La caridad, alma y apoyo de la solidaridad (41)
Todos destinatarios y protagonistas de la política (42)
La caridad, alma y apoyo de la solidaridad
41. El servicio a la sociedad se manifiesta y se realiza de modos diversos:
desde los libres e informales hasta los institucionales, desde la ayuda
ofrecida al individuo a la dirigida a grupos diversos y comunidades de
personas.
Toda la Iglesia como tal está directamente llamada al servicio de la
caridad: «La Santa Iglesia, como en sus orígenes, uniendo el "ágape"
con la Cena Eucarística se manifestaba unida con el vínculo de la caridad en
torno a Cristo, así, en nuestros días, se reconoce por este distintivo de la
caridad y, mientras goza con las iniciativas de los demás, reivindica las obras
de caridad como su deber y derecho inalienable. Por eso la misericordia con los
pobres y enfermos, así como las llamadas obras de caridad y de ayuda mutua,
dirigidas a aliviar las necesidades humanas de todo género, la Iglesia las
considera un especial honor»[148]. La
caridad con el prójimo, en las formas antiguas y siempre nuevas de las
obras de misericordia corporal y espiritual, representa el contenido más
inmediato, común y habitual de aquella animación cristiana del orden temporal,
que constituye el compromiso específico de los fieles laicos.
Con la caridad hacia el prójimo, los fieles laicos viven y manifiestan su
participación en la realeza de Jesucristo, esto es, en el poder del Hijo del
hombre que «no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,
45). Ellos viven y manifiestan tal realeza del modo más simple, posible a todos
y siempre, y a la vez del modo más engrandecedor, porque la caridad es el más
alto don que el Espíritu ofrece para la edificación de la Iglesia (cf. 1
Co 13, 13) y para el bien de la humanidad. La caridad, en
efecto, anima y sostiene una activa solidaridad, atenta a todas las
necesidades del ser humano.
Tal caridad, ejercitada no sólo por las personas en singular sino también
solidariamente por los grupos y comunidades, es y será siempre necesaria. Nada
ni nadie la puede ni podrá sustituir; ni siquiera las múltiples instituciones e
iniciativas públicas, que también se esfuerzan en dar respuesta a las
necesidades —a menudo, tan graves y difundidas en nuestros días— de una
población. Paradójicamente esta caridad se hace más necesaria, cuanto más las
instituciones, volviéndose complejas en su organización y pretendiendo
gestionar toda área a disposición, terminan por ser abatidas por el
funcionalismo impersonal, por la exagerada burocracia, por los injustos
intereses privados, por el fácil y generalizado encogerse de hombros.
Precisamente en este contexto continúan surgiendo y difundiéndose, en
concreto en las sociedades organizadas, distintas formas de
voluntariado, que actúan en una multiplicidad de servicios y obras. El
voluntariado, si se vive en su verdad de servicio desinteresado al bien de las
personas, especialmente de las más necesitadas y las más olvidadas por los
mismos servicios sociales, debe considerarse una importante manifestación de
apostolado, en el que los fieles laicos, hombres y mujeres, desempeñan un papel
de primera importancia.
Todos destinatarios y protagonistas de la política
42. La caridad que ama y sirve a la persona no puede jamás ser separada de
la justicia: una y otra, cada una a su modo, exigen el
efectivo reconocimiento pleno de los derechos de la persona, a la que está
ordenada la sociedad con todas sus estructuras e instituciones[149].
Para animar cristianamente el orden temporal —en el sentido señalado de
servir a la persona y a la sociedad— los fieles laicos de ningún modo
pueden abdicar de la participación en la «política»; es decir, de la
multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y
cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien
común. Como repetidamente han afirmado los Padres sinodales, todos y
cada uno tienen el derecho y el deber de participar en la política, si bien con
diversidad y complementariedad de formas, niveles, tareas y responsabilidades.
Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción
que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de
la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de
que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más
mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la
cosa pública.
Son, en cambio, más que significativas estas palabras del Concilio Vaticano
II: «La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se
consagran al bien de la cosa pública y aceptan el peso de las correspondientes
responsabilidades»[150].
Una política para la persona y para la sociedad encuentra su criterio
básico en la consecución del bien común, como bien
de todos los hombres y de todo el hombre, correctamente
ofrecido y garantizado a la libre y responsable aceptación de las personas,
individualmente o asociadas. «La comunidad política —leemos en la
Constitución Gaudium et spes— existe precisamente en función de ese bien común, en
el que encuentra su justificación plena y su sentido, y del que deriva su
legitimidad primigenia y propia. El bien común abarca el conjunto de aquellas
condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las
asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección»[151].
Además, una política para la persona y para la sociedad encuentra su rumbo
constante de camino en la defensa y promoción de la
justicia, entendida como «virtud» a la que todos deben ser educados, y
como «fuerza» moral que sostiene el empeño por favorecer los derechos y deberes
de todos y cada uno, sobre la base de la dignidad personal del ser humano.
En el ejercicio del poder político es fundamental aquel espíritu de
servicio, que, unido a la necesaria competencia y eficiencia, es el
único capaz de hacer «transparente» o «limpia» la actividad de los hombres
políticos, como justamente, además, la gente exige. Esto urge la lucha abierta
y la decidida superación de algunas tentaciones, como el recurso a la
deslealtad y a la mentira, el despilfarro de la hacienda pública para que
redunde en provecho de unos pocos y con intención de crear una masa de gente
dependiente, el uso de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener y
aumentar el poder a cualquier precio.
Los fieles laicos que trabajan en la política, han de respetar, desde luego, la autonomía de las realidades terrenas rectamente entendida. Tal como leemos en la Constitución Gaudium et spes, «es de suma importancia, sobre todo allí donde existe una sociedad pluralista, tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia y distinguir netamente entre la acción que los cristianos, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan, en nombre de la Iglesia, en comunión con sus pastores. La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana»[152].
Al mismo tiempo —y esto se advierte hoy como una urgencia y una
responsabilidad— los fieles laicos han de testificar aquellos valores humanos y
evangélicos, que están íntimamente relacionados con la misma actividad
política; como son la libertad y la justicia, la solidaridad, la dedicación
leal y desinteresada al bien de todos, el sencillo estilo de vida, el amor
preferencial por los pobres y los últimos. Esto exige que los fieles laicos
estén cada vez más animados de una real participación en la vida de la Iglesia
e iluminados por su doctrina social. En esto podrán ser acompañados y ayudados
por el afecto y la comprensión de la comunidad cristiana y de sus Pastores[153].
La solidaridad es el estilo y el medio para la realización
de una política que quiera mirar al verdadero desarrollo humano. Esta reclama
la participación activa y responsable de todos en la vida
política, desde cada uno de los ciudadanos a los diversos grupos, desde los
sindicatos a los partidos. Juntamente, todos y cada uno, somos destinatarios y
protagonistas de la política. En este ámbito, como he escrito en la
Encíclica Sollicitudo rei socialis, la solidaridad «no es un sentimiento de vaga compasión
o de superficial enternecimiento por los males de tantas personas, cercanas o
lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de
empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y
cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos»[154].
La solidaridad política exige hoy un horizonte de actuación que, superando
la nación o el bloque de naciones, se configure como continental y mundial.
El fruto de la actividad política solidaria —tan deseado por todos y, sin
embargo, siempre tan inmaduro— es la paz. Los fieles laicos no
pueden permanecer indiferentes, extraños o perezosos ante todo lo que es
negación o puesta en peligro de la paz: violencia y guerra, tortura y
terrorismo, campos de concentración, militarización de la política, carrera de
armamentos, amenaza nuclear. Al contrario, como discípulos de Jesucristo
«Príncipe de la paz» (Is 9, 5) y «Nuestra paz» (Ef 2,
14), los fieles laicos han de asumir la tarea de ser «sembradores de paz» (Mt 5,
9), tanto mediante la conversión del «corazón», como mediante la acción en
favor de la verdad, de la libertad, de la justicia y de la caridad, que son los
fundamentos irrenunciables de la paz[155].
Colaborando con todos aquellos que verdaderamente buscan la paz y
sirviéndose de los específicos organismos e instituciones nacionales e
internacionales, los fieles laicos deben promover una labor educativa capilar,
destinada a derrotar la imperante cultura del egoísmo, del odio, de la venganza
y de la enemistad, y a desarrollar a todos los niveles la cultura de la
solidaridad. Efectivamente, tal solidaridad «es camino hacia la paz y,
a la vez, hacia el desarrollo»[156].
Desde esta perspectiva, los Padres sinodales han invitado a los cristianos a
rechazar formas inaceptables de violencia, a promover actitudes de diálogo y de
paz, y a comprometerse en instaurar un justo orden social e internacional[157].
Notas a pie de página:
[148] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 8.
[149] Sobre la relación entre justicia y misericordia, cf. la
Encíclica Dives in misericordia, 12: AAS 72 (1980)
1215-1217.
[150] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 75.
[151] Ibid., 74.
[152] Ibid., 76.
[153] Cf. Propositio 28.
[154] Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 38: AAS 80 (1988)
565-566.
[155] Cf Juan XXIII, Enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 265-266.
[156] Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 39: AAS 80 (1988) 568.
[157] Cf. Propositio 26.
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