9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente
la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será
también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo
particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la
Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza»[14].
Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más
creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y
rezada[15], y reflexionar sobre el mismo acto con
el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre
todo en este Año.
No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados
a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana
para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo.
San Agustín lo recuerda
con unas palabras de profundo significado, cuando en unsermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez
y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las
que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base
inconmovible que es Cristo el Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que
debéis retener siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho;
algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis
olvidar ni cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente,
vigiléis con el corazón»[16].
10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para
comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino,
juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos
totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda
entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro
asentimiento.
El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad
cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el primer
acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa
y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas
que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el
Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el
corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas
enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es
suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está
abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y
comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios.
Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un
compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho
privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este
«estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe,
precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad
social de lo que se cree.
La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda
evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la
propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y
fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.
La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario.
En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad
cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo
de los creyentes para alcanzar la salvación.
Como afirma elCatecismo de la
Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia profesada personalmente
por cada creyente, principalmente en su bautismo. “Creemos”: Es la fe de la
Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por
la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”, es también la Iglesia, nuestra
Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: “creo”,
“creemos”»[17].
Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial
para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con
la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de
la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El
asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta
libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios
mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor[18].
Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto
cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad
el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta
búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por
el camino que conduce al misterio de Dios.
La misma razón del hombre, en
efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre»[19]. Esta exigencia constituye una
invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse
en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido[20]. La fe nos invita y nos abre totalmente
a este encuentro.
11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe,
todos pueden encontrar en el Catecismo
de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es
uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución
apostólica Fidei
depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la apertura
del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este Catecismo es
una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial...
Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento
válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial»[21].
Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los
contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en
el Catecismo
de la Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la
Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia.
Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de
teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria
permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y
ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de
fe.
En su misma estructura, el Catecismo
de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta
abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se
descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con
una Persona que vive en la Iglesia.
A la profesión de fe, de hecho, sigue la
explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y
continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la
profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene
el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación
con la fe, la liturgia y la oración.
12. Así, pues, el Catecismo
de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe,
especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan
importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la
Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios
competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones
para vivir esteAño de la fe de la manera más eficaz
y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de
interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy,
reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y
tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe
y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque
por caminos distintos, tienden a la verdad[22].
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