CAPÍTULO I. YO SOY LA VID, VOSOTROS LOS SARMIENTOS (1)
La dignidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misterio
El misterio de la viña (8)
Quiénes son los fieles laicos (9)
El Bautismo y la novedad cristiana (10)
Hijos en el Hijo (11)
CAPÍTULO I
YO SOY LA VID, VOSOTROS LOS SARMIENTOS
La dignidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misterio
El misterio de la viña
8. La imagen de la viña se usa en la Biblia de muchas maneras y con
significados diversos; de modo particular, sirve para expresar el
misterio del Pueblo de Dios. Desde este punto de vista más interior,
los fieles laicos no son simplemente los obreros que trabajan en la viña, sino
que forman parte de la viña misma: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos» (Jn 15,
5), dice Jesús.
Ya en el Antiguo Testamento los profetas recurrieron a la imagen de la viña
para hablar del pueblo elegido. Israel es la viña de Dios, la obra del Señor,
la alegría de su corazón: «Yo te había plantado de la cepa selecta» (Jr 2,
21); «Tu madre era como una vid plantada a orillas de las aguas. Era lozana y
frondosa, por la abundancia de agua (...)» (Ez 19, 10);
«Una viña tenía mi amado en una fértil colina. La cavó y despedregó, y la
plantó de cepa exquisita (...)» (Is 5, 1-2).
Jesús retoma el símbolo de la viña y lo usa para revelar algunos aspectos
del Reino de Dios: «Un hombre plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó un
lagar, edificó una torre; la arrendó a unos viñadores y se marchó lejos» (Mc 12,
1; cf. Mt 21, 28ss.).
El evangelista Juan nos invita a calar en profundidad y nos lleva a descubrir el
misterio de la viña. Ella es el símbolo y la figura, no sólo del
Pueblo de Dios, sino de Jesús mismo. Él es la vid y nosotros,
sus discípulos, somos los sarmientos; Él es la «vid verdadera» a la que los
sarmientos están vitalmente unidos (cf. Jn 15, 1 ss.).
El Concilio Vaticano II, haciendo referencia a las diversas imágenes
bíblicas que iluminan el misterio de la Iglesia, vuelve a presentar la imagen
de la vid y de los sarmientos: «Cristo es la verdadera vid, que comunica vida y
fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en Él por
medio de la Iglesia, y sin Él nada podemos hacer (Jn 15, 1-5)»[12].
La Iglesia misma es, por tanto, la viña evangélica. Es misterio porque
el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el don
absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del agua y del
Espíritu (cf. Jn 3, 5), llamados a revivir la misma comunión de
Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión): «Aquel
día —dice Jesús— comprenderéis que Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo
en vosotros» (Jn 14, 20).
Sólo dentro de la Iglesia como misterio de comunión se revela la
«identidad» de los fieles laicos, su original dignidad. Y sólo dentro
de esta dignidad se pueden definir su vocación y misión en la Iglesia y en el
mundo.
Quiénes son los fieles laicos
9. Los Padres sinodales han señalado con justa razón la necesidad de
individuar y de proponer una descripción positiva de la
vocación y de la misión de los fieles laicos, profundizando en el estudio de la
doctrina del Concilio Vaticano II, a la luz de los recientes documentos del
Magisterio y de la experiencia de la vida misma de la Iglesia guiada por el
Espíritu Santo[13].
Al dar una respuesta al interrogante «quiénes son los fieles laicos», el Concilio, superando interpretaciones precedentes y prevalentemente negativas, se abrió a una visión decididamente positiva, y ha manifestado su intención fundamental al afirmar la plena pertenencia de los fieles laicos a la Iglesia y a su misterio, y el carácter peculiar de su vocación, que tiene en modo especial la finalidad de «buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios»[14].
«Con el nombre de laicos —así los describe la Constitución Lumen gentium— se designan aquí todos los fieles cristianos a
excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso
sancionado por la Iglesia; es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a
Cristo por el Bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes a su
modo del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y
en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les
corresponde»[15].
Ya Pío XII decía: «Los fieles, y más precisamente los laicos, se encuentran
en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el
principio vital de la sociedad humana. Por tanto ellos, ellos especialmente,
deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la
Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles
sobre la tierra bajo la guía del Jefe común, el Papa, y de los Obispos en
comunión con él. Ellos son la Iglesia (...)»[16].
Según la imagen bíblica de la viña, los fieles laicos —al igual que todos
los miembros de la Iglesia— son sarmientos radicados en Cristo, la verdadera
vid, convertidos por Él en una realidad viva y vivificante.
Es la inserción en Cristo por medio de la fe y de los sacramentos de la
iniciación cristiana, la raíz primera que origina la nueva condición del
cristiano en el misterio de la Iglesia, la que constituye su más profunda
«fisonomía», la que está en la base de todas las vocaciones y del dinamismo de
la vida cristiana de los fieles laicos. En Cristo Jesús, muerto y resucitado,
el bautizado llega a ser una «nueva creación» (Ga 6, 15; 2
Co 5, 17), una creación purificada del pecado y vivificada por la
gracia.
De este modo, sólo captando la misteriosa riqueza que Dios dona al
cristiano en el santo Bautismo es posible delinear la «figura» del fiel laico.
El Bautismo y la novedad cristiana
10. No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene como
objetivo el llevarlo a conocer la radical novedad cristiana que deriva del
Bautismo, sacramento de la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos
bautismales según la vocación que ha recibido de Dios. Para describir la
«figura» del fiel laico consideraremos ahora de modo directo y explícito —entre
otros— estos tres aspectos fundamentales: el Bautismo nos regenera a la
vida de los hijos de Dios; nos une a Jesucristo y a su Cuerpo que es la
Iglesia; nos unge en el Espíritu Santo constituyéndonos en templos espirituales.
Hijos en el Hijo
11. Recordamos las palabras de Jesús a Nicodemo: «En verdad, en verdad te
digo, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de
Dios» (Jn 3, 5). El santo Bautismo es, por tanto, un nuevo
nacimiento, es una regeneración.
Pensando precisamente en este aspecto del don bautismal, el apóstol Pedro
irrumpe en este canto: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo, quien, por su gran misericordia nos ha regenerado, mediante la Resurrección
de Jesucristo de entre los muertos, para una esperanza viva, para una herencia
que no se corrompe, no se mancha y no se marchita» (1 P 1, 3-4). Y
designa a los cristianos como aquellos que «no han sido reengendrados de un
germen corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y
permanente» (1 P 1, 23).
Por el santo Bautismo somos hechos hijos de Dios en su Unigénito
Hijo, Cristo Jesús. Al salir de las aguas de la sagrada fuente, cada
cristiano vuelve a escuchar la voz que un día fue oída a orillas del río
Jordán: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Lc 3, 22); y
entiende que ha sido asociado al Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo
(cf. Ga 4, 4-7) y hermano de Cristo. Se cumple así en la
historia de cada uno el eterno designio del Padre: «a los que de antemano
conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él
fuera el primogénito entre muchos hermanos» (cf. Rm 8; 29).
El Espíritu Santo es quien constituye a los bautizados en
hijos de Dios y, al mismo tiempo, en miembros del Cuerpo de Cristo. Lo recuerda
Pablo a los cristianos de Corinto: «En un solo Espíritu hemos sido todos
bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1 Co 12, 13); de
modo tal que el apóstol puede decir a los fieles laicos: «Ahora bien, vosotros
sois el Cuerpo de Cristo y sus miembros, cada uno por su parte» (1 Co 12,
27); «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones
el Espíritu de su Hijo» (Ga 4, 6; cf. Rm 8,
15-16).
Notas a pie de página:
[12] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 6.
[13] Cf. Propositio 3.
[14] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 31.
[15] Ibid.
[16] Pío XII, Discurso a los nuevos Cardenales (20 Febrero 1946): AAS 38
(1946) 149.