La acción misteriosa
del Resucitado y de su Espíritu
275. En el capítulo
segundo reflexionábamos sobre esa falta de espiritualidad profunda que se
traduce en el pesimismo, el fatalismo, la desconfianza. Algunas personas no se
entregan a la misión, pues creen que nada puede cambiar y entonces para ellos
es inútil esforzarse. Piensan así: «¿Para qué me voy a privar de mis
comodidades y placeres si no voy a ver ningún resultado importante?». Con esa
actitud se vuelve imposible ser misioneros.
Tal actitud es precisamente una
excusa maligna para quedarse encerrados en la comodidad, la flojera, la
tristeza insatisfecha, el vacío egoísta. Se trata de una actitud
autodestructiva porque «el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida,
condenada a la insignificancia, se volvería insoportable»[211].
Si pensamos que las cosas no van a
cambiar, recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte y
está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive. De otro modo, «si Cristo
no resucitó, nuestra predicación está vacía» (1 Co 15,14).
El
Evangelio nos relata que cuando los primeros discípulos salieron a predicar,
«el Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra» (Mc 16,20).
Eso también sucede hoy. Se nos invita a descubrirlo, a vivirlo. Cristo
resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos
faltará su ayuda para cumplir la misión que nos encomienda.
276. Su resurrección
no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo.
Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes
de la resurrección. Es una fuerza imparable.
Verdad que muchas veces parece que
Dios no existiera: vemos injusticias, maldades, indiferencias y crueldades que
no ceden. Pero también es cierto que en medio de la oscuridad siempre comienza
a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto. En un campo
arrasado vuelve a aparecer la vida, tozuda e invencible.
Habrá muchas cosas
negras, pero el bien siempre tiende a volver a brotar y a difundirse. Cada día
en el mundo renace la belleza, que resucita transformada a través de las
tormentas de la historia. Los valores tienden siempre a reaparecer de nuevas
maneras, y de hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo que parecía
irreversible. Ésa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador es un
instrumento de ese dinamismo.
277. También aparecen
constantemente nuevas dificultades, la experiencia del fracaso, las pequeñeces
humanas que tanto duelen. Todos sabemos por experiencia que a veces una tarea
no brinda las satisfacciones que desearíamos, los frutos son reducidos y los
cambios son lentos, y uno tiene la tentación de cansarse.
Sin embargo, no es lo
mismo cuando uno, por cansancio, baja momentáneamente los brazos que cuando los
baja definitivamente dominado por un descontento crónico, por una acedia que le
seca el alma. Puede suceder que el corazón se canse de luchar porque en definitiva
se busca a sí mismo en un carrerismo sediento de reconocimientos, aplausos,
premios, puestos; entonces, uno no baja los brazos, pero ya no tiene garra, le
falta resurrección. Así, el Evangelio, que es el mensaje más hermoso que tiene
este mundo, queda sepultado debajo de muchas excusas.
278. La fe es también
creerle a Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es capaz de
intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal con su
poder y con su infinita creatividad. Es creer que Él marcha victorioso en la
historia «en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles» (Ap 17,14).
Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente en el
mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras: como la semilla
pequeña que puede llegar a convertirse en un gran árbol (cf. Mt 13,31-32),
como el puñado de levadura, que fermenta una gran masa (cf. Mt 13,33),
y como la buena semilla que crece en medio de la cizaña (cf. Mt 13,24-30),
y siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez, lucha por
florecer de nuevo.
La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes
de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la
resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque
Jesús no ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la
esperanza viva!
279. Como no siempre
vemos esos brotes, nos hace falta una certeza interior y es la convicción de
que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de aparentes
fracasos, porque «llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2 Co4,7).
Esta certeza es lo que se llama «sentido de misterio». Es
saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente
será fecundo (cf. Jn 15,5).
Tal fecundidad es muchas veces
invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida
dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la
seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no
se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde
ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se
pierde ninguna dolorosa paciencia.
Todo eso da vueltas por el mundo como una
fuerza de vida. A veces nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún
resultado, pero la misión no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es
tampoco una organización humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta
gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que
escapa a toda medida.
Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar
bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca iremos. El Espíritu
Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos
pero sin pretender ver resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega
es necesaria.
Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en
medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero
dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca.
280. Para mantener
vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo,
porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26). Pero esa
confianza generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos invocarlo
constantemente. Él puede sanar todo lo que nos debilita en el empeño misionero.
Es verdad que esta confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo:
es como sumergirse en un mar donde no sabemos qué vamos a encontrar. Yo mismo
lo experimenté tantas veces. Pero no hay mayor libertad que la de dejarse
llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir
que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera.
Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡Esto se llama
ser misteriosamente fecundos!
281. Hay una forma de
oración que nos estimula particularmente a la entrega evangelizadora y nos
motiva a buscar el bien de los demás: es la intercesión. Miremos por un momento
el interior de un gran evangelizador como san Pablo, para percibir cómo era su
oración. Esa oración estaba llena de seres humanos: «En todas mis oraciones siempre
pido con alegría por todos vosotros [...] porque os llevo dentro de mi corazón»
(Flp 1,4.7). Así descubrimos que interceder no nos aparta de la
verdadera contemplación, porque la contemplación que deja fuera a los demás es
un engaño.
282. Esta actitud se
convierte también en agradecimiento a Dios por los demás: «Ante todo, doy
gracias a mi Dios por medio de Jesucristo por todos vosotros» (Rm 1,8).
Es un agradecimiento constante: «Doy gracias a Dios sin cesar por
todos vosotros a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo
Jesús» (1 Co 1,4); «Doy gracias a mi Dios todas las
veces que me acuerdo de vosotros» (Flp 1,3).
No es una
mirada incrédula, negativa y desesperanzada, sino una mirada espiritual, de
profunda fe, que reconoce lo que Dios mismo hace en ellos. Al mismo tiempo, es
la gratitud que brota de un corazón verdaderamente atento a los demás. De esa
forma, cuando un evangelizador sale de la oración, el corazón se le ha vuelto
más generoso, se ha liberado de la conciencia aislada y está deseoso de hacer
el bien y de compartir la vida con los demás.
283. Los grandes
hombres y mujeres de Dios fueron grandes intercesores. La intercesión es como
«levadura» en el seno de la Trinidad. Es un adentrarnos en el Padre y descubrir
nuevas dimensiones que iluminan las situaciones concretas y las cambian.
Podemos decir que el corazón de Dios se conmueve por la intercesión, pero en
realidad Él siempre nos gana de mano, y lo que posibilitamos con nuestra
intercesión es que su poder, su amor y su lealtad se manifiesten con mayor
nitidez en el pueblo.
284. Con el Espíritu
Santo, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a los discípulos
para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo posible la explosión misionera
que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora y
sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización.
285. En la cruz,
cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el pecado del
mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de
la Madre y del amigo. En ese crucial instante, antes de dar por consumada la
obra que el Padre le había encargado, Jesús le dijo a María: «Mujer, ahí tienes
a tu hijo». Luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27).
Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan primeramente una
preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una fórmula de
revelación que manifiesta el misterio de una especial misión salvífica. Jesús
nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de hacer esto Jesús pudo
sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28).
Al pie de la cruz, en
la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a
ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa
imagen materna todos los misterios del Evangelio.
Al Señor no le agrada que
falte a su Iglesia el icono femenino. Ella, que lo engendró con tanta fe, también
acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y
mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión
entre María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras,
engendran a Cristo, ha sido bellamente expresada por el beato Isaac de Stella:
«En las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se entiende en general de la
Iglesia, virgen y madre, se entiende en particular de la Virgen María […]
También se puede decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de
Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda […] Cristo permaneció nueve
meses en el seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia
hasta la consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma
fiel por los siglos de los siglos»[212].
286. María es la que
sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres
pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre que se
estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el
vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que
comprende todas las penas.
Como madre de todos, es signo de esperanza para los
pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la
misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los
corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina
con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor
de Dios.
A través de las distintas advocaciones marianas, ligadas generalmente
a los santuarios, comparte las historias de cada pueblo que ha recibido el
Evangelio, y entra a formar parte de su identidad histórica. Muchos padres
cristianos piden el Bautismo para sus hijos en un santuario mariano, con lo
cual manifiestan la fe en la acción maternal de María que engendra nuevos hijos
para Dios.
Es allí, en los santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne
a su alrededor a los hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y
dejarse mirar por ella. Allí encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los
sufrimientos y cansancios de la vida. Como a san Juan Diego, María les da la
caricia de su consuelo maternal y les dice al oído: «No se turbe tu corazón […]
¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?»[213].
287. A la Madre del
Evangelio viviente le pedimos que interceda para que esta invitación a una nueva
etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad eclesial. Ella es la
mujer de fe, que vive y camina en la fe[214], y «su excepcional peregrinación de la
fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia»[215]. Ella se dejó conducir por el Espíritu,
en un itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad.
Nosootros
hoy fijamos en ella la mirada, para que nos ayude a anunciar a todos el mensaje
de salvación, y para que los nuevos discípulos se conviertan en agentes
evangelizadores[216]. En esta peregrinación evangelizadora
no faltan las etapas de aridez, ocultamiento, y hasta cierta fatiga, como la
que vivió María en los años de Nazaret, mientras Jesús crecía: «Éste es el
comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva.
No es difícil,
pues, notar en este inicio una particular fatiga del corazón, unida a una
especie de “noche de la fe” —usando una expresión de san Juan de la Cruz—, como
un “velo” a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad
con el misterio. Pues de este modo María, durante muchos años, permaneció en
intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de fe»[217].
288. Hay un estilo
mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que
miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del
cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los
débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse
importantes.
Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque
«derribó de su trono a los poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc 1,52.53)
es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es también la
que conserva cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19).
María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos
y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio
de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de
todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora
de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin
demora» (Lc 1,39).
Esta dinámica de justicia y ternura, de
contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial
para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal nos ayude para
que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para todos los
pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo. Es el Resucitado quien
nos dice, con una potencia que nos llena de inmensa confianza y de firmísima
esperanza: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Con María
avanzamos confiados hacia esta promesa, y le decimos:
Virgen
y Madre María,
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú, llena de la
presencia de Cristo,
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.Tú, estremecida de gozo,
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos ahora un
nuevo ardor de resucitados
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
Tú, Virgen de la
escucha y la contemplación,
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
Estrella de la nueva
evangelización,
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
Madre del Evangelio
viviente,
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.
Dado en Roma, junto a
San Pedro, en la clausura del Año de la fe, el
24 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del año 2013,
primero de mi Pontificado.
FRANCISCUS
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