1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada
en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando
la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que
transforma.
Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la
vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se
concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección
del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma
gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22).
Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo–
equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los
tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio
de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la
Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.
2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado
la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez
más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo.
En la
homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su
conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para
rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la
amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en
plenitud»[1].
Sucede hoy con frecuencia que los
cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y
políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como
un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no
aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado[2].
Mientras que en el pasado era posible
reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al
contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea
ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe
que afecta a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta
(cf. Mt 5, 13-16). Como la
samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de
acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer
el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn4, 14).
Debemos
descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida
fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos
los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la
enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el
alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn6,
27).
La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma
para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis
en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en
Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la
salvación.
4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la
apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo,
Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013.
En la fecha del 11 de octubre de
2012, se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato
Papa Juan Pablo II,[3]con la intención de ilustrar a todos los
fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del
Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos
de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis[4], realizándose mediante la colaboración de
todo el Episcopado de la Iglesia católica.
Y precisamente he convocado la
Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre
el tema de La nueva evangelización para la
transmisión de la fe cristiana. Será una buena ocasión para introducir a
todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento
de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe.
Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido
en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el
décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un momento
solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión
de la misma fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada de manera «individual
y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca»[5]. Pensaba que de esa manera toda la
Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para
purificarla, para confirmarla y para confesarla»[6].
Las grandes transformaciones que
tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración
fuera todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de
Dios[7], para testimoniar cómo los contenidos
esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes
tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera
siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones
históricas distintas a las del pasado.
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