Acción pastoral renovada (54)
Estados de vida y vocaciones (55)
Las diversas vocaciones laicales (56)
Acción pastoral renovada
54. Es necesario que esta preciosísima herencia, que la Iglesia ha recibido
de Jesucristo «médico de la carne y del espíritu»[201],
no sólo no disminuya jamás, sino que sea valorizada y enriquecida cada vez más
mediante una recuperación y un decidido relanzamiento de la acción
pastoral para y con los enfermos y los que sufren. Ha de ser una
acción capaz de sostener y de promover atención, cercanía, presencia, escucha,
diálogo, participación y ayuda concreta para con el hombre, en momentos en los
que la enfermedad y el sufrimiento ponen a dura prueba, no sólo su confianza en
la vida, sino también su misma fe en Dios y en su amor de Padre. Este
relanzamiento pastoral tiene su expresión más significativa en la celebración
sacramental con y para los enfermos, como fortaleza en el dolor y en la
debilidad, como esperanza en la desesperación, como lugar de encuentro y de
fiesta.
Uno de los objetivos fundamentales de esta renovada e intensificada acción
pastoral —que no puede dejar de implicar coordinadamente a todos los
componentes de la comunidad eclesial— es considerar al enfermo, al minusválido,
al que sufre, no simplemente como término del amor y del servicio de la
Iglesia, sino más bien como sujeto activo y responsable de la obra de
evangelización y de salvación. Desde este punto de vista, la Iglesia
tiene un buen mensaje que hacer resonar dentro de la sociedad y de las culturas
que, habiendo perdido el sentido del sufrir humano, silencian cualquier forma
de hablar sobre esta dura realidad de la vida. Y la buena nueva está en el
anuncio de que el sufrir puede tener también un significado positivo para el
hombre y para la misma sociedad, llamado como esta a convertirse en una forma
de participación en el sufrimiento salvador de Cristo y en su alegría de resucitado,
y, por tanto, una fuerza de santificación y edificación de la Iglesia.
El anuncio de esta buena nueva resulta convincente cuando no resuena
simplemente en los labios, sino que pasa a través del testimonio de vida, tanto
de los que cuidan con amor a los enfermos, los minusválidos y los que sufren,
como de estos mismos, hechos cada vez más conscientes y responsables de su
lugar y tarea en la Iglesia y por la Iglesia.
Para que la «civilización del amor» pueda florecer y fructificar en el
inmenso mundo del dolor humano, podrá ser de gran utilidad la frecuente
meditación de la Carta Apostólica Salvifici doloris, de la que recordamos las líneas finales: «Es
necesario, por tanto, que a los pies de la Cruz del Calvario acudan
espiritualmente todos los que sufren y creen en Cristo y, en concreto, los que
sufren a causa de su fe en el Crucificado y Resucitado, para que el ofrecimiento
de sus sufrimientos acelere el cumplimiento de la oración del mismo Salvador
por la unidad de todos (cf. Jn 17, 11. 21-22). Acudan también
allí los hombres de buena voluntad, porque en la Cruz está el "Redentor
del hombre", el Varón de dolores, que ha asumido para sí los sufrimientos
físicos y morales de los hombres de todos los tiempos, para que en el
amor puedan encontrar el sentido salvífico de su dolor y respuestas
válidas a todos sus interrogantes. Junto a María, Madre de
Cristo, que estaba al pie de la Cruz (cf. Jn 19,
25), nos detenemos junto a todas las cruces del hombre de hoy (...). Y a todos
vosotros, los que sufrís, os pedimos que nos sostengáis.
Precisamente a vosotros que sois débiles, os pedimos que os convirtáis
en fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. ¡En el
terrible combate entre las fuerzas del bien y del mal, que nuestro mundo
contemporáneo nos ofrece de espectáculo, venza vuestro sufrimiento en unión con
la Cruz de Cristo!»[202].
Estados de vida y vocaciones
55. Obreros de la viña son todos los miembros del Pueblo de Dios: los
sacerdotes, los religiosos y religiosas, los fieles laicos, todos a la vez
objeto y sujeto de la comunión de la Iglesia y de la participación en su misión
de salvación. Todos y cada uno trabajamos en la única y común viña del Señor
con carismas y ministerios diversos y complementarios.
Ya en el plano del ser, antes todavía que en el del obrar, los
cristianos son sarmientos de la única vid fecunda que es Cristo; son miembros
vivos del único Cuerpo del Señor edificado en la fuerza del Espíritu. En el
plano del ser: no significa sólo mediante la vida de gracia y santidad, que es
la primera y más lozana fuente de fecundidad apostólica y misionera de la Santa
Madre Iglesia; sino que significa también el estado de vida que caracteriza a
los sacerdotes y los diáconos, los religiosos y religiosas, los miembros de
institutos seculares, los fieles laicos.
En la Iglesia-Comunión los estados de vida están de tal modo relacionados
entre sí que están ordenados el uno al otro. Ciertamente es común —mejor dicho,
único— su profundo significado: el de ser modalidad según la cual se vive la
igual dignidad cristiana y la universal vocación a la santidad en la perfección
del amor. Son modalidades a la vez diversas y complementarias, de
modo que cada una de ellas tiene su original e inconfundible fisionomía, y al
mismo tiempo cada una de ellas está en relación con las otras y a su servicio.
Así el estado de vida laical tiene en la índole secular su
especificidad y realiza un servicio eclesial testificando y volviendo a hacer
presente, a su modo, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, el
significado que tienen las realidades terrenas y temporales en el designio
salvífico de Dios. A su vez, el sacerdocio ministerial representa
la garantía permanente de la presencia sacramental de Cristo Redentor en los
diversos tiempos y lugares. El estado religioso testifica la
índole escatológica de la Iglesia, es decir, su tensión hacia el Reino de Dios,
que viene prefigurado y, de algún modo, anticipado y pregustado por los votos
de castidad, pobreza y obediencia.
Todos los estados de vida, ya sea en su totalidad como cada uno de ellos en
relación con los otros, están al servicio del crecimiento de la Iglesia; son
modalidades distintas que se unifican profundamente en el «misterio de
comunión» de la Iglesia y que se coordinan dinámicamente en su única misión.
De este modo, el único e idéntico misterio de la Iglesia revela y revive,
en la diversidad de estados de vida y en la variedad de vocaciones, la
infinita riqueza del misterio de Jesucristo. Como gusta repetir a los
Padres, la Iglesia es como un campo de fascinante y maravillosa variedad de
hierbas, plantas, flores y frutos. San Ambrosio escribe: «Un campo produce
muchos frutos, pero es mejor el que abunda en frutos y en flores. Ahora bien,
el campo de la santa Iglesia es fecundo en unos y otras. Aquí puedes ver
florecer las gemas de la virginidad, allá la viudez dominar austera como los
bosques en la llanura; más allá la rica cosecha de las bodas bendecidas por la
Iglesia colmar de mies abundante los grandes graneros del mundo, y los lagares
del Señor Jesús sobreabundar de los frutos de vid lozana, frutos de los cuales
están llenos los matrimonios cristianos»[203].
Las diversas vocaciones laicales
56. La rica variedad de la Iglesia encuentra su ulterior manifestación
dentro de cada uno de los estados de vida. Así, dentro del estado de
vida laical se dan diversas «vocaciones», o sea, diversos caminos
espirituales y apostólicos que afectan a cada uno de los fieles laicos. En el
álveo de una vocación laical «común» florecen vocaciones laicales
«particulares». En este campo podemos recordar también la experiencia espiritual
que ha madurado recientemente en la Iglesia con el florecer de diversas formas
de Institutos seculares. A los fieles laicos, y también a los mismos
sacerdotes, está abierta la posibilidad de profesar los consejos evangélicos de
pobreza, castidad y obediencia a través de los votos o las promesas,
conservando plenamente la propia condición laical o clerical[204].
Como han puesto de manifiesto los Padres sinodales, «el Espíritu Santo promueve
también otras formas de entrega de sí mismo a las que se dedican personas que
permanecen plenamente en la vida laical»[205].
Podemos concluir releyendo una hermosa página de San Francisco de Sales,
que tanto ha promovido la espiritualidad de los laicos[206].
Hablando de la «devoción», es decir de la perfección cristiana o «vida según el
Espíritu», presenta de manera simple y espléndida la vocación de todos los
cristianos a la santidad y, al mismo tiempo, el modo específico con que cada
cristiano la realiza: «En la Creación Dios mandó a las plantas producir sus
frutos, cada una "según su especie" (Gn 1, 11). El
mismo mandamiento dirige a los cristianos, que son plantas vivas de su Iglesia,
para que produzcan frutos de devoción, cada uno según su estado y condición. La
devoción debe ser practicada en modo diverso por el hidalgo, por el artesano,
por el sirviente, por el príncipe, por la viuda, por la mujer soltera y por la
casada. Pero esto no basta; es necesario además conciliar la práctica de la
devoción con las fuerzas, con las obligaciones y deberes de cada persona (...).
Es un error —mejor dicho, una herejía— pretender excluir el ejercicio de la
devoción del ambiente militar, del taller de los artesanos, de la corte de los
príncipes, de los hogares de los casados. Es verdad, Filotea, que la devoción
puramente contemplativa, monástica y religiosa sólo puede ser vivida en estos
estados, pero además de estos tres tipos de devoción, hay muchos otros capaces
de hacer perfectos a quienes viven en condiciones seculares. Por eso, en
cualquier lugar que nos encontremos, podemos y debemos aspirar a la vida perfecta»[207].
Colocándose en esa misma línea, el Concilio Vaticano II escribe: «Este
comportamiento espiritual de los laicos debe asumir una peculiar característica
del estado de matrimonio y familia, de celibato o de viudez, de la condición de
enfermedad, de la actividad profesional y social. No dejen, por tanto, de
cultivar constantemente las cualidades y las dotes otorgadas correspondientes a
tales condiciones, y de servirse de los propios dones recibidos del Espíritu
Santo»[208].
Lo que vale para las vocaciones espirituales vale también, y en cierto
sentido con mayor motivo, para las infinitas diversas modalidades según las
cuales todos y cada uno de los miembros de la Iglesia son obreros que trabajan
en la viña del Señor, edificando el Cuerpo místico de Cristo. En verdad, cada
uno es llamado por su nombre, en la unicidad e irrepetibilidad de su historia
personal, a aportar su propia contribución al advenimiento del Reino de Dios.
Ningún talento, ni siquiera el más pequeño, puede ser escondido o quedar
inutilizado (cf. Mt 25, 24-27).
El apóstol Pedro nos advierte: «Que cada cual ponga al servicio de los
demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas
gracias de Dios» (1 P 4, 10).
Notas a pie de página:
[201] San Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, VII, 2: S. Ch. 10,
64.
[202] Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris, 31: AAS 76 (1984)
249-250.
[203] San Ambrosio, De Virginitate, VI, 34: PL 16,
288. Cf San Agustín, Sermo CCCIV, III, 2: PL 38, 1396.
[204] Cf Pío XII, Const. Ap. Provida Mater (2 Febrero 1947): AAS 39
(1947) 114-124; C.I.C., can. 573.
[205] Propositio 6.
[206] Cf Pablo VI, Carta Ap. Sabaudiae gemma (29 Enero
1967): AAS 59 (1967) 113-123.
[207] San Francisco de Sales, Introduction a la vie devote, I,
III: Œuvres completes, Monastere de la Visitation, Annecy 1893, III, 19-21.
[208] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 4.
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