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como
ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a
todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los
hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el
anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo.
Por eso, también
hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva
evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el
entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca
fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar.
La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se
recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos,
porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo:
en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la
invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos.
Como afirma
san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo»[12]. El santo Obispo de Hipona tenía buenos
motivos para expresarse de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda
continua de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios.[13]Sus numerosos escritos, en los que
explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como
un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que
buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».
Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay
otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse,
en un in crescendo continuo, en las
manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su
origen en Dios.
8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los
hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo
de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de
la fe. Queremos celebrar este Año de manera digna y fecunda.
Habrá que intensificar la
reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su
adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento
de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo.
Tendremos la
oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e
iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que
cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las
generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas, así como las
parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán
la manera de profesar públicamente el Credo.
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