FORTALECER LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
259. Los padres siempre
inciden en el desarrollo moral de sus hijos, para bien o para mal. Por
consiguiente, lo más adecuado es que acepten esta función inevitable y la
realicen de un modo consciente, entusiasta, razonable y apropiado. Ya que esta
función educativa de las familias es tan importante y se ha vuelto muy
compleja, quiero detenerme especialmente en este punto.
260. La familia no puede
renunciar a ser lugar de sostén, de acompañamiento, de guía, aunque deba
reinventar sus métodos y encontrar nuevos recursos. Necesita plantearse a qué
quiere exponer a sus hijos.
Para ello, no se debe dejar de preguntarse quiénes
se ocupan de darles diversión y entretenimiento, quiénes entran en sus
habitaciones a través de las pantallas, a quiénes los entregan para que los
guíen en su tiempo libre. Sólo los momentos que pasamos con ellos, hablando con
sencillez y cariño de las cosas importantes, y las posibilidades sanas que
creamos para que ellos ocupen su tiempo, permitirán evitar una nociva invasión.
Siempre hace falta una vigilancia. El abandono nunca es sano. Los padres deben
orientar y prevenir a los niños y adolescentes para que sepan enfrentar
situaciones donde pueda haber riesgos, por ejemplo, de agresiones, de abuso o
de drogadicción.
261. Pero la obsesión no
es educativa, y no se puede tener un control de todas las situaciones por las
que podría llegar a pasar un hijo. Aquí vale el principio de que «el tiempo es
superior al espacio»[291]. Es decir, se trata de generar procesos más que de dominar espacios.
Si un padre
está obsesionado por saber dónde está su hijo y por controlar todos sus
movimientos, sólo buscará dominar su espacio. De ese modo no lo educará, no lo
fortalecerá, no lo preparará para enfrentar los desafíos. Lo que interesa sobre
todo es generar en el hijo, con mucho amor, procesos de maduración de su
libertad, de capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la auténtica
autonomía. Sólo así ese hijo tendrá en sí mismo los elementos que necesita para
saber defenderse y para actuar con inteligencia y astucia en circunstancias
difíciles.
Entonces la gran cuestión no es dónde está el hijo físicamente, con
quién está en este momento, sino dónde está en un sentido existencial, dónde
está posicionado desde el punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos,
de sus deseos, de su proyecto de vida. Por eso, las preguntas que hago a los
padres son: «¿Intentamos comprender “dónde” están los hijos realmente en su
camino? ¿Dónde está realmente su alma, lo sabemos? Y, sobre todo, ¿queremos
saberlo?»[292].
262. Si la madurez fuera
sólo el desarrollo de algo ya contenido en el código genético, no habría mucho
que hacer. La prudencia, el buen juicio y la sensatez no dependen de factores
meramente cuantitativos de crecimiento, sino de toda una cadena de elementos
que se sintetizan en el interior de la persona; para ser más exactos, en el
centro de su libertad. Es inevitable que cada hijo nos sorprenda con los
proyectos que broten de esa libertad, que nos rompa los esquemas, y es bueno
que eso suceda.
La educación entraña la tarea de promover libertades
responsables, que opten en las encrucijadas con sentido e inteligencia;
personas que comprendan sin recortes que su vida y la de su comunidad está en
sus manos y que esa libertad es un don inmenso.
263. Aunque los padres
necesitan de la escuela para asegurar una instrucción básica de sus hijos,
nunca pueden delegar completamente su formación moral. El desarrollo afectivo y
ético de una persona requiere de una experiencia fundamental: creer que los
propios padres son dignos de confianza.
Esto constituye una responsabilidad
educativa: generar confianza en los hijos con el afecto y el testimonio,
inspirar en ellos un amoroso respeto. Cuando un hijo ya no siente que es
valioso para sus padres, aunque sea imperfecto, o no percibe que ellos tienen
una preocupación sincera por él, eso crea heridas profundas que originan muchas
dificultades en su maduración. Esa ausencia, ese abandono afectivo, provoca un
dolor más íntimo que una eventual corrección que reciba por una mala acción.
264. La tarea de los
padres incluye una educación de la voluntad y un desarrollo de hábitos buenos e
inclinaciones afectivas a favor del bien. Esto implica que se presenten como
deseables comportamientos a aprender e inclinaciones a desarrollar. Pero
siempre se trata de un proceso que va de lo imperfecto a lo más pleno.
El deseo
de adaptarse a la sociedad, o el hábito de renunciar a una satisfacción
inmediata para adaptarse a una norma y asegurarse una buena convivencia, es ya
en sí mismo un valor inicial que crea disposiciones para trascender luego hacia
valores más altos.
La formación moral debería realizarse siempre con métodos
activos y con un diálogo educativo que incorpore la sensibilidad y el lenguaje
propio de los hijos. Además, esta formación debe realizarse de modo inductivo,
de tal manera que el hijo pueda llegar a descubrir por sí mismo la importancia
de determinados valores, principios y normas, en lugar de imponérselos como
verdades irrefutables.
265. Para obrar bien no
basta «juzgar adecuadamente» o saber con claridad qué se debe hacer —aunque
esto sea prioritario—. Muchas veces somos incoherentes con nuestras propias
convicciones, aun cuando sean sólidas.
Por más que la conciencia nos dicte
determinado juicio moral, en ocasiones tienen más poder otras cosas que nos
atraen, si no hemos logrado que el bien captado por la mente se arraigue en
nosotros como profunda inclinación afectiva, como un gusto por el bien que pese
más que otros atractivos, y que nos lleve a percibir que eso que captamos como
bueno lo es también «para nosotros» aquí y ahora.
Una formación ética eficaz
implica mostrarle a la persona hasta qué punto le conviene a ella misma obrar
bien. Hoy suele ser ineficaz pedir algo que exige esfuerzo y renuncias, sin
mostrar claramente el bien que se puede alcanzar con eso.
266. Es necesario
desarrollar hábitos. También las costumbres adquiridas desde niños tienen una
función positiva, ayudando a que los grandes valores interiorizados se
traduzcan en comportamientos externos sanos y estables.
Alguien
puede tener sentimientos sociables y una buena disposición hacia los demás,
pero si durante mucho tiempo no se ha habituado por la insistencia de los
mayores a decir «por favor», «permiso», «gracias», su buena disposición
interior no se traducirá fácilmente en estas expresiones. El fortalecimiento de
la voluntad y la repetición de determinadas acciones construyen la conducta
moral, y sin la repetición consciente, libre y valorada de determinados
comportamientos buenos no se termina de educar dicha conducta. Las
motivaciones, o el atractivo que sentimos hacia determinado valor, no se
convierten en una virtud sin esos actos adecuadamente motivados.
267. La libertad es algo
grandioso, pero podemos echarla a perder. La educación moral es un cultivo de
la libertad a través de propuestas, motivaciones, aplicaciones prácticas,
estímulos, premios, ejemplos, modelos, símbolos, reflexiones, exhortaciones,
revisiones del modo de actuar y diálogos que ayuden a las personas a
desarrollar esos principios interiores estables que mueven a obrar
espontáneamente el bien.
La virtud es una convicción que se ha trasformado en
un principio interno y estable del obrar. La vida virtuosa, por lo tanto,
construye la libertad, la fortalece y la educa, evitando que la persona se
vuelva esclava de inclinaciones compulsivas deshumanizantes y antisociales.
Porque la misma dignidad humana exige que cada uno «actúe según una elección
consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro»[293].
268. Asimismo, es
indispensable sensibilizar al niño o al adolescente para que advierta que las
malas acciones tienen consecuencias. Hay que despertar la capacidad de ponerse
en el lugar del otro y de dolerse por su sufrimiento cuando se le ha hecho
daño. Algunas sanciones —a las conductas antisociales agresivas— pueden cumplir
en parte esta finalidad.
Es importante orientar al niño con firmeza a que pida
perdón y repare el daño realizado a los demás. Cuando el camino educativo
muestra sus frutos en una maduración de la libertad personal, el propio hijo en
algún momento comenzará a reconocer con gratitud que ha sido bueno para él
crecer en una familia e incluso sufrir las exigencias que plantea todo proceso
formativo.
269. La corrección es un
estímulo cuando también se valoran y se reconocen los esfuerzos y cuando el
hijo descubre que sus padres mantienen viva una paciente confianza. Un niño
corregido con amor se siente tenido en cuenta, percibe que es alguien, advierte
que sus padres reconocen sus posibilidades. Esto no requiere que los padres
sean inmaculados, sino que sepan reconocer con humildad sus límites y muestren
sus propios esfuerzos para ser mejores. Pero uno de los testimonios que los
hijos necesitan de los padres es que no se dejen llevar por la ira.
El hijo que
comete una mala acción debe ser corregido, pero nunca como un enemigo o como
aquel con quien se descarga la propia agresividad. Además, un adulto debe
reconocer que algunas malas acciones tienen que ver con la fragilidad y los
límites propios de la edad. Por eso sería nociva una actitud constantemente
sancionatoria, que no ayudaría a advertir la diferente gravedad de las acciones
y provocaría desánimo e irritación: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos» (Ef 6,4;
cf. Col 3,21).
270. Lo fundamental es
que la disciplina no se convierta en una mutilación del deseo, sino en un
estímulo para ir siempre más allá. ¿Cómo integrar disciplina con inquietud
interior? ¿Cómo hacer para que la disciplina sea límite constructivo del camino
que tiene que emprender un niño y no un muro que lo anule o una dimensión de la
educación que lo acompleje? Hay que saber encontrar un equilibrio entre dos
extremos igualmente nocivos: uno sería pretender construir un mundo a medida de
los deseos del hijo, que crece sintiéndose sujeto de derechos pero no de
responsabilidades. El otro extremo sería llevarlo a vivir sin conciencia de su
dignidad, de su identidad única y de sus derechos, torturado por los deberes y
pendiente de realizar los deseos ajenos.
271. La educación moral
implica pedir a un niño o a un joven sólo aquellas cosas que no le signifiquen
un sacrificio desproporcionado, reclamarle sólo una cuota de esfuerzo que no
provoque resentimiento o acciones puramente forzadas. El camino ordinario es
proponer pequeños pasos que puedan ser comprendidos, aceptados y valorados, e
impliquen una renuncia proporcionada. De otro modo, por pedir demasiado, no
logramos nada. La persona, apenas pueda librarse de la autoridad, posiblemente
dejará de obrar bien.
272. La formación ética
despierta a veces desprecio debido a experiencias de abandono, de desilusión,
de carencia afectiva, o por una mala imagen de los padres. Se proyectan sobre
los valores éticos las imágenes torcidas de la figura del padre y de la madre,
o las debilidades de los adultos. Por eso, hay que ayudar a los adolescentes a
practicar la analogía: los valores están realizados especialmente en algunas
personas muy ejemplares, pero también se realizan imperfectamente y en diversos
grados.
A la vez, puesto que las resistencias de los jóvenes están muy ligadas
a malas experiencias, es necesario ayudarles a hacer un camino de curación de
ese mundo interior herido, de manera que puedan dar un paso para comprender y
reconciliarse con los seres humanos y con la sociedad.
273. Cuando se proponen
valores, hay que ir a poco, avanzar de diversas maneras de acuerdo con la edad
y con las posibilidades concretas de las personas, sin pretender aplicar
metodologías rígidas e inmutables. Los aportes valiosos de la psicología y de
las ciencias de la educación muestran la necesidad de un proceso gradual en la
consecución de cambios de comportamiento, pero también la libertad requiere
cauces y estímulos, porque abandonarla a sí misma no garantiza la maduración.
La libertad concreta, real, es limitada y condicionada. No es una pura
capacidad de elegir el bien con total espontaneidad. No siempre se distingue
adecuadamente entre acto «voluntario» y acto «libre». Alguien puede querer algo
malo con una gran fuerza de voluntad, pero a causa de una pasión irresistible o
de una mala educación. En ese caso, su decisión es muy voluntaria, no
contradice la inclinación de su querer, pero no es libre, porque se le ha
vuelto casi imposible no optar por ese mal.
Es lo que sucede con un adicto
compulsivo a la droga. Cuando la quiere lo hace con todas sus ganas, pero está
tan condicionado que por el momento no es capaz de tomar otra decisión. Por lo
tanto, su decisión es voluntaria, pero no es libre. No tiene sentido «dejar que
elija con libertad», ya que de hecho no puede elegir, y exponerlo a la droga
sólo aumenta la dependencia. Necesita la ayuda de los demás y un camino
educativo.
Notas a pie de página:
[292] Catequesis (20 mayo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
No hay comentarios:
Publicar un comentario