126. En el matrimonio
conviene cuidar la alegría del amor. Cuando la búsqueda del placer es obsesiva,
nos encierra en una sola cosa y nos incapacita para encontrar otro tipo de
satisfacciones. La alegría, en cambio, amplía la capacidad de gozar y nos
permite encontrar gusto en realidades variadas, aun en las etapas de la vida
donde el placer se apaga. Por eso decía santo Tomás que se usa la palabra
«alegría» para referirse a la dilatación de la amplitud del corazón[127].
La alegría matrimonial, que puede vivirse aun en medio del dolor, implica
aceptar que el matrimonio es una necesaria combinación de gozos y de esfuerzos,
de tensiones y de descanso, de sufrimientos y de liberaciones, de
satisfacciones y de búsquedas, de molestias y de placeres, siempre en el camino
de la amistad, que mueve a los esposos a cuidarse: «se prestan mutuamente ayuda
y servicio»[128].
127. El amor de amistad
se llama «caridad» cuando se capta y aprecia el «alto valor» que tiene el otro[129].
La belleza —el «alto valor» del otro, que no coincide con sus atractivos
físicos o psicológicos— nos permite gustar lo sagrado de su persona, sin la
imperiosa necesidad de poseerlo.
En la sociedad de consumo el sentido estético
se empobrece, y así se apaga la alegría. Todo está para ser comprado, poseído o
consumido; también las personas. La ternura, en cambio, es una manifestación de
este amor que se libera del deseo de la posesión egoísta.
Nos lleva a vibrar
ante una persona con un inmenso respeto y con un cierto temor de hacerle daño o
de quitarle su libertad.
El amor al otro implica ese gusto de contemplar y
valorar lo bello y sagrado de su ser personal, que existe más allá de mis
necesidades. Esto me permite buscar su bien también cuando sé que no puede ser
mío o cuando se ha vuelto físicamente desagradable, agresivo o molesto. Por
eso, «del amor por el cual a uno le es grata otra persona depende que le dé
algo gratis»[130].
128. La experiencia
estética del amor se expresa en esa mirada que contempla al otro como un fin en
sí mismo, aunque esté enfermo, viejo o privado de atractivos sensibles. La
mirada que valora tiene una enorme importancia, y retacearla suele hacer daño.
¡Cuántas cosas hacen a veces los cónyuges y los hijos para ser mirados y
tenidos en cuenta! Muchas heridas y crisis se originan cuando dejamos de
contemplarnos. Eso es lo que expresan algunas quejas y reclamos que se escuchan
en las familias: «Mi esposo no me mira, para él parece que soy invisible». «Por
favor, mírame cuando te hablo». «Mi esposa ya no me mira, ahora sólo tiene ojos
para sus hijos». «En mi casa yo no le importo a nadie, y ni siquiera me ven,
como si no existiera». El amor abre los ojos y permite ver, más
allá de todo, cuánto vale un ser humano.
129. La alegría de ese
amor contemplativo tiene que ser cultivada. Puesto que estamos hechos para
amar, sabemos que no hay mayor alegría que un bien compartido: «Da y recibe,
disfruta de ello» (Si 14,16).
Las alegrías más intensas de la vida
brotan cuando se puede provocar la felicidad de los demás, en un anticipo del
cielo. Cabe recordar la feliz escena del film La fiesta de Babette,
donde la generosa cocinera recibe un abrazo agradecido y un elogio: «¡Cómo
deleitarás a los ángeles!».
Es dulce y reconfortante la alegría de
provocar deleite en los demás, de verlos disfrutar. Ese gozo, efecto del amor
fraterno, no es el de la vanidad de quien se mira a sí mismo, sino el del
amante que se complace en el bien del ser amado, que se derrama en el otro y se
vuelve fecundo en él.
130. Por otra parte, la
alegría se renueva en el dolor. Como decía san Agustín: «Cuanto mayor fue el
peligro en la batalla, tanto mayor es el gozo en el triunfo»[131].
Después de haber sufrido y luchado juntos, los cónyuges pueden experimentar que
valió la pena, porque consiguieron algo bueno, aprendieron algo juntos, o
porque pueden valorar más lo que tienen. Pocas alegrías humanas son tan hondas
y festivas como cuando dos personas que se aman han conquistado juntos algo que
les costó un gran esfuerzo compartido.
131. Quiero decir a los
jóvenes que nada de todo esto se ve perjudicado cuando el amor asume el cauce
de la institución matrimonial. La unión encuentra en esa institución el modo de
encauzar su estabilidad y su crecimiento real y concreto.
Es verdad que el amor
es mucho más que un consentimiento externo o que una especie de contrato
matrimonial, pero también es cierto que la decisión de dar al matrimonio una
configuración visible en la sociedad, con unos determinados compromisos,
manifiesta su relevancia: muestra la seriedad de la identificación con el otro,
indica una superación del individualismo adolescente, y expresa la firme opción
de pertenecerse el uno al otro.
Casarse es un modo de expresar que realmente se
ha abandonado el nido materno para tejer otros lazos fuertes y asumir una nueva
responsabilidad ante otra persona. Esto vale mucho más que una mera asociación
espontánea para la gratificación mutua, que sería una privatización del
matrimonio.
El matrimonio como institución social es protección y cauce para el
compromiso mutuo, para la maduración del amor, para que la opción por el otro
crezca en solidez, concretización y profundidad, y a su vez para que pueda
cumplir su misión en la sociedad.
Por eso, el matrimonio va más allá de toda
moda pasajera y persiste. Su esencia está arraigada en la naturaleza misma de
la persona humana y de su carácter social. Implica una serie de obligaciones,
pero que brotan del mismo amor, de un amor tan decidido y generoso que es capaz
de arriesgar el futuro.
132. Optar por el
matrimonio de esta manera, expresa la decisión real y efectiva de convertir dos
caminos en un único camino, pase lo que pase y a pesar de cualquier desafío.
Por la seriedad que tiene este compromiso público de amor, no puede ser una
decisión apresurada, pero por esa misma razón tampoco se la puede postergar
indefinidamente.
Comprometerse con otro de un modo exclusivo y definitivo
siempre tiene una cuota de riesgo y de osada apuesta. El rechazo de asumir este
compromiso es egoísta, interesado, mezquino, no acaba de reconocer los derechos
del otro y no termina de presentarlo a la sociedad como digno de ser amado
incondicionalmente. Por otro lado, quienes están verdaderamente enamorados
tienden a manifestar a los otros su amor.
El amor concretizado en un matrimonio
contraído ante los demás, con todos los compromisos que se derivan de esta
institucionalización, es manifestación y resguardo de un «sí» que se da sin
reservas y sin restricciones. Ese sí es decirle al otro que siempre podrá
confiar, que no será abandonado cuando pierda atractivo, cuando haya
dificultades o cuando se ofrezcan nuevas opciones de placer o de intereses egoístas.
133. El amor de amistad
unifica todos los aspectos de la vida matrimonial, y ayuda a los miembros de la
familia a seguir adelante en todas las etapas. Por eso, los gestos que expresan
ese amor deben ser constantemente cultivados, sin mezquindad, llenos de
palabras generosas.
En la familia «es necesario usar tres palabras. Quisiera
repetirlo. Tres palabras: permiso, gracias, perdón. ¡Tres palabras clave!»[132].
«Cuando en una familia no se es entrometido y se pide “permiso”, cuando en una
familia no se es egoísta y se aprende a decir “gracias”, y cuando en una
familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir “perdón”, en esa
familia hay paz y hay alegría»[133].
No seamos mezquinos en el uso de estas palabras, seamos generosos para
repetirlas día a día, porque «algunos silencios pesan, a veces incluso en la
familia, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos»[134].
En cambio, las palabras adecuadas, dichas en el momento justo, protegen y
alimentan el amor día tras día.
134. Todo esto se
realiza en un camino de permanente crecimiento. Esta forma tan particular de
amor que es el matrimonio, está llamada a una constante maduración, porque hay
que aplicarle siempre aquello que santo Tomás de Aquino decía de la caridad:
«La caridad, en razón de su naturaleza, no tiene límite de aumento, ya que es
una participación de la infinita caridad, que es el Espíritu Santo [...]
Tampoco por parte del sujeto se le puede prefijar un límite, porque al crecer
la caridad, sobrecrece también la capacidad para un aumento superior»[135].
San Pablo exhortaba con fuerza: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar
en el amor de unos con otros» (1 Ts 3,12); y añade: «En cuanto al
amor mutuo [...] os exhortamos, hermanos, a que sigáis progresando más y más» (1
Ts 4,9-10). Más y más. El amor matrimonial no se cuida ante todo hablando
de la indisolubilidad como una obligación, o repitiendo una doctrina, sino
afianzándolo gracias a un crecimiento constante bajo el impulso de la gracia.
El amor que no crece comienza a correr riesgos, y sólo podemos crecer
respondiendo a la gracia divina con más actos de amor, con actos de cariño más
frecuentes, más intensos, más generosos, más tiernos, más alegres. El marido y
la mujer «experimentando el sentido de su unidad y lográndola más plenamente
cada día»[136].
El don del amor divino que se derrama en los esposos es al mismo tiempo un
llamado a un constante desarrollo de ese regalo de la gracia.
135. No hacen bien
algunas fantasías sobre un amor idílico y perfecto, privado así de todo
estímulo para crecer. Una idea celestial del amor terreno olvida que lo mejor
es lo que todavía no ha sido alcanzado, el vino madurado con el tiempo. Como
recordaron los Obispos de Chile, «no existen las familias perfectas que nos
propone la propaganda falaz y consumista.
En ellas no pasan los años, no existe
la enfermedad, el dolor ni la muerte [...] La propaganda consumista muestra una
fantasía que nada tiene que ver con la realidad que deben afrontar, en el día a
día, los jefes y jefas de hogar»[137].
Es más sano aceptar con realismo los límites, los desafíos o la imperfección, y
escuchar el llamado a crecer juntos, a madurar el amor y a cultivar la solidez
de la unión, pase lo que pase.
136. El diálogo es una
forma privilegiada e indispensable de vivir, expresar y madurar el amor en la
vida matrimonial y familiar. Pero supone un largo y esforzado aprendizaje.
Varones y mujeres, adultos y jóvenes, tienen maneras distintas de comunicarse,
usan un lenguaje diferente, se mueven con otros códigos.
El modo de preguntar,
la forma de responder, el tono utilizado, el momento y muchos factores más,
pueden condicionar la comunicación. Además, siempre es necesario desarrollar
algunas actitudes que son expresión de amor y hacen posible el diálogo
auténtico.
137. Darse tiempo,
tiempo de calidad, que consiste en escuchar con paciencia y atención, hasta que
el otro haya expresado todo lo que necesitaba. Esto requiere la ascesis de no
empezar a hablar antes del momento adecuado. En lugar de comenzar a dar
opiniones o consejos, hay que asegurarse de haber escuchado todo lo que el otro
necesita decir. Esto implica hacer un silencio interior para escuchar sin
ruidos en el corazón o en la mente: despojarse de toda prisa, dejar a un lado
las propias necesidades y urgencias, hacer espacio.
Muchas veces uno de los
cónyuges no necesita una solución a sus problemas, sino ser escuchado. Tiene
que sentir que se ha percibido su pena, su desilusión, su miedo, su ira, su
esperanza, su sueño. Pero son frecuentes lamentos como estos: «No me escucha.
Cuando parece que lo está haciendo, en realidad está pensando en otra cosa».
«Hablo y siento que está esperando que termine de una vez». «Cuando hablo
intenta cambiar de tema, o me da respuestas rápidas para cerrar la conversación».
138. Desarrollar el
hábito de dar importancia real al otro. Se trata de valorar su persona, de
reconocer que tiene derecho a existir, a pensar de manera autónoma y a ser
feliz. Nunca hay que restarle importancia a lo que diga o reclame, aunque sea
necesario expresar el propio punto de vista.
Subyace aquí la convicción de que
todos tienen algo que aportar, porque tienen otra experiencia de la vida,
porque miran desde otro punto de vista, porque han desarrollado otras
preocupaciones y tienen otras habilidades e intuiciones. Es posible reconocer
la verdad del otro, el valor de sus preocupaciones más hondas y el trasfondo de
lo que dice, incluso detrás de palabras agresivas. Para ello hay que tratar de
ponerse en su lugar e interpretar el fondo de su corazón, detectar lo que le
apasiona, y tomar esa pasión como punto de partida para profundizar en el
diálogo.
139. Amplitud mental,
para no encerrarse con obsesión en unas pocas ideas, y flexibilidad para poder
modificar o completar las propias opiniones. Es posible que, de mi pensamiento
y del pensamiento del otro pueda surgir una nueva síntesis que nos enriquezca a
los dos. La unidad a la que hay que aspirar no es uniformidad, sino una «unidad
en la diversidad», o una «diversidad reconciliada».
En ese estilo enriquecedor
de comunión fraterna, los diferentes se encuentran, se respetan y se valoran,
pero manteniendo diversos matices y acentos que enriquecen el bien común. Hace
falta liberarse de la obligación de ser iguales. También se necesita astucia para
advertir a tiempo las «interferencias» que puedan aparecer, de manera que no
destruyan un proceso de diálogo. Por ejemplo, reconocer los malos sentimientos
que vayan surgiendo y relativizarlos para que no perjudiquen la comunicación.
Es importante la capacidad de expresar lo que uno siente sin lastimar; utilizar
un lenguaje y un modo de hablar que pueda ser más fácilmente aceptado o
tolerado por el otro, aunque el contenido sea exigente; plantear los propios
reclamos pero sin descargar la ira como forma de venganza, y evitar un lenguaje
moralizante que sólo busque agredir, ironizar, culpar, herir. Muchas
discusiones en la pareja no son por cuestiones muy graves. A veces se trata de
cosas pequeñas, poco trascendentes, pero lo que altera los ánimos es el modo de
decirlas o la actitud que se asume en el diálogo.
140. Tener gestos de
preocupación por el otro y demostraciones de afecto. El amor supera las peores
barreras. Cuando se puede amar a alguien, o cuando nos sentimos amados por él,
logramos entender mejor lo que quiere expresar y hacernos entender. Superar la
fragilidad que nos lleva a tenerle miedo al otro, como si fuera un
«competidor». Es muy importante fundar la propia seguridad en opciones
profundas, convicciones o valores, y no en ganar una discusión o en que nos den
la razón.
141. Finalmente,
reconozcamos que para que el diálogo valga la pena hay que tener algo que
decir, y eso requiere una riqueza interior que se alimenta en la lectura, la
reflexión personal, la oración y la apertura a la sociedad. De otro modo, las
conversaciones se vuelven aburridas e inconsistentes. Cuando ninguno de los
cónyuges se cultiva y no existe una variedad de relaciones con otras personas,
la vida familiar se vuelve endogámica y el diálogo se empobrece.
142. El Concilio
Vaticano II enseña que este amor conyugal «abarca el bien de toda la persona,
y, por tanto, puede enriquecer con una dignidad peculiar las expresiones del
cuerpo y del espíritu, y ennoblecerlas como signos especiales de la amistad
conyugal»[138].
Por algo será que un amor sin placer ni pasión no es suficiente para simbolizar
la unión del corazón humano con Dios: «Todos los místicos han afirmado que el
amor sobrenatural y el amor celeste encuentran los símbolos que buscan en el
amor matrimonial, más que en la amistad, más que en el sentimiento filial o en
la dedicación a una causa. Y el motivo está justamente en su totalidad»[139].
¿Por qué entonces no detenernos a hablar de los sentimientos y de la sexualidad
en el matrimonio?
143. Deseos,
sentimientos, emociones, eso que los clásicos llamaban «pasiones», tienen un
lugar importante en el matrimonio. Se producen cuando «otro» se hace presente y
se manifiesta en la propia vida. Es propio de todo ser viviente tender hacia
otra cosa, y esta tendencia tiene siempre señales afectivas básicas: el placer
o el dolor, la alegría o la pena, la ternura o el temor. Son el presupuesto de
la actividad psicológica más elemental. El ser humano es un viviente de esta
tierra, y todo lo que hace y busca está cargado de pasiones.
144. Jesús, como
verdadero hombre, vivía las cosas con una carga de emotividad. Por eso le dolía
el rechazo de Jerusalén (cf. Mt23,37), y esta situación le
arrancaba lágrimas (cf. Lc 19,41). También se compadecía ante
el sufrimiento de la gente (cf. Mc 6,34). Viendo llorar a los
demás, se conmovía y se turbaba (cf. Jn 11,33), y él mismo
lloraba la muerte de un amigo (cf. Jn 11,35). Estas manifestaciones
de su sensibilidad mostraban hasta qué punto su corazón humano estaba abierto a
los demás.
145. Experimentar una
emoción no es algo moralmente bueno ni malo en sí mismo[140].
Comenzar a sentir deseo o rechazo no es pecaminoso ni reprochable. Lo que es
bueno o malo es el acto que uno realice movido o acompañado por una pasión.
Pero si los sentimientos son promovidos, buscados y, a causa de ellos,
cometemos malas acciones, el mal está en la decisión de alimentarlos y en los
actos malos que se sigan. En la misma línea, sentir gusto por alguien no
significa de por sí que sea un bien. Si con ese gusto yo busco que esa persona
se convierta en mi esclava, el sentimiento estará al servicio de mi egoísmo.
Creer que somos buenos sólo porque «sentimos cosas» es un tremendo engaño. Hay
personas que se sienten capaces de un gran amor sólo porque tienen una gran
necesidad de afecto, pero no saben luchar por la felicidad de los demás y viven
encerrados en sus propios deseos. En ese caso, los sentimientos distraen de los
grandes valores y ocultan un egocentrismo que no hace posible cultivar una vida
sana y feliz en familia.
146. Por otra parte, si
una pasión acompaña al acto libre, puede manifestar la profundidad de esa
opción. El amor matrimonial lleva a procurar que toda la vida emotiva se
convierta en un bien para la familia y esté al servicio de la vida en común. La
madurez llega a una familia cuando la vida emotiva de sus miembros se
transforma en una sensibilidad que no domina ni oscurece las grandes opciones y
los valores sino que sigue a su libertad[141],
brota de ella, la enriquece, la embellece y la hace más armoniosa para bien de
todos.
Notas al pie de página:
[132] Discurso a las
Familias del mundo con ocasión de su peregrinación a Roma en el Año de la Fe (26 octubre
2013): AAS(2013), 980.
[133] Ángelus (29 diciembre
2013): L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 3 de
enero de 2014, p. 2.
[134] Discurso a las
Familias del mundo con ocasión de su peregrinación a Roma en el Año de la Fe (26 octubre
2013): AAS(2013), 978.
[137] Conferencia
Episcopal de Chile, La vida y la familia: regalos de Dios para cada uno
de nosotros (21 octubre 2014).