Un solo cuerpo en Cristo (12)
Templos vivos y santos del Espíritu (13)
Partícipes del oficio sacerdotal,
profético y real de Jesucristo (14)
Un solo cuerpo en Cristo
12. Regenerados como «hijos en el Hijo», los bautizados son
inseparablemente «miembros de Cristo y miembros del cuerpo de la
Iglesia», como enseña el Concilio de Florencia[17].
El Bautismo significa y produce una incorporación mística pero real al
cuerpo crucificado y glorioso de Jesús. Mediante este sacramento, Jesús une al
bautizado con su muerte para unirlo a su resurrección (cf. Rm 6,
3-5); lo despoja del «hombre viejo» y lo reviste del «hombre nuevo», es decir,
de Sí mismo: «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo —proclama el
apóstol Pablo— os habéis revestido de Cristo» (Ga 3, 27;
cf. Ef 4, 22-24; Col 3, 9-10). De ello
resulta que «nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en
Cristo» (Rm 12, 5).
Volvemos a encontrar en las palabras de Pablo el eco fiel de las enseñanzas
del mismo Jesús, que nos ha revelado la misteriosa unidad de sus
discípulos con Él y entre sí, presentándola como imagen y prolongación
de aquella arcana comunión que liga el Padre al Hijo y el Hijo al Padre en el
vínculo amoroso del Espíritu (cf. Jn 17, 21). Es la misma
unidad de la que habla Jesús con la imagen de la vid y de los sarmientos: «Yo
soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5); imagen que da luz
no sólo para comprender la profunda intimidad de los discípulos con Jesús, sino
también la comunión vital de los discípulos entre sí: todos son sarmientos de
la única Vid.
Templos vivos y santos del Espíritu
13. Con otra imagen —aquélla del edificio— el apóstol Pedro define a los
bautizados como «piedras vivas» cimentadas en Cristo, la «piedra angular», y
destinadas a la «construcción de un edificio espiritual» (1 P 2, 5
ss.). La imagen nos introduce en otro aspecto de la novedad bautismal, que el
Concilio Vaticano II presentaba de este modo: «Por la regeneración y la unción
del Espíritu Santo, los bautizados son consagrados como casa espiritual»[18].
El Espíritu Santo «unge» al bautizado, le imprime su sello indeleble
(cf. 2 Co 1, 21-22), y lo constituye en templo espiritual; es
decir, le llena de la santa presencia de Dios gracias a la unión y conformación
con Cristo.
Con esta «unción» espiritual, el cristiano puede, a su modo, repetir las
palabras de Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por lo cual me ha
ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a
los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, y a
proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61,
1-2). De esta manera, mediante la efusión bautismal y crismal, el bautizado
participa en la misma misión de Jesús el Cristo, el Mesías Salvador.
Partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo
14. Dirigiéndose a los bautizados como a «niños recién nacidos», el apóstol
Pedro escribe: «Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los hombres, pero
elegida y preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, sois
utilizados en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio
santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de
Jesucristo (...). Pero vosotros sois el linaje elegido, el sacerdocio real, la
nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido para que proclame los
prodigios de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (...)»
(1 P 2, 4-5. 9).
He aquí un nuevo aspecto de la gracia y de la dignidad bautismal: los
fieles laicos participan, según el modo que les es propio, en el triple oficio
—sacerdotal, profético y real— de Jesucristo. Es este un aspecto que nunca ha
sido olvidado por la tradición viva de la Iglesia, como se desprende, por ejemplo,
de la explicación que nos ofrece San Agustín del Salmo 26. Escribe así: «David
fue ungido rey. En aquel tiempo, se ungía sólo al rey y al sacerdote. En estas
dos personas se encontraba prefigurado el futuro único rey y sacerdote, Cristo
(y por esto "Cristo" viene de "crisma"). Pero no sólo ha
sido ungida nuestra Cabeza, sino que también hemos sido ungidos nosotros, su
Cuerpo (...). Por ello, la unción es propia de todos los cristianos; mientras
que en el tiempo del Antiguo Testamento pertenecía sólo a dos personas. Está
claro que somos el Cuerpo de Cristo, ya que todos hemos sido ungidos, y en Él
somos cristos y Cristo, porque en cierta manera la cabeza y el cuerpo forman el
Cristo en su integridad»[19].
Siguiendo el rumbo indicado por el Concilio Vaticano II[20],
ya desde el inicio de mi servicio pastoral, he querido exaltar la dignidad
sacerdotal, profética y real de todo el Pueblo de Dios diciendo: «Aquél que ha
nacido de la Virgen María, el Hijo del carpintero —como se lo consideraba—, el
Hijo de Dios vivo —como ha confesado Pedro— ha venido para hacer de todos
nosotros "un reino de sacerdotes". El Concilio Vaticano II nos ha
recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo
—Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey— continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo
de Dios es partícipe de esta triple misión»[21].
Con la presente Exhortación deseo invitar nuevamente a todos los fieles
laicos a releer, a meditar y a asimilar, con inteligencia y con amor, el rico y
fecundo magisterio del Concilio sobre su participación en el triple oficio de
Cristo[22].
He aquí entonces, sintéticamente, los elementos esenciales de estas enseñanzas.
Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal, por
el que Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la Cruz y se ofrece continuamente en
la celebración eucarística por la salvación de la humanidad para gloria del
Padre. Incorporados a Jesucristo, los bautizados están unidos a Él y a su
sacrificio en el ofrecimiento de sí mismos y de todas sus actividades
(cf. Rm 12, 1-2). Dice el Concilio hablando de los fieles
laicos: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida
conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal,
si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se
sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales aceptables
a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la celebración de
la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del
Cuerpo del Señor. De este modo también los laicos, como adoradores que en todo
lugar actúan santamente, consagran a Dios el mundo mismo»[23].
La participación en el oficio profético de Cristo, «que
proclamó el Reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la
palabra»[24],
habilita y compromete a los fieles laicos a acoger con fe el Evangelio y a
anunciarlo con la palabra y con las obras, sin vacilar en denunciar el mal con
valentía. Unidos a Cristo, el «gran Profeta» (Lc 7, 16), y
constituidos en el Espíritu «testigos» de Cristo Resucitado, los fieles laicos
son hechos partícipes tanto del sobrenatural sentido de fe de la Iglesia, que
«no puede equivocarse cuando cree»[25],
cuanto de la gracia de la palabra (cf. Hch 2, 17-18; Ap 19,
10). Son igualmente llamados a hacer que resplandezca la novedad y la fuerza
del Evangelio en su vida cotidiana, familiar y social, como a expresar, con
paciencia y valentía, en medio de las contradicciones de la época presente, su
esperanza en la gloria «también a través de las estructuras de la vida secular»[26].
Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos
participan en su oficio real y son llamados por Él para servir
al Reino de Dios y difundirlo en la historia. Viven la realeza cristiana, antes
que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del
pecado (cf. Rm 6, 12); y después en la propia entrega para
servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús presente en todos sus
hermanos, especialmente en los más pequeños (cf. Mt 25, 40).
Pero los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de nuevo
a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una actividad
sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del
hombre, participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo
Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto consigo mismo, al
Padre, de manera que Dios sea todo en todos (cf. Jn 12,
32; 1 Co 15, 28).
La participación de los fieles laicos en el triple oficio de Cristo
Sacerdote, Profeta y Rey tiene su raíz primera en la unción del Bautismo, su
desarrollo en la Confirmación, y su cumplimiento y dinámica sustentación en la
Eucaristía. Se trata de una participación donada a cada uno de
los fieles laicos individualmente; pero les es dada en cuanto que
forman parte del único Cuerpo del Señor. En efecto, Jesús
enriquece con sus dones a la misma Iglesia en cuanto que es su Cuerpo y su
Esposa. De este modo, cada fiel participa en el triple oficio de Cristo porque
es miembro de la Iglesia; tal como enseña claramente el apóstol Pedro,
el cual define a los bautizados como «el linaje elegido, el sacerdocio real, la
nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido» (1 P 2, 9).
Precisamente porque deriva de la comunión eclesial, la
participación de los fieles laicos en el triple oficio de Cristo exige ser
vivida y actuada en la comunión y para acrecentar
esta comunión. Escribía San Agustín: «Así como llamamos a todos cristianos en
virtud del místico crisma, así también llamamos a todos sacerdotes porque
son miembros del único sacerdote»[27].
Notas a pie de página:
[17] Conc. Ecum. Florentino, Dec. pro Armeniis, DS 1314.
[18] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.
[19] San Agustín, Enarr. in Ps., XXVI, II, 2: CCL 38,
154 s.
[20] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.
[21] Juan Pablo II, Homilía al inicio del ministerio de Supremo Pastor de la
Iglesia (22 Octubre 1978): AAS 70 (1978) 946.
[22] Cf. La presentación que se hace de este magisterio en el Instrumentum
laboris, "Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo
a los veinte años del Concilio Vaticano II", 25.
[23] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 34.
[24] Ibid., 35.
[25] Ibid., 12.
[26] Ibid., 35.
[27] San Agustín, De civitate Dei, XX, 10: CCL 48,
720.
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