EXPERIENCIA
DEL DON. LA GRATUIDAD
La caridad
en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La
gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa
desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la
productividad y la utilidad.
El
ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión
trascendente. A veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el
único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una presunción fruto
de la cerrazón egoísta en sí mismo, que procede —por decirlo con una expresión
creyente— del pecado de los orígenes.
EL
PECADO Y LAS ESTRUCTURAS SOCIALES
La
sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado
original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la
construcción de la sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza
herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la
educación, de la política, de la acción social y de las costumbres».
Hace
tiempo que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se
manifiestan los efectos perniciosos del pecado. Nuestros días nos ofrecen una
prueba evidente. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal
de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación
con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social.
Además,
la exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a «injerencias»
de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos
incluso de manera destructiva. Con el pasar del tiempo, estas posturas han
desembocado en sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la
libertad de la persona y de los organismos sociales y que, precisamente por
eso, no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían.
LA
ESPERANZA CRISTIANA MOTOR DE DESARROLLO
Como
he afirmado en la Encíclica Spe salvi, se elimina así de la historia la
esperanza cristiana, que no obstante es un poderoso recurso social al
servicio del desarrollo humano integral, en la libertad y en la justicia.
La
esperanza sostiene a la razón y le da fuerza para orientar la voluntad. Está ya
presente en la fe, que la suscita. La caridad en la verdad se nutre de ella y,
al mismo tiempo, la manifiesta. Al ser un don absolutamente gratuito de Dios,
irrumpe en nuestra vida como algo que no es debido, que trasciende toda ley de
justicia. Por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar.
Nos precede en nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en
nosotros y de sus expectativas para con nosotros.
LA
CARIDAD Y LA VERDAD COMO DON
La
verdad que, como la caridad es don, nos supera, como enseña San Agustín.
Incluso nuestra propia verdad, la de nuestra conciencia personal, ante todo,
nos ha sido «dada». En efecto, en todo proceso cognitivo la verdad no es
producida por nosotros, sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el
amor, «no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se
impone al ser humano».
Al
ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que funda
la comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras o confines.
La comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá
ser sólo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar a
superar las fronteras, o convertirse en una comunidad universal.
GRATUIDAD
COMO EXPRESIÓN DE FRATERNIDAD
La
unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace
de la palabra de Dios-Amor que nos convoca. Al afrontar esta cuestión decisiva,
hemos de precisar, por un lado, que la lógica del don no excluye la justicia ni
se yuxtapone a ella como un añadido externo en un segundo momento y, por otro,
que el desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser
auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como
expresión de fraternidad.
MERCADO,
SOLIDARIDAD Y CONFIANZA RECIPROCA EN LAS RELACIONES
Si
hay confianza recíproca y generalizada, el mercado es la institución
económica que permite el encuentro entre las personas, como agentes económicos
que utilizan el contrato como norma de sus relaciones y que intercambian bienes
y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado
está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que
regula precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales. Pero la
doctrina social de la Iglesia no ha dejado nunca de subrayar la importancia de
la justicia distributiva y de la justicia social para la economía
de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y político más
amplio, sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve.
En
efecto, si el mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia
del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión
social que necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de
solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su
propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado, y
esta pérdida de confianza es algo realmente grave.
EL
BIEN COMÚN Y EL MERCADO
La
actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando
sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del
bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad
política. Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a
la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que
tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa
de graves desequilibrios.
La
Iglesia sostiene siempre que la actividad económica no debe considerarse
antisocial. Por eso, el mercado no es ni debe convertirse en el ámbito donde el
más fuerte avasalle al más débil. La sociedad no debe protegerse del mercado,
pensando que su desarrollo comporta ipso facto la muerte de las
relaciones auténticamente humanas.
Es
verdad que el mercado puede orientarse en sentido negativo, pero no por su
propia naturaleza, sino por una cierta ideología que lo guía en este sentido.
No se debe olvidar que el mercado no existe en su estado puro, se adapta a las
configuraciones culturales que lo concretan y condicionan.
En
efecto, la economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal
utilizados cuando quien los gestiona tiene sólo referencias egoístas. De esta
forma, se puede llegar a transformar medios de por sí buenos en perniciosos. Lo
que produce estas consecuencias es la razón oscurecida del hombre, no el medio
en cuanto tal. Por eso, no se deben hacer reproches al medio o instrumento sino
al hombre, a su conciencia moral y a su responsabilidad personal y social.
REORIENTAR
LA ACTIVIDAD ECONÓMICA AL SERVICIO DEL HOMBRE
La
doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones
auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de
reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o
«después» de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o
antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque
es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente.
El gran desafío que tenemos, planteado por las dificultades del
desarrollo en este tiempo de globalización y agravado por la crisis
económico-financiera actual, es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de
los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar los
principios tradicionales de la ética social, como la trasparencia, la
honestidad y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles
el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de
fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica
ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el momento actual, pero
también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad y de la verdad
al mismo tiempo
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