186. De nuestra fe en
Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la
preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad.
187. Cada cristiano y
cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y
promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la
sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del
pobre y socorrerlo.
Basta recorrer las Escrituras para descubrir cómo el Padre
bueno quiere escuchar el clamor de los pobres: «He visto la aflicción de mi
pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus opresores y conozco sus
sufrimientos. He bajado para librarlo […] Ahora, pues, ve, yo te envío…» (Ex 3,7-8.10),
y se muestra solícito con sus necesidades: «Entonces los israelitas clamaron al
Señor y Él les suscitó un libertador» (Jc 3,15).
Hacer oídos sordos
a ese clamor, cuando nosotros somos los instrumentos de Dios para escuchar al
pobre, nos sitúa fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto, porque ese
pobre «clamaría al Señor contra ti y tú te cargarías con un pecado» (Dt 15,9).
Y la falta de solidaridad en sus necesidades afecta directamente a nuestra
relación con Dios: «Si te maldice lleno de amargura, su Creador escuchará su
imprecación» (Si 4,6).
Vuelve siempre la vieja pregunta: «Si alguno
que posee bienes del mundo ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus
entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17).
Recordemos también con cuánta contundencia el Apóstol Santiago retomaba la
figura del clamor de los oprimidos: «El salario de los obreros que segaron
vuestros campos, y que no habéis pagado, está gritando. Y los gritos de los
segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (5,4).
188. La Iglesia ha
reconocido que la exigencia de escuchar este clamor brota de la misma obra
liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se trata de una
misión reservada sólo a algunos: «La Iglesia, guiada por el Evangelio de la
misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia y
quiere responder a él con todas sus fuerzas»[153].
En este marco se comprende
el pedido de Jesús a sus discípulos: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37),
lo cual implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de
la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, como los
gestos más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas
que encontramos.
La palabra «solidaridad» está un poco desgastada y a veces se
la interpreta mal, pero es mucho más que algunos actos esporádicos de
generosidad. Supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de
comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes
por parte de algunos.
189. La solidaridad
es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad
y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad
privada. La posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y
acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común, por lo cual la
solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le
corresponde.
Estas convicciones y hábitos de solidaridad, cuando se hacen
carne, abren camino a otras transformaciones estructurales y las vuelven
posibles. Un cambio en las estructuras sin generar nuevas convicciones y
actitudes dará lugar a que esas mismas estructuras tarde o temprano se vuelvan
corruptas, pesadas e ineficaces.
190. A veces se trata
de escuchar el clamor de pueblos enteros, de los pueblos más pobres de la
tierra, porque «la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del
hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos»[154]. Lamentablemente, aun los derechos
humanos pueden ser utilizados como justificación de una defensa exacerbada de
los derechos individuales o de los derechos de los pueblos más ricos.
Respetando la independencia y la cultura de cada nación, hay que recordar
siempre que el planeta es de toda la humanidad y para toda la humanidad, y que
el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor
desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad.
Hay que
repetir que «los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para
poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás»[155]. Para hablar adecuadamente de nuestros
derechos necesitamos ampliar más la mirada y abrir los oídos al clamor de otros
pueblos o de otras regiones del propio país. Necesitamos crecer en una
solidaridad que «debe permitir a todos los pueblos llegar a ser por sí mismos
artífices de su destino»[156], así como «cada hombre está llamado a
desarrollarse»[157].
191. En cada lugar y
circunstancia, los cristianos, alentados por sus Pastores, están llamados a
escuchar el clamor de los pobres, como tan bien expresaron los Obispos de
Brasil: «Deseamos asumir, cada día, las alegrías y esperanzas, las angustias y
tristezas del pueblo brasileño, especialmente de las poblaciones de las
periferias urbanas y de las zonas rurales —sin tierra, sin techo, sin pan, sin
salud— lesionadas en sus derechos.
Viendo sus miserias, escuchando sus clamores
y conociendo su sufrimiento, nos escandaliza el hecho de saber que existe
alimento suficiente para todos y que el hambre se debe a la mala distribución
de los bienes y de la renta. El problema se agrava con la práctica generalizada
del desperdicio»[158].
192. Pero queremos
más todavía, nuestro sueño vuela más alto. No hablamos sólo de asegurar a todos
la comida, o un «decoroso sustento», sino de que tengan «prosperidad sin
exceptuar bien alguno»[159]. Esto implica educación, acceso al
cuidado de la salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre,
creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la
dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás
bienes que están destinados al uso común.
193. El imperativo de
escuchar el clamor de los pobres se hace carne en nosotros cuando se nos
estremecen las entrañas ante el dolor ajeno. Releamos algunas enseñanzas de la
Palabra de Dios sobre la misericordia, para que resuenen con fuerza en la vida
de la Iglesia.
El Evangelio proclama: «Felices los misericordiosos, porque
obtendrán misericordia» (Mt 5,7). El Apóstol Santiago enseña que
la misericordia con los demás nos permite salir triunfantes en el juicio
divino: «Hablad y obrad como corresponde a quienes serán juzgados por una ley
de libertad. Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo
misericordia; pero la misericordia triunfa en el juicio» (2,12-13).
En este
texto, Santiago se muestra como heredero de lo más rico de la espiritualidad
judía del postexilio, que atribuía a la misericordia un especial valor
salvífico: «Rompe tus pecados con obras de justicia, y tus iniquidades con
misericordia para con los pobres, para que tu ventura sea larga» (Dn 4,24).
En esta misma línea, la literatura sapiencial habla de la limosna como
ejercicio concreto de la misericordia con los necesitados: «La limosna libra de
la muerte y purifica de todo pecado» (Tb 12,9). Más gráficamente
aún lo expresa el Eclesiástico: «Como el agua apaga el fuego llameante, la
limosna perdona los pecados» (3,30).
La misma síntesis aparece recogida en el
Nuevo Testamento: «Tened ardiente caridad unos por otros, porque la caridad
cubrirá la multitud de los pecados» (1 Pe 4,8). Esta verdad penetró
profundamente la mentalidad de los Padres de la Iglesia y ejerció una
resistencia profética contracultural ante el individualismo hedonista pagano.
Recordemos sólo un ejemplo: «Así como, en peligro de incendio, correríamos a
buscar agua para apagarlo […] del mismo modo, si de nuestra paja surgiera la
llama del pecado, y por eso nos turbamos, una vez que se nos ofrezca la ocasión
de una obra llena de misericordia, alegrémonos de ella como si fuera una fuente
que se nos ofrezca en la que podamos sofocar el incendio»[160].
194. Es un mensaje
tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que ninguna hermenéutica
eclesial tiene derecho a relativizarlo. La reflexión de la Iglesia sobre estos
textos no debería oscurecer o debilitar su sentido exhortativo, sino más bien
ayudar a asumirlos con valentía y fervor. ¿Para qué complicar lo que es tan
simple? Los aparatos conceptuales están para favorecer el contacto con la
realidad que pretenden explicar, y no para alejarnos de ella.
Esto vale sobre
todo para las exhortaciones bíblicas que invitan con tanta contundencia al amor
fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia, a la misericordia con
el pobre. Jesús nos enseñó este camino de reconocimiento del otro con sus
palabras y con sus gestos. ¿Para qué oscurecer lo que es tan claro? No nos
preocupemos sólo por no caer en errores doctrinales, sino también por ser
fieles a este camino luminoso de vida y de sabiduría. Porque «a los defensores
de “la ortodoxia” se dirige a veces el reproche de pasividad, de indulgencia o
de complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables y a
los regímenes políticos que las mantienen»[161].
195. Cuando san Pablo
se acercó a los Apóstoles de Jerusalén para discernir «si corría o había
corrido en vano» (Ga 2,2), el criterio clave de autenticidad que le
indicaron fue que no se olvidara de los pobres (cf. Ga 2,10).
Este gran criterio, para que las comunidades paulinas no se dejaran devorar por
el estilo de vida individualista de los paganos, tiene una gran actualidad en
el contexto presente, donde tiende a desarrollarse un nuevo paganismo individualista.
La belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada
por nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los
últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha.
196. A veces somos
duros de corazón y de mente, nos olvidamos, nos entretenemos, nos extasiamos
con las inmensas posibilidades de consumo y de distracción que ofrece esta
sociedad. Así se produce una especie de alienación que nos afecta a todos, ya
que «está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de
producción y de consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la
formación de esa solidaridad interhumana».[162]
197. El corazón de
Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta Él mismo «se
hizo pobre» (2 Co 8,9). Todo el camino de nuestra redención está
signado por los pobres.
Esta salvación vino a nosotros a través del «sí» de
una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran
imperio. El Salvador nació en un pesebre, entre animales, como lo hacían los
hijos de los más pobres; fue presentado en el Templo junto con dos pichones, la
ofrenda de quienes no podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lv 5,7);
creció en un hogar de sencillos trabajadores y trabajó con sus manos para
ganarse el pan.
Cuando comenzó a anunciar el Reino, lo seguían multitudes de
desposeídos, y así manifestó lo que Él mismo dijo: «El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los
pobres» (Lc 4,18). A los que estaban cargados de dolor, agobiados
de pobreza, les aseguró que Dios los tenía en el centro de su corazón:
«¡Felices vosotros, los pobres, porque el Reino de Dios os pertenece!» (Lc 6,20);
con ellos se identificó: «Tuve hambre y me disteis de comer», y enseñó que la
misericordia hacia ellos es la llave del cielo (cf. Mt 25,35s).
198. Para la Iglesia
la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural,
sociológica, política o filosófica. Dios les otorga «su primera misericordia»[163]. Esta preferencia divina tiene
consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener «los
mismos sentimientos de Jesucristo» (Flp 2,5).
Inspirada en ella, la
Iglesia hizo una opción por los pobres entendida como una «forma
especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da
testimonio toda la tradición de la Iglesia»[164]. Esta opción —enseñaba Benedicto XVI—
«está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por
nosotros, para enriquecernos con su pobreza»[165]. Por eso quiero una Iglesia pobre para
los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos.
Además de participar del sensus
fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es
necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización
es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en
el centro del camino de la Iglesia.
Estamos llamados a descubrir a Cristo en
ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a
escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios
quiere comunicarnos a través de ellos.
199. Nuestro
compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción y
asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un desborde activista, sino ante
todo una atención puesta en el otro «considerándolo como uno
consigo»[166].
Esta atención amante es el inicio de
una verdadera preocupación por su persona, a partir de la cual deseo buscar
efectivamente su bien. Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con
su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe. El verdadero amor
siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o por
vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia: «Del amor por el
cual a uno le es grata la otra persona depende que le dé algo gratis»[167].
El pobre, cuando es amado, «es
estimado como de alto valor»[168], y esto diferencia la auténtica opción
por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los
pobres al servicio de intereses personales o políticos.
Sólo desde esta
cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su camino de
liberación. Únicamente esto hará posible que «los pobres, en cada comunidad
cristiana, se sientan como en su casa. ¿No sería este estilo la más grande y
eficaz presentación de la Buena Nueva del Reino?»[169].
200. Puesto que esta
Exhortación se dirige a los miembros de la Iglesia católica quiero expresar con
dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención
espiritual.
La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la
fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición,
su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de
crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres
debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y
prioritaria.
201. Nadie debería
decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican
prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una excusa frecuente en ambientes
académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales.
Si bien puede
decirse en general que la vocación y la misión propia de los fieles laicos es
la transformación de las distintas realidades terrenas para que toda actividad
humana sea transformada por el Evangelio[171], nadie puede sentirse exceptuado de la
preocupación por los pobres y por la justicia social: «La conversión
espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo, el celo por la justicia
y la paz, el sentido evangélico de los pobres y de la pobreza, son requeridos a
todos»[172].
Temo que también estas palabras sólo
sean objeto de algunos comentarios sin una verdadera incidencia práctica. No
obstante, confío en la apertura y las buenas disposiciones de los cristianos, y
os pido que busquéis comunitariamente nuevos caminos para acoger esta renovada
propuesta.
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