Spes non confundit
(la Esperanza no defrauda) (4)
BULA DE CONVOCACIÓN
DEL JUBILEO ORDINARIO
DEL AÑO 2025
FRANCISCO
Obispo de Roma
Siervo de los Siervos de Dios
a cuantos lean esta carta la esperanza les colme el corazón
21. ¿Qué será de nosotros,
entonces, después de la muerte? Más allá de este umbral está la vida eterna con
Jesús, que consiste en la plena comunión con Dios, en la contemplación y
participación de su amor infinito. Lo que ahora vivimos en la esperanza,
después lo veremos en la realidad. San Agustín escribía al respecto: «Cuando me
haya unido a Ti con todo mi ser, nada será para mí dolor ni pena. Será
verdadera vida mi vida, llena de Ti». [16] ¿Qué caracteriza, por tanto, esta
comunión plena? El ser felices. La felicidad es la vocación
del ser humano, una meta que atañe a todos.
Pero, ¿qué es la felicidad? ¿Qué
felicidad esperamos y deseamos? No se trata de una alegría pasajera, de una
satisfacción efímera que, una vez alcanzada, sigue pidiendo siempre más, en una
espiral de avidez donde el espíritu humano nunca está satisfecho, sino que más
bien siempre está más vacío. Necesitamos una felicidad que se realice
definitivamente en aquello que nos plenifica, es decir, en el amor, para poder
exclamar, ya desde ahora: Soy amado, luego existo; y existiré por siempre en el
Amor que no defrauda y del que nada ni nadie podrá separarme jamás. Recordemos
una vez más las palabras del Apóstol: «Porque tengo la certeza de que ni la
muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo
futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra
criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús,
nuestro Señor» (Rm 8,38-39).
22. Otra realidad vinculada con la vida eterna es el juicio de Dios, que tiene lugar tanto al culminar nuestra existencia terrena como al final de los tiempos. Con frecuencia, el arte ha intentado representarlo —pensemos en la obra maestra de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina— acogiendo la concepción teológica de su tiempo y transmitiendo a quien observa un sentimiento de temor. Aunque es justo disponernos con gran conciencia y seriedad al momento que recapitula la existencia, al mismo tiempo es necesario hacerlo siempre desde la dimensión de la esperanza, virtud teologal que sostiene la vida y hace posible que no caigamos en el miedo.
El juicio de Dios, que es amor (cf. 1 Jn 4,8.16),
no podrá basarse más que en el amor, de manera especial en cómo lo hayamos
ejercitado respecto a los más necesitados, en los que Cristo, el mismo Juez,
está presente (cf. Mt 25,31-46). Se trata, por lo tanto, de un
juicio diferente al de los hombres y los tribunales terrenales; debe entenderse
como una relación en la verdad con Dios amor y con uno mismo en el corazón del
misterio insondable de la misericordia divina. En este sentido, la Sagrada
Escritura afirma: «Tú enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser amigo de los
hombres y colmaste a tus hijos de una feliz esperanza, porque, después del
pecado, das lugar al arrepentimiento […] y, al ser juzgados, contamos con tu
misericordia» ( Sb 12,19.22). Como escribía Benedicto
XVI,«en el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su
amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros.El dolor del amor se convierte
en nuestra salvación y nuestra alegría». [17]
El Juicio, entonces, se refiere a
la salvación que esperamos y que Jesús nos ha obtenido con su muerte y
resurrección. Por lo tanto, está dirigido a abrirnos al encuentro definitivo
con Él. Y dado que no es posible pensar en ese contexto que el mal realizado
quede escondido, este necesita ser purificado, para permitirnos el
paso definitivo al amor de Dios. Se comprende en este sentido la necesidad de
rezar por quienes han finalizado su camino terreno; solidarizándose en la
intercesión orante que encuentra su propia eficacia en la comunión de los
santos, en el vínculo común que nos une con Cristo, primogénito de la creación.
De esta manera la indulgencia jubilar, en virtud de la oración, está destinada
en particular a los que nos han precedido, para que obtengan plena
misericordia.
23. La indulgencia,
en efecto, permite descubrir cuán ilimitada es la misericordia de Dios. No sin
razón en la antigüedad el término “misericordia” era intercambiable con el de
“indulgencia”, precisamente porque pretende expresar la plenitud del perdón de
Dios que no conoce límites.
El sacramento de la Penitencia nos asegura que Dios quita nuestros pecados. Resuenan con su carga de consuelo las palabras del Salmo: «Él perdona todas tus culpas y cura todas tus dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de amor y de ternura. […] El Señor es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia; […] no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas. Cuanto se alza el cielo sobre la tierra, así de inmenso es su amor por los que lo temen; cuanto dista el oriente del occidente, así aparta de nosotros nuestros pecados» (Sal 103,3-4.8.10-12).
La
Reconciliación sacramental no es sólo una hermosa oportunidad espiritual, sino
que representa un paso decisivo, esencial e irrenunciable para el camino de fe
de cada uno. En ella permitimos que Señor destruya nuestros pecados, que sane
nuestros corazones, que nos levante y nos abrace, que nos muestre su rostro
tierno y compasivo. No hay mejor manera de conocer a Dios que dejándonos
reconciliar con Él (cf. 2 Co 5,20), experimentando su perdón.
Por eso, no renunciemos a la Confesión, sino redescubramos la belleza del
sacramento de la sanación y la alegría, la belleza del perdón de los pecados.
Sin embargo, como sabemos por
experiencia personal, el pecado “deja huella”, lleva consigo unas
consecuencias; no sólo exteriores, en cuanto consecuencias del mal cometido,
sino también interiores, en cuanto «todo pecado, incluso venial, entraña apego
desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea
después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio». [18] Por lo tanto, en nuestra humanidad
débil y atraída por el mal, permanecen los “efectos residuales del pecado”.
Estos son removidos por la indulgencia, siempre por la gracia de Cristo, el
cual, como escribió san Pablo VI, es «nuestra “indulgencia”». [19] La Penitenciaría Apostólica se encargará
de emanar las disposiciones para poder obtener y hacer efectiva la práctica de
la indulgencia jubilar.
Esa experiencia colma de perdón
no puede sino abrir el corazón y la mente a perdonar. Perdonar no
cambia el pasado, no puede modificar lo que ya sucedió; y, sin embargo, el
perdón puede permitir que cambie el futuro y se viva de una manera diferente,
sin rencor, sin ira ni venganza. El futuro iluminado por el perdón hace posible
que el pasado se lea con otros ojos, más serenos, aunque estén aún surcados por
las lágrimas.
Durante el último Jubileo
extraordinario instituí los Misioneros de la Misericordia, que
siguen realizando una misión importante. Que durante el próximo Jubileo también
ejerciten su ministerio, devolviendo la esperanza y perdonando cada vez que un
pecador se dirige a ellos con corazón abierto y espíritu arrepentido. Que sigan
siendo instrumentos de reconciliación y ayuden a mirar el futuro con la
esperanza del corazón que proviene de la misericordia del Padre. Quisiera que
los obispos aprovecharan su valioso servicio, enviándolos especialmente allí
donde la esperanza se pone a dura prueba, como las cárceles, los hospitales y
los lugares donde la dignidad de la persona es pisoteada; en las situaciones
más precarias y en los contextos de mayor degradación, para que nadie se vea
privado de la posibilidad de recibir el perdón y el consuelo de Dios.
24. La esperanza encuentra en la Madre de Dios su testimonio más alto. En ella vemos que la esperanza no es un fútil optimismo, sino un don de gracia en el realismo de la vida. Como toda madre, cada vez que María miraba a su Hijo pensaba en el futuro, y ciertamente en su corazón permanecían grabadas esas palabras que Simeón le había dirigido en el templo: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón». (Lc 2,34-35).
Por eso, al pie de la cruz, mientras veía a Jesús inocente sufrir y morir, aun atravesada por un dolor desgarrador, repetía su “sí”, sin perder la esperanza y la confianza en el Señor. De ese modo ella cooperaba por nosotros en el cumplimiento de lo que había dicho su Hijo, anunciando que «debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días» (Mc 8,31), y en el tormento de ese dolor ofrecido por amor se convertía en nuestra Madre, Madre de la esperanza.
No es casual que la piedad popular siga invocando a la Santísima
Virgen como Stella maris, un título expresivo de la esperanza
cierta de que, en los borrascosos acontecimientos de la vida, la Madre de Dios
viene en nuestro auxilio, nos sostiene y nos invita a confiar y a seguir
esperando.
A este respecto, me es grato recordar que el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en la Ciudad de México se está preparando para celebrar, en el 2031, los 500 años de la primera aparición de la Virgen. Por medio de Juan Diego, la Madre de Dios hacía llegar un revolucionario mensaje de esperanza que aún hoy repite a todos los peregrinos y a los fieles: «¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu madre?». [20] Un mensaje similar se graba en los corazones en tantos santuarios marianos esparcidos por el mundo, metas de numerosos peregrinos, que confían a la Madre de Dios sus preocupaciones, sus dolores y sus esperanzas.
Que en este Año jubilar los santuarios sean lugares santos
de acogida y espacios privilegiados para generar esperanza. Invito a los
peregrinos que vendrán a Roma a detenerse a rezar en los santuarios marianos de
la ciudad para venerar a la Virgen María e invocar su protección. Confío en que
todos, especialmente los que sufren y están atribulados, puedan experimentar la
cercanía de la más afectuosa de las madres que nunca abandona a sus hijos; ella
que para el santo Pueblo de Dios es «signo de esperanza cierta y de
consuelo». [21]
25. Mientras nos acercamos al
Jubileo, volvamos a la Sagrada Escritura y sintamos dirigidas a nosotros estas
palabras: «Nosotros, los que acudimos a él, nos sentimos poderosamente
estimulados a aferrarnos a la esperanza que se nos ofrece. Esta esperanza que
nosotros tenemos es como un ancla del alma, sólida y
firme, que penetra más allá del velo, allí mismo donde Jesús entró por
nosotros, como precursor» (Hb 6,18-20). Es una invitación fuerte a
no perder nunca la esperanza que nos ha sido dada, a abrazarla encontrando
refugio en Dios.
La imagen del ancla es sugestiva
para comprender la estabilidad y la seguridad que poseemos si nos encomendamos
al Señor Jesús, aun en medio de las aguas agitadas de la vida. Las tempestades
nunca podrán prevalecer, porque estamos anclados en la esperanza de la gracia,
que nos hace capaces de vivir en Cristo superando el pecado, el miedo y la
muerte. Esta esperanza, mucho más grande que las satisfacciones de cada día y
que las mejoras de las condiciones de vida, nos transporta más allá de las
pruebas y nos exhorta a caminar sin perder de vista la grandeza de la meta a la
que hemos sido llamados, el cielo.
El próximo Jubileo, por tanto,
será un Año Santo caracterizado por la esperanza que no declina, la esperanza
en Dios. Que nos ayude también a recuperar la confianza necesaria —tanto en la
Iglesia como en la sociedad— en los vínculos interpersonales, en las relaciones
internacionales, en la promoción de la dignidad de toda persona y en el respeto
de la creación. Que el testimonio creyente pueda ser en el mundo levadura de
genuina esperanza, anuncio de cielos nuevos y tierra nueva (cf. 2 P 3,13),
donde habite la justicia y la concordia entre los pueblos, orientados hacia el
cumplimiento de la promesa del Señor.
Dejémonos atraer desde ahora por
la esperanza y permitamos que a través de nosotros sea contagiosa para cuantos
la desean. Que nuestra vida pueda decirles: «Espera en el Señor y sé fuerte;
ten valor y espera en el Señor» (Sal 27,14). Que la fuerza de esa
esperanza pueda colmar nuestro presente en la espera confiada de la venida de
Nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la alabanza y la gloria ahora y por los
siglos futuros.
Dado en Roma, en San Juan de
Letrán, el 9 de mayo, Solemnidad de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo,
del año 2024, duodécimo de Pontificado.
FRANCISCO
[16] Confesiones X,
28.
[17] Carta
enc. Spe salvi, n. 47.
[18] Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1472.
[19] Carta
ap. Apostolorum limina (23 mayo 1974), II.
[20] Nican
Mopohua, n. 119.
[21] Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 68.