274. La familia es la
primera escuela de los valores humanos, en la que se aprende el buen uso de la
libertad. Hay inclinaciones desarrolladas en la niñez, que impregnan la
intimidad de una persona y permanecen toda la vida como una emotividad
favorable hacia un valor o como un rechazo espontáneo de determinados
comportamientos.
Muchas personas actúan toda la vida de una determinada manera
porque consideran valioso ese modo de actuar que se incorporó en ellos desde la
infancia, como por ósmosis: «A mí me enseñaron así»; «eso es lo que me
inculcaron».
En el ámbito familiar también se puede aprender a discernir de
manera crítica los mensajes de los diversos medios de comunicación.
Lamentablemente, muchas veces algunos programas televisivos o ciertas formas de
publicidad inciden negativamente y debilitan valores recibidos en la vida
familiar.
275. En este tiempo, en
el que reinan la ansiedad y la prisa tecnológica, una tarea importantísima de
las familias es educar para la capacidad de esperar. No se trata de prohibir a
los chicos que jueguen con los dispositivos electrónicos, sino de encontrar la
forma de generar en ellos la capacidad de diferenciar las diversas lógicas y de
no aplicar la velocidad digital a todos los ámbitos de la vida. La postergación
no es negar el deseo sino diferir su satisfacción.
Cuando los niños o los
adolescentes no son educados para aceptar que algunas cosas deben esperar, se
convierten en atropelladores, que someten todo a la satisfacción de sus
necesidades inmediatas y crecen con el vicio del «quiero y tengo». Este es un
gran engaño que no favorece la libertad, sino que la enferma.
En cambio, cuando
se educa para aprender a posponer algunas cosas y para esperar el momento
adecuado, se enseña lo que es ser dueño de sí mismo, autónomo ante sus propios
impulsos. Así, cuando el niño experimenta que puede hacerse cargo de sí mismo,
se enriquece su autoestima. A su vez, esto le enseña a respetar la libertad de
los demás.
Por supuesto que esto no implica exigirles a los niños que actúen
como adultos, pero tampoco cabe menospreciar su capacidad de crecer en la
maduración de una libertad responsable. En una familia sana, este aprendizaje
se produce de manera ordinaria por las exigencias de la convivencia.
276. La familia es el
ámbito de la socialización primaria, porque es el primer lugar donde se aprende
a colocarse frente al otro, a escuchar, a compartir, a soportar, a respetar, a
ayudar, a convivir. La tarea educativa tiene que despertar el sentimiento del
mundo y de la sociedad como hogar, es una educación para saber «habitar», más
allá de los límites de la propia casa.
En el contexto familiar se enseña a
recuperar la vecindad, el cuidado, el saludo. Allí se rompe el primer cerco del
mortal egoísmo para reconocer que vivimos junto a otros, con otros, que son
dignos de nuestra atención, de nuestra amabilidad, de nuestro afecto. No hay
lazo social sin esta primera dimensión cotidiana, casi microscópica: el estar
juntos en la vecindad, cruzándonos en distintos momentos del día,
preocupándonos por lo que a todos nos afecta, socorriéndonos mutuamente en las
pequeñas cosas cotidianas. La familia tiene que inventar todos los días nuevas
formas de promover el reconocimiento mutuo.
277. En el hogar también
se pueden replantear los hábitos de consumo para cuidar juntos la casa común:
«La familia es el sujeto protagonista de una ecología integral, porque es el
sujeto social primario, que contiene en su seno los dos principios-base de la
civilización humana sobre la tierra: el principio de comunión y el principio de
fecundidad»[294].
Igualmente, los momentos difíciles y duros de la vida familiar pueden ser muy
educativos. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando llega una enfermedad, porque
«ante la enfermedad, incluso en la familia surgen dificultades, a causa de la
debilidad humana. Pero, en general, el tiempo de la enfermedad hace crecer la
fuerza de los vínculos familiares [...]
Una educación que deja de lado la
sensibilidad por la enfermedad humana, aridece el corazón; y hace que los
jóvenes estén “anestesiados” respecto al sufrimiento de los demás, incapaces de
confrontarse con el sufrimiento y vivir la experiencia del límite»[295].
278. El encuentro
educativo entre padres e hijos puede ser facilitado o perjudicado por las
tecnologías de la comunicación y la distracción, cada vez más sofisticadas.
Cuando son bien utilizadas pueden ser útiles para conectar a los miembros de la
familia a pesar de la distancia. Los contactos pueden ser frecuentes y ayudar a
resolver dificultades[296].
Pero debe quedar claro que no sustituyen ni reemplazan la necesidad del diálogo
más personal y profundo que requiere del contacto físico, o al menos de la voz
de la otra persona.
Sabemos que a veces estos recursos alejan en lugar de
acercar, como cuando en la hora de la comida cada uno está concentrado en su
teléfono móvil, o como cuando uno de los cónyuges se queda dormido esperando al
otro, que pasa horas entretenido con algún dispositivo electrónico. En la
familia, también esto debe ser motivo de diálogo y de acuerdos, que permitan
dar prioridad al encuentro de sus miembros sin caer en prohibiciones
irracionales.
De cualquier modo, no se pueden ignorar los riesgos de las nuevas
formas de comunicación para los niños y adolescentes, que a veces los
convierten en abúlicos, desconectados del mundo real. Este «autismo
tecnológico» los expone más fácilmente a los manejos de quienes buscan entrar
en su intimidad con intereses egoístas.
279. Tampoco es bueno
que los padres se conviertan en seres omnipotentes para sus hijos, que sólo
puedan confiar en ellos, porque así impiden un adecuado proceso de socialización
y de maduración afectiva. Para hacer efectiva esa prolongación de la paternidad
en una realidad más amplia, «las comunidades cristianas están llamadas a
ofrecer su apoyo a la misión educativa de las familias»[297],de
manera particular a través de la catequesis de iniciación. Para favorecer una
educación integral necesitamos «reavivar la alianza entre la familia y la
comunidad cristiana»[298].
El Sínodo ha querido resaltar la importancia de la escuela católica, que
«desarrolla una función vital de ayuda a los padres en su deber de educar a los
hijos [...] Las escuelas católicas deberían ser alentadas en su misión de
ayudar a los alumnos a crecer como adultos maduros que pueden ver el mundo a
través de la mirada de amor de Jesús y comprender la vida como una llamada a
servir a Dios»[299].
Para ello «hay que afirmar decididamente la libertad de la Iglesia de enseñar
la propia doctrina y el derecho a la objeción de conciencia por parte de los
educadores»[300].
280. El Concilio
Vaticano II planteaba la necesidad de «una positiva y prudente educación
sexual» que llegue a los niños y adolescentes «conforme avanza su edad» y
«teniendo en cuenta el progreso de la psicología, la pedagogía y la didáctica»[301].
Deberíamos preguntarnos si nuestras instituciones educativas han asumido este
desafío.
Es difícil pensar la educación sexual en una época en que la
sexualidad tiende a banalizarse y a empobrecerse. Sólo podría entenderse en el
marco de una educación para el amor, para la donación mutua. De esa manera, el
lenguaje de la sexualidad no se ve tristemente empobrecido, sino iluminado. El
impulso sexual puede ser cultivado en un camino de autoconocimiento y en el
desarrollo de una capacidad de autodominio, que pueden ayudar a sacar a la luz
capacidades preciosas de gozo y de encuentro amoroso.
281. La educación sexual
brinda información, pero sin olvidar que los niños y los jóvenes no han
alcanzado una madurez plena. La información debe llegar en el momento apropiado
y de una manera adecuada a la etapa que viven. No sirve saturarlos de datos sin
el desarrollo de un sentido crítico ante una invasión de propuestas, ante la
pornografía descontrolada y la sobrecarga de estímulos que pueden mutilar la
sexualidad.
Los jóvenes deben poder advertir que están bombardeados por
mensajes que no buscan su bien y su maduración. Hace falta ayudarles a
reconocer y a buscar las influencias positivas, al mismo tiempo que toman
distancia de todo lo que desfigura su capacidad de amar. Igualmente, debemos
aceptar que «la necesidad de un lenguaje nuevo y más adecuado se presenta
especialmente en el tiempo de presentar a los niños y adolescentes el tema de
la sexualidad»[302].
282. Una educación
sexual que cuide un sano pudor tiene un valor inmenso, aunque hoy algunos
consideren que es una cuestión de otras épocas. Es una defensa natural de la
persona que resguarda su interioridad y evita ser convertida en un puro objeto.
Sin el pudor, podemos reducir el afecto y la sexualidad a obsesiones que nos
concentran sólo en la genitalidad, en morbosidades que desfiguran nuestra
capacidad de amar y en diversas formas de violencia sexual que nos llevan a ser
tratados de modo inhumano o a dañar a otros.
283. Con frecuencia la
educación sexual se concentra en la invitación a «cuidarse», procurando un «sexo
seguro». Esta expresión transmite una actitud negativa hacia la finalidad
procreativa natural de la sexualidad, como si un posible hijo fuera un enemigo
del cual hay que protegerse. Así se promueve la agresividad narcisista en lugar
de la acogida.
Es irresponsable toda invitación a los adolescentes a que
jueguen con sus cuerpos y deseos, como si tuvieran la madurez, los valores, el
compromiso mutuo y los objetivos propios del matrimonio. De ese modo se los
alienta alegremente a utilizar a otra persona como objeto de búsquedas
compensatorias de carencias o de grandes límites.
Es importante más bien
enseñarles un camino en torno a las diversas expresiones del amor, al cuidado
mutuo, a la ternura respetuosa, a la comunicación rica de sentido. Porque todo
eso prepara para un don de sí íntegro y generoso que se expresará, luego de un
compromiso público, en la entrega de los cuerpos. La unión sexual en el
matrimonio aparecerá así como signo de un compromiso totalizante, enriquecido
por todo el camino previo.
284. No hay que engañar
a los jóvenes llevándoles a confundir los planos: la atracción «crea, por un
momento, la ilusión de la “unión”, pero, sin amor, tal unión deja a los
desconocidos tan separados como antes»[303].
El lenguaje del cuerpo requiere el paciente aprendizaje que permite interpretar
y educar los propios deseos para entregarse de verdad.
Cuando se pretende
entregar todo de golpe es posible que no se entregue nada. Una cosa es
comprender las fragilidades de la edad o sus confusiones, y otra es alentar a
los adolescentes a prolongar la inmadurez de su forma de amar. Pero ¿quién
habla hoy de estas cosas? ¿Quién es capaz de tomarse en serio a los jóvenes?
¿Quién les ayuda a prepararse en serio para un amor grande y generoso? Se toma
demasiado a la ligera la educación sexual.
285. La educación sexual
debería incluir también el respeto y la valoración de la diferencia, que
muestra a cada uno la posibilidad de superar el encierro en los propios límites
para abrirse a la aceptación del otro. Más allá de las comprensibles
dificultades que cada uno pueda vivir, hay que ayudar a aceptar el propio
cuerpo tal como ha sido creado, porque «una lógica de dominio sobre el propio
cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación
[...]
También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad
es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente. De
este modo es posible aceptar gozosamente el don específico del otro o de la
otra, obra del Dios creador, y enriquecerse recíprocamente»[304].
Sólo perdiéndole el miedo a la diferencia, uno puede terminar de liberarse de
la inmanencia del propio ser y del embeleso por sí mismo. La educación sexual
debe ayudar a aceptar el propio cuerpo, de manera que la persona no pretenda
«cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma»[305].
286. Tampoco se puede
ignorar que en la configuración del propio modo de ser, femenino o masculino,
no confluyen sólo factores biológicos o genéticos, sino múltiples elementos que
tienen que ver con el temperamento, la historia familiar, la cultura, las
experiencias vividas, la formación recibida, las influencias de amigos,
familiares y personas admiradas, y otras circunstancias concretas que exigen un
esfuerzo de adaptación.
Es verdad que no podemos separar lo que es masculino y
femenino de la obra creada por Dios, que es anterior a todas nuestras
decisiones y experiencias, donde hay elementos biológicos que es imposible
ignorar. Pero también es verdad que lo masculino y lo femenino no son algo
rígido. Por eso es posible, por ejemplo, que el modo de ser masculino del
esposo pueda adaptarse de manera flexible a la situación laboral de la esposa.
Asumir tareas domésticas o algunos aspectos de la crianza de los hijos no lo
vuelven menos masculino ni significan un fracaso, una claudicación o una
vergüenza.
Hay que ayudar a los niños a aceptar con normalidad estos sanos
«intercambios», que no quitan dignidad alguna a la figura paterna. La rigidez
se convierte en una sobreactuación de lo masculino o femenino, y no educa a los
niños y jóvenes para la reciprocidad encarnada en las condiciones reales del
matrimonio. Esa rigidez, a su vez, puede impedir el desarrollo de las
capacidades de cada uno, hasta el punto de llevar a considerar como poco
masculino dedicarse al arte o a la danza y poco femenino desarrollar alguna
tarea de conducción. Esto gracias a Dios ha cambiado, pero en algunos lugares
ciertas concepciones inadecuadas siguen condicionando la legítima libertad y
mutilando el auténtico desarrollo de la identidad concreta de los hijos o de
sus potencialidades.
287. La educación de los
hijos debe estar marcada por un camino de transmisión de la fe, que se
dificulta por el estilo de vida actual, por los horarios de trabajo, por la
complejidad del mundo de hoy donde muchos llevan un ritmo frenético para poder
sobrevivir[306].
Sin embargo, el hogar debe seguir siendo el lugar donde se enseñe a percibir
las razones y la hermosura de la fe, a rezar y a servir al prójimo.
Esto
comienza en el bautismo, donde, como decía san Agustín, las madres que llevan a
sus hijos «cooperan con el parto santo»[307].
Después comienza el camino del crecimiento de esa vida nueva. La fe es don de
Dios, recibido en el bautismo, y no es el resultado de una acción humana, pero
los padres son instrumentos de Dios para su maduración y desarrollo. Entonces
«es hermoso cuando las mamás enseñan a los hijos pequeños a mandar un beso a
Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta ternura hay en ello! En ese momento el corazón de
los niños se convierte en espacio de oración»[308].
La transmisión de la fe supone que los padres vivan la experiencia real de
confiar en Dios, de buscarlo, de necesitarlo, porque sólo de ese modo «una
generación pondera tus obras a la otra, y le cuenta tus hazañas» (Sal 144,4)
y «el padre enseña a sus hijos tu fidelidad» (Is38,19). Esto requiere
que imploremos la acción de Dios en los corazones, allí donde no podemos
llegar. El grano de mostaza, tan pequeña semilla, se convierte en un gran
arbusto (cf. Mt 13,31-32), y así reconocemos la desproporción
entre la acción y su efecto. Entonces sabemos que no somos dueños del don sino
sus administradores cuidadosos.
Pero nuestro empeño creativo es una ofrenda que
nos permite colaborar con la iniciativa de Dios. Por ello, «han de ser
valorados los cónyuges, madres y padres, como sujetos activos de la catequesis
[...] Es de gran ayuda la catequesis familiar, como método eficaz para formar a
los jóvenes padres de familia y hacer que tomen conciencia de su misión de evangelizadores
de su propia familia»[309].
288. La educación en la
fe sabe adaptarse a cada hijo, porque los recursos aprendidos o las recetas a
veces no funcionan. Los niños necesitan símbolos, gestos, narraciones. Los
adolescentes suelen entrar en crisis con la autoridad y con las normas, por lo
cual conviene estimular sus propias experiencias de fe y ofrecerles testimonios
luminosos que se impongan por su sola belleza. Los padres que quieren acompañar
la fe de sus hijos están atentos a sus cambios, porque saben que la experiencia
espiritual no se impone sino que se propone a su libertad.
Es fundamental que
los hijos vean de una manera concreta que para sus padres la oración es
realmente importante. Por eso los momentos de oración en familia y las
expresiones de la piedad popular pueden tener mayor fuerza evangelizadora que
todas las catequesis y que todos los discursos. Quiero expresar especialmente
mi gratitud a todas las madres que oran incesantemente, como lo hacía Santa
Mónica, por los hijos que se han alejado de Cristo.
289. El ejercicio de
transmitir a los hijos la fe, en el sentido de facilitar su expresión y
crecimiento, ayuda a que la familia se vuelva evangelizadora, y espontáneamente
empiece a transmitirla a todos los que se acercan a ella y aun fuera del propio
ámbito familiar. Los hijos que crecen en familias misioneras a menudo se vuelven
misioneros, si los padres saben vivir esta tarea de tal modo que los demás les
sientan cercanos y amigables, de manera que los hijos crezcan en ese modo de
relacionarse con el mundo, sin renunciar a su fe y a sus convicciones.
Recordemos que el mismo Jesús comía y bebía con los pecadores (cf. Mc 2,16; Mt 11,19),
podía detenerse a conversar con la samaritana (cf. Jn 4,7-26),
y recibir de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-21), se dejaba ungir
sus pies por una mujer prostituta (cf. Lc 7,36-50), y se
detenía a tocar a los enfermos (cf. Mc 1,40-45; 7,33). Lo
mismo hacían sus apóstoles, que no despreciaban a los demás, no estaban
recluidos en pequeños grupos de selectos, aislados de la vida de su gente.
Mientras las autoridades los acosaban, ellos gozaban de la simpatía «de todo el
pueblo» (Hch 2,47; cf. 4,21.33; 5,13).
290. «La familia se
convierte en sujeto de la acción pastoral mediante el anuncio explícito del
Evangelio y el legado de múltiples formas de testimonio, entre las cuales: la
solidaridad con los pobres, la apertura a la diversidad de las personas, la
custodia de la creación, la solidaridad moral y material hacia las otras
familias, sobre todo hacia las más necesitadas, el compromiso con la promoción
del bien común, incluso mediante la transformación de las estructuras sociales
injustas, a partir del territorio en el cual la familia vive, practicando las
obras de misericordia corporal y espiritual»[310].
Esto debe situarse en el marco de la convicción más preciosa de los cristianos:
el amor del Padre que nos sostiene y nos promueve, manifestado en la entrega
total de Jesucristo, vivo entre nosotros, que nos hace capaces de afrontar
juntos todas las tormentas y todas las etapas de la vida. También en el corazón
de cada familia hay que hacer resonar el kerygma, a tiempo y a
destiempo, para que ilumine el camino.
Todos deberíamos ser capaces de decir, a
partir de lo vivido en nuestras familias: «Hemos conocido el amor que Dios nos
tiene» (1 Jn 4,16). Sólo a partir de esta experiencia, la pastoral
familiar podrá lograr que las familias sean a la vez iglesias domésticas y
fermento evangelizador en la sociedad.
Notas a pie de página:
[294] Catequesis (30 septiembre
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 2
de octubre de 2015, p. 2.
[295] Catequesis (10 junio
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
12 de junio de 2015, p. 16.
[297] Catequesis (20 mayo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[298] Catequesis (9 septiembre
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
11 de septiembre de 2015, p. 14.
[301] Conc. Ecum.
Vat. II, Declaración Gravissimum
educationis, sobre la educación cristiana de la juventud, 1.
[305] Catequesis (15 abril
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 17 de
abril de 2015, p. 2.
[308] Catequesis (26 agosto
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española, 28 de agosto de 2015, p. 12.
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