31. El bien de la
familia es decisivo para el futuro del mundo y de la Iglesia. Son incontables
los análisis que se han hecho sobre el matrimonio y la familia, sobre sus
dificultades y desafíos actuales. Es sano prestar atención a la realidad
concreta, porque «las exigencias y llamadas del Espíritu Santo resuenan también
en los acontecimientos mismos de la historia», a través de los cuales «la
Iglesia puede ser guiada a una comprensión más profunda del inagotable misterio
del matrimonio y de la familia»[8].
No pretendo presentar aquí todo lo que podría decirse sobre los diversos temas
relacionados con la familia en el contexto actual. Pero, dado que los Padres
sinodales han dirigido una mirada a la realidad de las familias de todo el
mundo, considero adecuado recoger algunos de sus aportes pastorales, agregando
otras preocupaciones que provienen de mi propia mirada.
32. «Fieles a las
enseñanzas de Cristo miramos la realidad de la familia hoy en toda su
complejidad, en sus luces y sombras [...] El cambio antropológico-cultural hoy
influye en todos los aspectos de la vida y requiere un enfoque analítico y
diversificado»[9].
En el contexto de varias décadas atrás, los Obispos de España ya reconocían una
realidad doméstica con más espacios de libertad, «con un reparto equitativo de
cargas, responsabilidades y tareas [...] Al valorar más la comunicación
personal entre los esposos, se contribuye a humanizar toda la convivencia
familiar [...]
Ni la sociedad en que vivimos ni aquella hacia la que caminamos
permiten la pervivencia indiscriminada de formas y modelos del pasado»[10]. Pero «somos conscientes de la dirección que están tomando los cambios
antropológico-culturales, en razón de los cuales los individuos son menos
apoyados que en el pasado por las estructuras sociales en su vida afectiva y
familiar»[11].
33. Por otra parte,
«hay que considerar el creciente peligro que representa un individualismo
exasperado que desvirtúa los vínculos familiares y acaba por considerar a cada
componente de la familia como una isla, haciendo que prevalezca, en ciertos
casos, la idea de un sujeto que se construye según sus propios deseos asumidos
con carácter absoluto»[12].
«Las tensiones inducidas por una cultura individualista exagerada de la
posesión y del disfrute generan dentro de las familias dinámicas de
intolerancia y agresividad»[13].
Quisiera agregar el ritmo de vida actual, el estrés, la organización social y
laboral, porque son factores culturales que ponen en riesgo la posibilidad de
opciones permanentes. Al mismo tiempo, encontramos fenómenos ambiguos. Por
ejemplo, se aprecia una personalización que apuesta por la autenticidad en
lugar de reproducir comportamientos pautados. Es un valor que puede promover
las distintas capacidades y la espontaneidad, pero que, mal orientado, puede
crear actitudes de permanente sospecha, de huida de los compromisos, de
encierro en la comodidad, de arrogancia.
La libertad para elegir permite
proyectar la propia vida y cultivar lo mejor de uno mismo, pero si no tiene
objetivos nobles y disciplina personal, degenera en una incapacidad de donarse
generosamente. De hecho, en muchos países donde disminuye el número de
matrimonios, crece el número de personas que deciden vivir solas, o que
conviven sin cohabitar. Podemos destacar también un loable sentido de justicia;
pero, mal entendido, convierte a los ciudadanos en clientes que sólo exigen
prestaciones de servicios.
34. Si estos riesgos se
trasladan al modo de entender la familia, esta puede convertirse en un lugar de
paso, al que uno acude cuando le parece conveniente para sí mismo, o donde uno va
a reclamar derechos, mientras los vínculos quedan abandonados a la precariedad
voluble de los deseos y las circunstancias.
En el fondo, hoy es fácil confundir
la genuina libertad con la idea de que cada uno juzga como le parece, como si
más allá de los individuos no hubiera verdades, valores, principios que nos
orienten, como si todo fuera igual y cualquier cosa debiera permitirse. En ese
contexto, el ideal matrimonial, con un compromiso de exclusividad y de
estabilidad, termina siendo arrasado por las conveniencias circunstanciales o
por los caprichos de la sensibilidad. Se teme la soledad, se desea un espacio
de protección y de fidelidad, pero al mismo tiempo crece el temor a ser
atrapado por una relación que pueda postergar el logro de las aspiraciones
personales.
35. Los cristianos no
podemos renunciar a proponer el matrimonio con el fin de no contradecir la
sensibilidad actual, para estar a la moda, o por sentimientos de inferioridad
frente al descalabro moral y humano. Estaríamos privando al mundo de los
valores que podemos y debemos aportar.
Es verdad que no tiene sentido quedarnos
en una denuncia retórica de los males actuales, como si con eso pudiéramos
cambiar algo. Tampoco sirve pretender imponer normas por la fuerza de la
autoridad. Nos cabe un esfuerzo más responsable y generoso, que consiste en
presentar las razones y las motivaciones para optar por el matrimonio y la
familia, de manera que las personas estén mejor dispuestas a responder a la
gracia que Dios les ofrece.
36. Al mismo tiempo
tenemos que ser humildes y realistas, para reconocer que a veces nuestro modo
de presentar las convicciones cristianas, y la forma de tratar a las personas,
han ayudado a provocar lo que hoy lamentamos, por lo cual nos corresponde una
saludable reacción de autocrítica.
Por otra parte, con frecuencia presentamos
el matrimonio de tal manera que su fin unitivo, el llamado a crecer en el amor
y el ideal de ayuda mutua, quedó opacado por un acento casi excluyente en el
deber de la procreación. Tampoco hemos hecho un buen acompañamiento de los
nuevos matrimonios en sus primeros años, con propuestas que se adapten a sus
horarios, a sus lenguajes, a sus inquietudes más concretas.
Otras veces, hemos
presentado un ideal teológico del matrimonio demasiado abstracto, casi artificiosamente
construido, lejano de la situación concreta y de las posibilidades efectivas de
las familias reales. Esta idealización excesiva, sobre todo cuando no hemos
despertado la confianza en la gracia, no ha hecho que el matrimonio sea más
deseable y atractivo, sino todo lo contrario.
37. Durante mucho
tiempo creímos que con sólo insistir en cuestiones doctrinales, bioéticas y
morales, sin motivar la apertura a la gracia, ya sosteníamos suficientemente a
las familias, consolidábamos el vínculo de los esposos y llenábamos de sentido
sus vidas compartidas.
Tenemos dificultad para presentar al matrimonio más como
un camino dinámico de desarrollo y realización que como un peso a soportar toda
la vida. También nos cuesta dejar espacio a la conciencia de los fieles, que
muchas veces responden lo mejor posible al Evangelio en medio de sus límites y
pueden desarrollar su propio discernimiento ante situaciones donde se rompen
todos los esquemas. Estamos llamados a formar las conciencias, pero no a
pretender sustituirlas.
38. Debemos agradecer
que la mayor parte de la gente valora las relaciones familiares que quieren
permanecer en el tiempo y que aseguran el respeto al otro. Por eso, se aprecia
que la Iglesia ofrezca espacios de acompañamiento y asesoramiento sobre
cuestiones relacionadas con el crecimiento del amor, la superación de los
conflictos o la educación de los hijos.
Muchos estiman la fuerza de la gracia
que experimentan en la Reconciliación sacramental y en la Eucaristía, que les
permite sobrellevar los desafíos del matrimonio y la familia. En algunos
países, especialmente en distintas partes de África, el secularismo no ha
logrado debilitar algunos valores tradicionales, y en cada matrimonio se
produce una fuerte unión entre dos familias ampliadas, donde todavía se
conserva un sistema bien definido de gestión de conflictos y dificultades.
En
el mundo actual también se aprecia el testimonio de los matrimonios que no sólo
han perdurado en el tiempo, sino que siguen sosteniendo un proyecto común y conservan
el afecto. Esto abre la puerta a una pastoral positiva, acogedora, que
posibilita una profundización gradual de las exigencias del Evangelio.
Sin
embargo, muchas veces hemos actuado a la defensiva, y gastamos las energías
pastorales redoblando el ataque al mundo decadente, con poca capacidad
proactiva para mostrar caminos de felicidad. Muchos no sienten que el mensaje
de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia haya sido un claro reflejo de la
predicación y de las actitudes de Jesús que, al mismo tiempo que proponía un
ideal exigente, nunca perdía la cercanía compasiva con los frágiles, como la
samaritana o la mujer adúltera.
39. Esto no significa
dejar de advertir la decadencia cultural que no promueve el amor y la entrega.
Las consultas previas a los dos últimos sínodos sacaron a la luz diversos
síntomas de la «cultura de lo provisorio». Me refiero, por ejemplo, a la
velocidad con la que las personas pasan de una relación afectiva a otra. Creen
que el amor, como en las redes sociales, se puede conectar o desconectar a
gusto del consumidor e incluso bloquear rápidamente.
Pienso también en el temor
que despierta la perspectiva de un compromiso permanente, en la obsesión por el
tiempo libre, en las relaciones que miden costos y beneficios y se mantienen
únicamente si son un medio para remediar la soledad, para tener protección o
para recibir algún servicio.
Se traslada a las relaciones afectivas lo que
sucede con los objetos y el medio ambiente: todo es descartable, cada uno usa y
tira, gasta y rompe, aprovecha y estruja mientras sirva. Después, ¡adiós! El
narcisismo vuelve a las personas incapaces de mirar más allá de sí mismas, de
sus deseos y necesidades. Pero quien utiliza a los demás tarde o temprano
termina siendo utilizado, manipulado y abandonado con la misma lógica. Llama la
atención que las rupturas se dan muchas veces en adultos mayores que buscan una
especie de «autonomía», y rechazan el ideal de envejecer juntos cuidándose y
sosteniéndose.
40. «Aun a riesgo de
simplificar, podríamos decir que existe una cultura tal que empuja a muchos
jóvenes a no poder formar una familia porque están privados de oportunidades de
futuro. Sin embargo, esa misma cultura concede a muchos otros, por el
contrario, tantas oportunidades, que también ellos se ven disuadidos de formar
una familia»[14].
En algunos países, muchos jóvenes «a menudo son llevados a posponer la boda por
problemas de tipo económico, laboral o de estudio. A veces, por otras razones,
como la influencia de las ideologías que desvalorizan el matrimonio y la
familia, la experiencia del fracaso de otras parejas a la cual ellos no quieren
exponerse, el miedo hacia algo que consideran demasiado grande y sagrado, las
oportunidades sociales y las ventajas económicas derivadas de la convivencia,
una concepción puramente emocional y romántica del amor, el miedo de perder su
libertad e independencia, el rechazo de todo lo que es concebido como
institucional y burocrático»[15].
Necesitamos encontrar las palabras, las motivaciones y los testimonios que nos
ayuden a tocar las fibras más íntimas de los jóvenes, allí donde son más
capaces de generosidad, de compromiso, de amor e incluso de heroísmo, para
invitarles a aceptar con entusiasmo y valentía el desafío del matrimonio.
41. Los Padres
sinodales se refirieron a las actuales «tendencias culturales que parecen
imponer una afectividad sin límites, [...] una afectividad narcisista,
inestable y cambiante que no ayuda siempre a los sujetos a alcanzar una mayor
madurez». Han dicho que están preocupados por «una cierta difusión de la
pornografía y de la comercialización del cuerpo, favorecida entre otras cosas
por un uso desequilibrado de Internet», y por «la situación de las personas que
se ven obligadas a practicar la prostitución.
En este contexto, «los cónyuges
se sienten a menudo inseguros, indecisos y les cuesta encontrar los modos para
crecer. Son muchos los que suelen quedarse en los estadios primarios de la vida
emocional y sexual. La crisis de los esposos desestabiliza la familia y, a
través de las separaciones y los divorcios, puede llegar a tener serias
consecuencias para los adultos, los hijos y la sociedad, debilitando al
individuo y los vínculos sociales»[16].
Las crisis matrimoniales frecuentemente «se afrontan de un modo superficial y
sin la valentía de la paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de
la reconciliación y también del sacrificio. Los fracasos dan origen a nuevas
relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando
situaciones familiares complejas y problemáticas para la opción cristiana»[17].
42. «Asimismo, el
descenso demográfico, debido a una mentalidad antinatalista y promovido por las
políticas mundiales de salud reproductiva, no sólo determina una situación en
la que el sucederse de las generaciones ya no está asegurado, sino que se corre
el riesgo de que con el tiempo lleve a un empobrecimiento económico y a una
pérdida de esperanza en el futuro. El avance de las biotecnologías también ha
tenido un fuerte impacto sobre la natalidad»[18].
Pueden agregarse otros factores como «la industrialización, la revolución
sexual, el miedo a la superpoblación, los problemas económicos. La sociedad de
consumo también puede disuadir a las personas de tener hijos sólo para mantener
su libertad y estilo de vida»[19].
Es verdad que la conciencia recta de los esposos, cuando han sido muy generosos
en la comunicación de la vida, puede orientarlos a la decisión de limitar el
número de hijos por motivos suficientemente serios, pero también, «por amor a
esta dignidad de la conciencia, la Iglesia rechaza con todas sus fuerzas las
intervenciones coercitivas del Estado en favor de la anticoncepción, la
esterilización e incluso del aborto»[20].
Estas medidas son inaceptables incluso en lugares con alta tasa de natalidad,
pero llama la atención que los políticos las alienten también en algunos países
que sufren el drama de una tasa de natalidad muy baja. Como indicaron los
Obispos de Corea, esto es «actuar de un modo contradictorio y descuidando el
propio deber»[21].
43. El debilitamiento
de la fe y de la práctica religiosa en algunas sociedades afecta a las familias
y las deja más solas con sus dificultades. Los Padres afirmaron que «una de las
mayores pobrezas de la cultura actual es la soledad, fruto de la ausencia de
Dios en la vida de las personas y de la fragilidad de las relaciones.
Asimismo,
hay una sensación general de impotencia frente a la realidad socioeconómica que
a menudo acaba por aplastar a las familias [...] Con frecuencia, las familias
se sienten abandonadas por el desinterés y la poca atención de las
instituciones. Las consecuencias negativas desde el punto de vista de la
organización social son evidentes: de la crisis demográfica a las dificultades
educativas, de la fatiga a la hora de acoger la vida naciente a sentir la
presencia de los ancianos como un peso, hasta el difundirse de un malestar
afectivo que a veces llega a la violencia. El Estado tiene la responsabilidad
de crear las condiciones legislativas y laborales para garantizar el futuro de
los jóvenes y ayudarlos a realizar su proyecto de formar una familia»[22].
44. La falta de una
vivienda digna o adecuada suele llevar a postergar la formalización de una
relación. Hay que recordar que «la familia tiene derecho a una vivienda
decente, apta para la vida familiar y proporcionada al número de sus miembros,
en un ambiente físicamente sano, que ofrezca los servicios básicos para la vida
de la familia y de la comunidad»[23].
Una familia y un hogar son dos cosas que se reclaman mutuamente. Este ejemplo
muestra que tenemos que insistir en los derechos de la familia, y no sólo en
los derechos individuales. La familia es un bien del cual la sociedad no puede
prescindir, pero necesita ser protegida[24].
La defensa de estos derechos es «una llamada profética en favor de la
institución familiar que debe ser respetada y defendida contra toda agresión»[25],
sobre todo en el contexto actual donde suele ocupar poco espacio en los
proyectos políticos.
Las familias tienen, entre otros derechos, el de «poder
contar con una adecuada política familiar por parte de las autoridades públicas
en el terreno jurídico, económico, social y fiscal»[26].
A veces son dramáticas las angustias de las familias cuando, frente a la
enfermedad de un ser querido, no tienen acceso a servicios adecuados de salud,
o cuando se prolonga el tiempo sin acceder a un empleo digno. «Las coerciones
económicas excluyen el acceso de la familia a la educación, la vida cultural y
la vida social activa.
El actual sistema económico produce diversas formas de
exclusión social. Las familias sufren en particular los problemas relativos al
trabajo. Las posibilidades para los jóvenes son pocas y la oferta de trabajo es
muy selectiva y precaria. Las jornadas de trabajo son largas y, a menudo,
agravadas por largos tiempos de desplazamiento. Esto no ayuda a los miembros de
la familia a encontrarse entre ellos y con los hijos, a fin de alimentar
cotidianamente sus relaciones»[27].
45. «Son muchos los
niños que nacen fuera del matrimonio, especialmente en algunos países, y muchos
los que después crecen con uno solo de los padres o en un contexto familiar
ampliado o reconstituido [...] Por otro lado, la explotación sexual de la
infancia constituye una de las realidades más escandalosas y perversas de la
sociedad actual.
Asimismo, en las sociedades golpeadas por la violencia a causa
de la guerra, del terrorismo o de la presencia del crimen organizado, se dan
situaciones familiares deterioradas y, sobre todo en las grandes metrópolis y
en sus periferias, crece el llamado fenómeno de los niños de la calle»[28].
El abuso sexual de los niños se torna todavía más escandaloso cuando ocurre en
los lugares donde deben ser protegidos, particularmente en las familias y en
las escuelas y en las comunidades e instituciones cristianas[29].
46. Las migraciones
«representan otro signo de los tiempos que hay que afrontar y comprender con
toda la carga de consecuencias sobre la vida familiar»[30].
El último Sínodo ha dado una gran importancia a esta problemática, al expresar
que «atañe, en modalidades diversas, a poblaciones enteras en varias partes del
mundo.
La Iglesia ha tenido en este ámbito un papel importante. La necesidad de
mantener y desarrollar este testimonio evangélico (cf. Mt 25,35)
aparece hoy más urgente que nunca [...] La movilidad humana, que corresponde al
movimiento histórico natural de los pueblos, puede revelarse una auténtica
riqueza, tanto para la familia que emigra como para el país que la acoge.
Otra
cosa es la migración forzada de las familias como consecuencia de situaciones
de guerra, persecuciones, pobreza, injusticia, marcada por las vicisitudes de
un viaje que a menudo pone en riesgo la vida, traumatiza a las personas y
desestabiliza a las familias. El acompañamiento de los migrantes exige una
pastoral específica, dirigida tanto a las familias que emigran como a los
miembros de los núcleos familiares que permanecen en los lugares de origen.
Esto se debe llevar a cabo respetando sus culturas, la formación religiosa y
humana de la que provienen, así como la riqueza espiritual de sus ritos y
tradiciones, también mediante un cuidado pastoral específico [...]
Las
experiencias migratorias resultan especialmente dramáticas y devastadoras,
tanto para las familias como para las personas, cuando tienen lugar fuera de la
legalidad y son sostenidas por los circuitos internacionales de la trata de
personas. También cuando conciernen a las mujeres o a los niños no acompañados,
obligados a permanencias prolongadas en lugares de pasaje entre un país y otro,
en campos de refugiados, donde no es posible iniciar un camino de integración.
La extrema pobreza, y otras situaciones de desintegración, inducen a veces a
las familias incluso a vender a sus propios hijos para la prostitución o el
tráfico de órganos»[31].
«Las persecuciones de los cristianos, así como las de las minorías étnicas y
religiosas, en muchas partes del mundo, especialmente en Oriente Medio, son una
gran prueba: no sólo para la Iglesia, sino también para toda la comunidad
internacional. Todo esfuerzo debe ser apoyado para facilitar la permanencia de
las familias y de las comunidades cristianas en sus países de origen»[32].
47. Los Padres también dedicaron
especial atención «a las familias de las personas con discapacidad, en las
cuales dicho hándicap, que irrumpe en la vida, genera un desafío, profundo e
inesperado, y desbarata los equilibrios, los deseos y las expectativas [...]
Merecen una gran admiración las familias que aceptan con amor la difícil prueba
de un niño discapacitado.
Ellas dan a la Iglesia y a la sociedad un valioso
testimonio de fidelidad al don de la vida. La familia podrá descubrir, junto
con la comunidad cristiana, nuevos gestos y lenguajes, formas de comprensión y
de identidad, en el camino de acogida y cuidado del misterio de la fragilidad.
Las personas con discapacidad son para la familia un don y una oportunidad para
crecer en el amor, en la ayuda recíproca y en la unidad [...]
La familia que
acepta con los ojos de la fe la presencia de personas con discapacidad podrá
reconocer y garantizar la calidad y el valor de cada vida, con sus necesidades,
sus derechos y sus oportunidades. Dicha familia proveerá asistencia y cuidados,
y promoverá compañía y afecto, en cada fase de la vida»[33].
Quiero subrayar que la atención dedicada tanto a los migrantes como a las
personas con discapacidades es un signo del Espíritu. Porque ambas situaciones
son paradigmáticas: ponen especialmente en juego cómo se vive hoy la lógica de
la acogida misericordiosa y de la integración de los más frágiles.
48. «La mayoría de las
familias respeta a los ancianos, los rodea de cariño y los considera una
bendición. Un agradecimiento especial hay que dirigirlo a las asociaciones y
movimientos familiares que trabajan en favor de los ancianos, en lo espiritual
y social [...] En las sociedades altamente industrializadas, donde su número va
en aumento, mientras que la tasa de natalidad disminuye, estos corren el riesgo
de ser percibidos como un peso.
Por otro lado, los cuidados que requieren a
menudo ponen a dura prueba a sus seres queridos»[34].
«Valorar la fase conclusiva de la vida es todavía más necesario hoy, porque en
la sociedad actual se trata de cancelar de todos los modos posibles el momento
del tránsito. La fragilidad y la dependencia del anciano a veces son
injustamente explotadas para sacar ventaja económica. Numerosas familias nos enseñan
que se pueden afrontar los últimos años de la vida valorizando el sentido del
cumplimiento y la integración de toda la existencia en el misterio pascual.
Un
gran número de ancianos es acogido en estructuras eclesiales, donde pueden
vivir en un ambiente sereno y familiar en el plano material y espiritual. La
eutanasia y el suicidio asistido son graves amenazas para las familias de todo
el mundo. Su práctica es legal en muchos países. La Iglesia, mientras se opone
firmemente a estas prácticas, siente el deber de ayudar a las familias que
cuidan de sus miembros ancianos y enfermos»[35].
49. Quiero destacar la
situación de las familias sumidas en la miseria, castigadas de tantas maneras,
donde los límites de la vida se viven de forma lacerante. Si todos tienen
dificultades, en un hogar muy pobre se vuelven más duras[36].
Por ejemplo, si una mujer debe criar sola a su hijo, por una separación o por
otras causas, y debe trabajar sin la posibilidad de dejarlo con otra persona,
el niño crece en un abandono que lo expone a todo tipo de riesgos, y su
maduración personal queda comprometida.
En las difíciles situaciones que viven
las personas más necesitadas, la Iglesia debe tener un especial cuidado para
comprender, consolar, integrar, evitando imponerles una serie de normas como si
fueran una roca, con lo cual se consigue el efecto de hacer que se sientan
juzgadas y abandonadas precisamente por esa Madre que está llamada a acercarles
la misericordia de Dios. De ese modo, en lugar de ofrecer la fuerza sanadora de
la gracia y la luz del Evangelio, algunos quieren «adoctrinarlo», convertirlo
en «piedras muertas para lanzarlas contra los demás»[37].
50. Las respuestas
recibidas a las dos consultas efectuadas durante el camino sinodal, mencionaron
las más diversas situaciones que plantean nuevos desafíos. Además de las ya
indicadas, muchos se han referido a la función educativa, que se ve
dificultada, entre otras causas, porque los padres llegan a su casa cansados y
sin ganas de conversar, en muchas familias ya ni siquiera existe el hábito de
comer juntos, y crece una gran variedad de ofertas de distracción además de la
adicción a la televisión. Esto dificulta la transmisión de la fe de padres a
hijos.
Otros indicaron que las familias suelen estar enfermas por una enorme
ansiedad. Parece haber más preocupación por prevenir problemas futuros que por
compartir el presente. Esto, que es una cuestión cultural, se agrava debido a
un futuro profesional incierto, a la inseguridad económica, o al temor por el
porvenir de los hijos.
51. También se
mencionó la drogodependencia como una de las
plagas de nuestra época, que hace sufrir a muchas familias, y no pocas veces
termina destruyéndolas. Algo semejante ocurre con el alcoholismo, el juego y
otras adicciones. La familia podría ser el lugar de la prevención y de la
contención, pero la sociedad y la política no terminan de percatarse de que una
familia en riesgo «pierde la capacidad de reacción para ayudar a sus miembros
[...]
Notamos las graves consecuencias de esta ruptura en familias destrozadas,
hijos desarraigados, ancianos abandonados, niños huérfanos de padres vivos,
adolescentes y jóvenes desorientados y sin reglas»[38].
Como indicaron los Obispos de México, hay tristes situaciones de violencia
familiar que son caldo de cultivo para nuevas formas de agresividad social,
porque «las relaciones familiares también explican la predisposición a una
personalidad violenta.
Las familias que influyen para ello son las que tienen
una comunicación deficiente; en las que predominan actitudes defensivas y sus
miembros no se apoyan entre sí; en las que no hay actividades familiares que
propicien la participación; en las que las relaciones de los padres suelen ser
conflictivas y violentas, y en las que las relaciones paterno-filiales se
caracterizan por actitudes hostiles. La violencia intrafamiliar es escuela de
resentimiento y odio en las relaciones humanas básicas»[39].
52. Nadie puede pensar
que debilitar a la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio es
algo que favorece a la sociedad. Ocurre lo contrario: perjudica la maduración
de las personas, el cultivo de los valores comunitarios y el desarrollo ético
de las ciudades y de los pueblos. Ya no se advierte con claridad que sólo la
unión exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función
social plena, por ser un compromiso estable y por hacer posible la fecundidad.
Debemos reconocer la gran variedad de situaciones familiares que pueden brindar
cierta estabilidad, pero las uniones de hecho o entre personas del mismo sexo,
por ejemplo, no pueden equipararse sin más al matrimonio. Ninguna unión
precaria o cerrada a la comunicación de la vida nos asegura el futuro de la
sociedad. Pero ¿quiénes se ocupan hoy de fortalecer los matrimonios, de
ayudarles a superar los riesgos que los amenazan, de acompañarlos en su rol
educativo, de estimular la estabilidad de la unión conyugal?
53. «En algunas
sociedades todavía está en vigor la práctica de la poligamia; en otros
contextos permanece la práctica de los matrimonios combinados [...] En
numerosos contextos, y no sólo occidentales, se está ampliamente difundiendo la
praxis de la convivencia que precede al matrimonio, así como convivencias no
orientadas a asumir la forma de un vínculo institucional»[40].
En varios países, la legislación facilita el avance de una multiplicidad de
alternativas, de manera que un matrimonio con notas de exclusividad,
indisolubilidad y apertura a la vida termina apareciendo como una oferta
anticuada entre muchas otras. Avanza en muchos países una deconstrucción jurídica
de la familia que tiende a adoptar formas basadas casi exclusivamente en el
paradigma de la autonomía de la voluntad. Si bien es legítimo y justo que se
rechacen viejas formas de familia «tradicional», caracterizadas por el
autoritarismo e incluso por la violencia, esto no debería llevar al desprecio
del matrimonio sino al redescubrimiento de su verdadero sentido y a su
renovación.
La fuerza de la familia «reside esencialmente en su capacidad de
amar y enseñar a amar. Por muy herida que pueda estar una familia, esta puede
crecer gracias al amor»[41].
54. En esta breve
mirada a la realidad, deseo resaltar que, aunque hubo notables mejoras en el
reconocimiento de los derechos de la mujer y en su participación en el espacio
público, todavía hay mucho que avanzar en algunos países. No se terminan de
erradicar costumbres inaceptables.
Destaco la vergonzosa violencia que a veces
se ejerce sobre las mujeres, el maltrato familiar y distintas formas de
esclavitud que no constituyen una muestra de fuerza masculina sino una cobarde
degradación. La violencia verbal, física y sexual que se ejerce contra las
mujeres en algunos matrimonios contradice la naturaleza misma de la unión
conyugal.
Pienso en la grave mutilación genital de la mujer en algunas
culturas, pero también en la desigualdad del acceso a puestos de trabajo dignos
y a los lugares donde se toman las decisiones. La historia lleva las huellas de
los excesos de las culturas patriarcales, donde la mujer era considerada de
segunda clase, pero recordemos también el alquiler de vientres o «la
instrumentalización y mercantilización del cuerpo femenino en la actual cultura
mediática»[42].
Hay quienes consideran que muchos problemas actuales han ocurrido a partir de
la emancipación de la mujer. Pero este argumento no es válido, «es una
falsedad, no es verdad. Es una forma de machismo»[43].
La idéntica dignidad entre el varón y la mujer nos mueve a alegrarnos de que se
superen viejas formas de discriminación, y de que en el seno de las familias se
desarrolle un ejercicio de reciprocidad. Si surgen formas de feminismo que no
podamos considerar adecuadas, igualmente admiramos una obra del Espíritu en el
reconocimiento más claro de la dignidad de la mujer y de sus derechos.
55. El varón «juega un
papel igualmente decisivo en la vida familiar, especialmente en la protección y
el sostenimiento de la esposa y los hijos [...] Muchos hombres son conscientes
de la importancia de su papel en la familia y lo viven con el carácter propio
de la naturaleza masculina. La ausencia del padre marca severamente la vida
familiar, la educación de los hijos y su integración en la sociedad. Su
ausencia puede ser física, afectiva, cognitiva y espiritual. Esta carencia
priva a los niños de un modelo apropiado de conducta paterna»[44].
56. Otro desafío surge
de diversas formas de una ideología, genéricamente llamada gender,
que «niega la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer. Esta
presenta una sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento
antropológico de la familia. Esta ideología lleva a proyectos educativos y
directrices legislativas que promueven una identidad personal y una intimidad
afectiva radicalmente desvinculadas de la diversidad biológica entre hombre y
mujer.
La identidad humana viene determinada por una opción individualista, que
también cambia con el tiempo»[45].
Es inquietante que algunas ideologías de este tipo, que pretenden responder a
ciertas aspiraciones a veces comprensibles, procuren imponerse como un
pensamiento único que determine incluso la educación de los niños. No hay que
ignorar que «el sexo biológico (sex) y el papel sociocultural del sexo (gender),
se pueden distinguir pero no separar»[46].
Por otra parte, «la revolución biotecnológica en el campo de la procreación
humana ha introducido la posibilidad de manipular el acto generativo,
convirtiéndolo en independiente de la relación sexual entre hombre y mujer. De
este modo, la vida humana, así como la paternidad y la maternidad, se han
convertido en realidades componibles y descomponibles, sujetas principalmente a
los deseos de los individuos o de las parejas»[47].
Una cosa es comprender la fragilidad humana o la complejidad de la vida, y otra
cosa es aceptar ideologías que pretenden partir en dos los aspectos
inseparables de la realidad.
No caigamos en el pecado de pretender sustituir al
Creador. Somos creaturas, no somos omnipotentes. Lo creado nos precede y debe ser
recibido como don. Al mismo tiempo, somos llamados a custodiar nuestra
humanidad, y eso significa ante todo aceptarla y respetarla como ha sido
creada.
57. Doy gracias a Dios
porque muchas familias, que están lejos de considerarse perfectas, viven en el
amor, realizan su vocación y siguen adelante, aunque caigan muchas veces a lo
largo del camino. A partir de las reflexiones sinodales no queda un estereotipo
de la familia ideal, sino un interpelante «collage» formado por tantas
realidades diferentes, colmadas de gozos, dramas y sueños. Las realidades que
nos preocupan son desafíos.
No caigamos en la trampa de desgastarnos en
lamentos autodefensivos, en lugar de despertar una creatividad misionera. En
todas las situaciones, «la Iglesia siente la necesidad de decir una palabra de
verdad y de esperanza [...] Los grandes valores del matrimonio y de la familia
cristiana corresponden a la búsqueda que impregna la existencia humana»[48].
Si constatamos muchas dificultades, ellas son —como dijeron los Obispos de
Colombia— un llamado a «liberar en nosotros las energías de la esperanza
traduciéndolas en sueños proféticos, acciones transformadoras e imaginación de
la caridad»[49].
Notas a pie de página:
[10]Conferencia Episcopal
Española, Matrimonio y familia (6 julio 1979), 3.16.23.
[17] III Asamblea
General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, Mensaje (18
octubre 2014).
[21] Conferencia de
Obispos católicos de Corea, Towards a culture of life! (15
marzo 2007).
[38] Conferencia
Episcopal Argentina, Navega mar adentro (31 mayo 2003), 42.
[39] Conferencia del
Episcopado Mexicano, Que en Cristo nuestra paz México tenga vida digna (15
febrero 2009), 67.
[42] Catequesis (22 abril
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
24 de abril de 2015, p. 12.
[43] Catequesis (29 abril
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 1
de mayo de 2015, p. 12.
[49] Conferencia
Episcopal de Colombia, A tiempos difíciles, colombianos nuevos (13
febrero 2003), 3.