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Padre Lombardi
Santo Padre Francisco, bienvenido a esta comunidad
volante de periodistas, de agentes de la comunicación. Estamos encantados de
acompañarle en su primer viaje intercontinental, internacional, después de
haber ido con usted ya a Lampedusa llenos de emoción. Además es el primer viaje a su continente,
al fin del mundo. Es un viaje con los jóvenes. Por tanto, tiene
un gran interés.
Como ve, hemos ocupado todos los puestos disponibles para
los periodistas en este vuelo. Somos más de 70 personas, y este grupo está
compuesto con criterios muy variados, es decir, hay representantes de las
televisiones —tanto redactores como cameramen—,
hay representantes de la prensa escrita, de las agencias de noticias, de la
radio, de los portales de internet… Así pues, todos los medios están
representados cualificadamente.
Y también están representadas
las diversas culturas y lenguas. Tenemos, en este vuelo, a un
buen grupo de italianos, después están naturalmente los brasileños, venidos
incluso de Brasil para volar con usted: hay diez brasileños que han venido
precisamente para esto. Hay diez de los Estados Unidos de América, nueve de
Francia, seis de España; además hay ingleses, mexicanos, alemanes; también
Japón, Argentina —naturalmente—, Polonia, Portugal y Rusia están representadas.
Por tanto, una comunidad muy variada. Muchos de los presentes siguen a menudo
los viajes del Papa al extranjero, para ellos no es su primera experiencia;
incluso algunos viajan mucho, conocen estos viajes mucho mejor que usted.
Otros, en cambio, vienen por primera vez, porque, por ejemplo, los brasileños,
siguen específicamente este viaje.
Pues bien, hemos pensado darle la bienvenida a este
grupo, también con la voz de uno de nosotros, o mejor de una de nosotros, que
ha sido elegida —creo que sin especiales problemas de oposición— porque es
ciertamente la persona
que ha hecho más viajes al extranjero con el Santo Padre:
estará en liza con el doctor Gasbarri en cuanto al número de viajes hechos.
Además, es una persona que viene de su continente, que puede hablarle en
español, en su lengua; y es una persona —además— que es una mujer, por tanto es
justo que le concedamos hablar. Y le doy enseguida la palabra a Valentina Alazraki, que es la
corresponsal de Televisa desde hace muchos años, y sin embargo
se mantiene juvenil, como ve, y que además estamos contentos de tenerla con
nosotros porque hace algunas semanas se rompió un pie y teníamos miedo que no
pudiese venir. Sin embargo, se le ha curado a tiempo, hace dos o tres días que
le han quitado la escayola, y ahora está ya en el avión. Por tanto, es ella la
que interpreta los sentimientos de la comunidad volante para con usted.
Valentina Alazarki
Papa Francisco, buenos días. El único mérito que tengo
para tener el privilegio de darle el bienvenido es mi altísimo número de horas
de vuelo. Participé en el primer vuelo de Juan Pablo II a México, mi país.
Entonces era la benjamina, ahora soy la decana: 34 años y medio más tarde. Y
por eso tengo el privilegio de darle la bienvenida. Sabemos por sus amigos y
colaboradores en Argentina que los
periodistas no son precisamente “santos de su devoción”. A lo
mejor ha pensado que el
Padre Lombardi lo ha traído a la jaula de los leones… Pero la
verdad, no somos tan feroces y tenemos mucho gusto de poder ser sus compañeros
de viaje. Nos gustaría que nos viera así, como unos compañeros de viaje, para
este y para muchos más.
Obviamente somos periodistas y, si no hoy, mañana o
cualquier día, nos quiere contestar preguntas, no vamos a decir que no, porque
somos periodistas. Puesto que hemos visto que ha encomendado su viaje a María,
y ha ido a Santa María la Mayor, irá a Aparecida, he pensado hacerle un pequeño
regalo, una pequeñísima Virgen peregrina para que lo acompañe en esta
peregrinación y en muchas más. Casualmente es la Virgen de Guadalupe, pero no
por Reina de México, sino por Patrona de América, así que ninguna Virgen se va
a poder resentir, ni la de Argentina, ni Aparecida, ni ninguna otra. Yo se la
regalo, pues, con muchísimo cariño de parte de todos nosotros y con la
esperanza de que lo proteja en este viaje y en muchos viajes más.
Padre Lombardi
Y ahora damos la palabra al Santo Padre, naturalmente,
para que nos diga al menos algunas palabras de introducción a este viaje.
Papa Francisco
Buenos días. Buenos días a todos. Han dicho —he oído—
cosas un poco raras: “No sois santos de mi devoción”, “estoy aquí entre
leones”, pero no tan feroces, ¿eh? Gracias. Verdaderamente no concedo entrevistas, pero porque no
sé, no puedo, es así. No
me resulta fácil hacerlo, pero agradezco esta compañía.
Este primer viaje es precisamente para encontrar a los
jóvenes, pero para encontrarlos no aislados de su vida; quisiera encontrarlos precisamente
en el tejido social, en sociedad. Porque cuando aislamos a los jóvenes,
cometemos una injusticia; les quitamos su pertenencia. Los
jóvenes tienen una pertenencia, una pertenencia a una familia, a una patria, a
una cultura, a una fe… Tienen una pertenencia y nosotros no debemos aislarlos.
Pero sobre todo, no aislarlos de toda la sociedad.
Ellos, verdaderamente, son el futuro de un pueblo: esto es así. Pero no solo ellos: ellos son el futuro porque tienen la
fuerza, son jóvenes, irán adelante. Pero también
el otro extremo de la vida, los ancianos, son el futuro de un pueblo.
Un pueblo tiene futuro si va adelante con los dos puntos: con los jóvenes, con
la fuerza, porque lo llevan adelante; y con los ancianos porque ellos son los
que aportan la sabiduría de la vida. Y tantas veces pienso que cometemos una
injusticia con los ancianos cuando los dejamos de lado como si ellos no
tuviesen nada que aportar; tienen la sabiduría, la sabiduría de la vida, la
sabiduría de la historia, la sabiduría de la patria, la sabiduría de la
familia. Y tenemos necesidad de estas cosas. Por eso digo que voy a encontrar a
los jóvenes, pero en su tejido social, principalmente con los ancianos.
Es verdad que la crisis mundial ha perjudicado a los
jóvenes. La semana pasada leí el porcentaje de jóvenes sin trabajo. Piensen que
corremos el riesgo de
tener una generación que no ha tenido trabajo, y del trabajo
viene la dignidad de
la persona para ganarse el pan. Los jóvenes, en este momento,
están en crisis. Un poco nosotros estamos habituados a esta cultura del descarte:
con los ancianos se practica demasiado a menudo. Pero ahora también con este
gran número de jóvenes sin trabajo, también ellos sufren la cultura del
descarte. Hemos de acabar con esta costumbre de descartar. No. Cultura de la inclusión, cultura del
encuentro, hacer un esfuerzo para incluir a todos en la sociedad.
Este es un poco el sentido que quiero dar a esta visita a los jóvenes, a los
jóvenes en la sociedad.
Les doy las gracias, queridos “santos no de devoción” y
“leones no tan feroces”. Pero muchas gracias, muchas gracias. Y quisiera
saludarles a cada uno. Gracias.
Padre Lombardi
Mil gracias, Santidad, por esta introducción tan
expresiva. Y ahora pasarán todos a saludarle: pasarán por aquí, así pueden
acercarse y cada uno de ellos le puede conocer, presentarse; cada uno diga de
qué medio, de qué televisión, periódico viene. Así el Papa le saluda y lo
conoce…
Papa Francisco
Tenemos diez horas…
(Los periodistas pasan uno a uno a saludar al Santo
Padre.)
Padre Lombardi
¿Han terminado ya todos? ¿Sí? Muy bien. Damos las gracias
de corazón al papa Francisco porque ha sido, creo, para todos nosotros un
momento inolvidable y creo que sea una gran introducción a este viaje. Creo que
usted se ha ganado un poco el corazón de estos “leones”, de modo que durante el
viaje sean sus colaboradores, es decir, entiendan su mensaje y lo difundan con
gran eficacia. Gracias, Santidad.
Papa Francisco
Se lo agradezco sinceramente, y les pido que me ayuden y
colaboren en este viaje, para el bien, para el bien; el bien de la sociedad: el
bien de los jóvenes y el bien de los ancianos; los dos juntos, no lo olviden. Y
yo un poco me quedo
como el profeta Daniel: un poco triste, porque he visto que los leones no eran
tan feroces. Muchas gracias, muchas gracias. Un saludo a todos.
Gracias.
En su amorosa providencia, Dios ha querido que el primer viaje
internacional de mi pontificado me ofreciera la oportunidad de volver a la
amada América Latina, concretamente a Brasil, nación que se
precia de sus estrechos lazos con la Sede Apostólica y de sus profundos
sentimientos de fe y amistad que siempre la han mantenido unida de una manera
especial al Sucesor de Pedro. Doy gracias por esta benevolencia divina.
He aprendido que, para
tener acceso al pueblo brasileño, hay que entrar por el portal de su inmenso
corazón; permítanme, pues, que llame suavemente a esa puerta.
Pido permiso para entrar y pasar esta semana con ustedes.
No tengo oro ni plata, pero traigo conmigo lo más valioso
que se me ha dado: Jesucristo. Vengo en su
nombre para alimentar la llama de amor fraterno que arde en todo corazón; y
deseo que llegue a todos y a cada uno mi saludo: “La paz de Cristo esté con
ustedes”.
Saludo con deferencia a la señora Presidenta y a los
distinguidos miembros de su gobierno. Agradezco su generosa acogida y las
palabras con las que ha querido manifestar la alegría de los brasileños por mi
presencia en su país. Saludo también al Señor Gobernador de este Estado, que
amablemente nos acoge en el Palacio del Gobierno, y al alcalde de Río de
Janeiro, así como a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditados ante el
gobierno brasileño, a las demás autoridades presentes y a todos los que han
trabajado para hacer posible esta visita.
Quisiera decir unas palabras de afecto a mis hermanos obispos,
a quienes incumbe la tarea de guiar a la grey de Dios en este inmenso país, y a
sus queridas Iglesias particulares.
Con esta visita, deseo continuar con la misión pastoral propia del Obispo de
Roma de confirmar a sus hermanos en la fe en Cristo, alentarlos
a dar testimonio de las razones de la esperanza que brota de él, y animarles a
ofrecer a todos las riquezas inagotables de su amor.
Como es sabido, el principal motivo de mi presencia en
Brasil va más allá de sus fronteras. En efecto, he venido para la Jornada
Mundial de la Juventud. Para encontrarme
con jóvenes venidos de todas las partes del mundo, atraídos por los brazos
abiertos de Cristo Redentor. Quieren encontrar un refugio en su
abrazo, justo cerca de su corazón, volver a escuchar su llamada clara y
potente: “Vayan y hagan discípulos a todas las naciones”.
Estos jóvenes provienen de diversos continentes, hablan
idiomas diferentes, pertenecen a distintas culturas y, sin embargo, encuentran
en Cristo las respuestas a sus más altas y comunes aspiraciones, y pueden
saciar el hambre de una verdad clara y de un genuino amor que los una por
encima de cualquier diferencia.
Cristo les ofrece espacio, sabiendo que no puede haber energía más poderosa que esa que brota del
corazón de los jóvenes cuando son seducidos por la experiencia de la amistad
con él. Cristo tiene
confianza en los jóvenes y les confía el futuro de su propia misión:
“Vayan y hagan discípulos”; vayan más allá de las fronteras de lo humanamente
posible, y creen un mundo de hermanos y hermanas.
Pero también los jóvenes tienen confianza en Cristo: no tienen miedo de arriesgar con él la única vida que tienen, porque
saben que no serán defraudados.
Al comenzar mi visita a Brasil, soy muy consciente de
que, dirigiéndome a los jóvenes, hablo también a sus familias, sus comunidades
eclesiales y nacionales de origen, a las sociedades en las que viven, a los
hombres y mujeres de los que depende en gran medida el futuro de estas nuevas
generaciones.
Es común entre ustedes oír decir a los padres: “Los hijos son la pupila de nuestros
ojos”. ¡Qué hermosa es esta expresión de la sabiduría
brasileña, que aplica a los jóvenes la imagen de la pupila de los ojos, la
abertura por la que entra la luz en nosotros, regalándonos el milagro de la
vista! ¿Qué sería de
nosotros si no cuidáramos nuestros ojos? ¿Cómo podríamos
avanzar? Mi esperanza es que, en esta semana, cada uno de nosotros se deje
interpelar por esta pregunta provocadora.
La juventud es el ventanal por el que entra el futuro en
el mundo y, por tanto, nos impone grandes retos. Nuestra
generación se mostrará a la altura de la promesa que hay en cada joven cuando
sepa ofrecerle espacio; tutelar las condiciones materiales y espirituales para
su pleno desarrollo; darle una base sólida sobre la que pueda construir su
vida; garantizarle seguridad y educación para que llegue a ser lo que puede
ser; transmitirle valores duraderos por los que valga la pena vivir; asegurarle
un horizonte trascendente para su sed de auténtica felicidad y su creatividad
en el bien; dejarle en herencia un mundo que corresponda a la medida de la vida
humana; despertar en él las mejores potencialidades para ser protagonista de su
propio porvenir, y corresponsable del destino de todos.
Al concluir, ruego a todos la gentileza de la atención y,
si es posible, la
empatía necesaria para establecer un diálogo entre amigos. En
este momento, los brazos del Papa se alargan para abrazar a toda la nación
brasileña, en el complejo de su riqueza humana, cultural y religiosa. Que desde
la Amazonia hasta la pampa, desde las regiones áridas al Pantanal, desde los
pequeños pueblos hasta las metrópolis, nadie
se sienta excluido del afecto del Papa.
Pasado mañana, si Dios quiere, tengo la intención de
recordar a todos ante Nuestra Señora de Aparecida, invocando su maternal
protección sobre sus hogares y familias. Y, ya desde ahora, los bendigo a
todos. Gracias por
la bienvenida.
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
¡Qué alegría venir a la casa de la Madre de todo brasileño,
el Santuario de Nuestra Señora de Aparecida! Al día siguiente de mi elección
como Obispo de Roma fui a la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma, con el
fin de encomendar a la Virgen mi ministerio como Sucesor de Pedro. Hoy he querido venir aquí para pedir
a María, nuestra Madre, el éxito de la Jornada Mundial de la Juventud, y poner
a sus pies la vida del pueblo latinoamericano.
Quisiera ante todo decirles una cosa. En este santuario,
donde hace seis años se celebró la V
Conferencia General del Episcopado de América Latina y el Caribe,
ha ocurrido algo muy hermoso, que he podido constatar personalmente: ver cómo
los obispos —que trabajaban sobre el tema del encuentro con Cristo, el
discipulado y la misión— se sentían alentados, acompañados y en cierto sentido
inspirados por los miles de peregrinos que acudían cada día a confiar su vida a
la Virgen: aquella
Conferencia ha sido un gran momento de Iglesia.
Y, en efecto, puede decirse que el Documento de Aparecida nació precisamente de esta urdimbre
entre el trabajo de los Pastores y la fe sencilla de los peregrinos,
bajo la protección materna de María. La Iglesia, cuando busca a Cristo, llama
siempre a la casa de la Madre y le pide: “Muéstranos a Jesús”. De ella se
aprende el verdadero discipulado. He aquí por qué la Iglesia va en misión siguiendo
siempre la estela de María.
Hoy, en vista de la Jornada Mundial de la Juventud que me
ha traído a Brasil, también
yo vengo a llamar a la puerta de la casa de María —que amó a
Jesús y lo educó— para que nos ayude a todos nosotros, Pastores del Pueblo de
Dios, padres y educadores, a transmitir a nuestros jóvenes los valores que los
hagan artífices de una nación y de un mundo más justo, solidario y fraterno.
Para ello, quisiera señalar tres
sencillas actitudes: mantener la esperanza, dejarse sorprender
por Dios y vivir con alegría.
1. Mantener la esperanza. La Segunda Lectura de la Misa presenta una escena dramática: una mujer
—figura de María y de la Iglesia— es perseguida por un dragón —el diablo— que
quiere devorar a su hijo. Pero la escena no es de muerte sino de vida, porque
Dios interviene y pone a salvo al niño (cf. Ap12,13a-16.15-16a). Cuántas
dificultades hay en la vida de cada uno, en nuestra gente, nuestras
comunidades. Pero, por más grandes que parezcan, Dios nunca deja que nos
hundamos.
Ante el desaliento que podría haber en la vida, en quien
trabaja en la evangelización o en aquellos que se esfuerzan por vivir la fe
como padres y madres de familia, quisiera decirles con fuerza: Tengan siempre
en el corazón esta certeza: Dios camina a su lado, en ningún momento los
abandona. Nunca perdamos la esperanza. Jamás la apaguemos en nuestro corazón. El “dragón”, el mal, existe en
nuestra historia, pero no es el más fuerte. El más fuerte es Dios, y Dios es
nuestra esperanza.
Cierto que hoy en día, todos un poco, y también nuestros
jóvenes, sienten la sugestión de tantos ídolos que se ponen en el lugar de Dios
y parecen dar esperanza: el dinero, el éxito, el poder, el placer. Con
frecuencia se abre camino en el corazón de muchos una sensación de soledad y
vacío, y lleva a la búsqueda de compensaciones, de estos ídolos pasajeros.
Queridos hermanos y hermanas, seamos luces de esperanza. Tengamos una visión positiva de la realidad. Demos aliento a la
generosidad que caracteriza a los jóvenes,
ayudémoslos a ser protagonistas de la construcción de un mundo mejor: son un motor poderoso para la Iglesia y
para la sociedad. Ellos no sólo necesitan cosas.
Necesitan sobre todo que se les propongan esos valores
inmateriales que son el corazón espiritual de un pueblo, la memoria de un
pueblo. Casi los podemos leer en este santuario, que es parte de la memoria de
Brasil: espiritualidad, generosidad, solidaridad, perseverancia, fraternidad,
alegría; son valores que encuentran sus raíces más profundas en la fe
cristiana.
2. La segunda actitud: dejarse sorprender por Dios. Quien es hombre, mujer de esperanza —la gran esperanza que nos da la fe—
sabe que Dios actúa y nos sorprende también en medio de las dificultades. Y la
historia de este santuario es un ejemplo: tres pescadores, tras una jornada
baldía, sin lograr pesca en las aguas del Río Parnaíba, encuentran algo
inesperado: una imagen de Nuestra Señora de la Concepción. ¿Quién podría haber
imaginado que el lugar de una pesca infructuosa se convertiría en el lugar
donde todos los brasileños pueden sentirse hijos de la misma Madre?
Dios nunca deja de sorprender, como con el vino nuevo del Evangelio que acabamos de escuchar. Dios
guarda lo mejor para nosotros. Pero
pide que nos dejemos sorprender por su amor, que acojamos sus sorpresas.
Confiemos en Dios. Alejados de él, el vino de la alegría, el
vino de la esperanza, se agota. Si nos acercamos a él, si permanecemos con él,
lo que parece agua fría, lo que es dificultad, lo que es pecado, se transforma
en vino nuevo de amistad con él.
3. La tercera actitud: vivir con alegría. Queridos amigos, si caminamos en la esperanza, dejándonos sorprender por
el vino nuevo que nos ofrece Jesús, ya hay alegría en nuestro corazón y no
podemos dejar de ser testigos de esta alegría. El cristiano es alegre, nunca
triste. Dios nos acompaña. Tenemos una Madre que intercede siempre por la vida
de sus hijos, por nosotros, como la reina Esther en la Primera Lectura (cf. Est
5,3).
Jesús nos ha mostrado que el rostro de Dios es el de un
Padre que nos ama. El pecado y la muerte han sido vencidos. El cristiano no puede ser pesimista.
No tiene el aspecto de quien parece estar de luto perpetuo. Si
estamos verdaderamente enamorados de Cristo y sentimos cuánto nos ama, nuestro
corazón se «inflamará» de tanta alegría que contagiará a cuantos viven a
nuestro alrededor. Como decía Benedicto XVI: “El discípulo sabe que sin Cristo
no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro” (Discurso Inaugural
de la V Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe,
Aparecida, 13 de mayo 2007: Insegnamenti
III/1 [2007], p. 861).
Queridos amigos, hemos venido a llamar a la puerta de la
casa de María. Ella nos ha abierto, nos ha hecho entrar y nos muestra a su Hijo.
Ahora ella nos pide: “Hagan todo lo que él les diga” (Jn 2,5). Sí, Madre nuestra, nos comprometemos
a hacer lo que Jesús nos diga. Y lo haremos con esperanza,
confiados en las sorpresas de Dios y llenos de alegría. Que así sea.
Querido Arzobispo de Rio de Janeiro y queridos hermanos
en el Episcopado; honorables autoridades, estimados miembros de la Venerable
Orden Tercera de San Francisco de la Penitencia, queridos médicos, enfermeros y
demás agentes sanitarios, queridos jóvenes y familiares:
Dios ha querido que, después del Santuario de Nuestra
Señora de Aparecida, mis pasos se encaminaran hacia un santuario particular del
sufrimiento humano, como es el Hospital San Francisco de Asís.
Es bien conocida la conversión de su santo Patrón: el
joven Francisco abandona las riquezas y comodidades del mundo para hacerse
pobre entre los pobres; se da cuenta de que la verdadera riqueza y lo que da la auténtica alegría
no son las cosas, el tener, los ídolos del mundo, sino el seguir a Cristo y servir a
los demás; pero quizás es menos conocido el momento en que todo
esto se hizo concreto en su vida: fue cuando abrazó a un leproso.
Aquel hermano que sufría, marginado, era “mediador de la
luz (…) para san Francisco de Asís” (cf. Carta enc. Lumen fidei, 57), porque en cada hermano y
hermana en dificultad abrazamos la carne de Cristo que sufre. Hoy, en este
lugar de lucha contra la dependencia química, quisiera abrazar a cada uno y cada una de ustedes que
son la carne de Cristo, y pedir que Dios colme de sentido y firme esperanza su camino,
y también el mío.
Abrazar. Todos hemos de aprender a abrazar a los
necesitados, como San Francisco. Hay muchas situaciones en Brasil, en el mundo,
que necesitan atención, cuidado, amor, como la lucha contra la dependencia
química. Sin embargo, lo que prevalece con frecuencia en nuestra sociedad es el
egoísmo.
¡Cuántos “mercaderes de muerte” que siguen la lógica del
poder y el dinero a toda costa! La
plaga del narcotráfico, que favorece la violencia y siembra
dolor y muerte, requiere un acto de valor de toda la sociedad. No es la liberalización del consumo
de drogas, como se está discutiendo en varias partes de América
Latina, lo que podrá reducir la propagación y la influencia de la dependencia
química.
Es preciso afrontar los problemas que están a la base de
su uso, promoviendo
una mayor justicia, educando a los jóvenes en los valores que
construyen la vida común, acompañando
a los necesitados y dando esperanza en el futuro. Todos tenemos
necesidad de mirar al otro con los ojos de amor de Cristo, aprender a abrazar a
aquellos que están en necesidad, para expresar cercanía, afecto, amor.
Pero abrazar no es suficiente. Tendamos la mano a quien se
encuentra en dificultad, al que ha caído en el abismo de la
dependencia, tal vez sin saber cómo, y decirle: “Puedes levantarte, puedes remontar; te
costará, pero puedes conseguirlo si de verdad lo quieres”.
Queridos amigos, yo diría a cada uno de ustedes, pero
especialmente a tantos otros que no han tenido el valor de emprender el mismo
camino: “Tú eres el
protagonista de la subida, esta es la condición indispensable.
Encontrarás la mano tendida de quien te quiere ayudar, pero nadie puede subir
por ti”. Pero nunca están solos. La Iglesia y muchas personas están con
ustedes.
Miren con confianza hacia delante, su travesía es larga y
fatigosa, pero miren adelante, hay “un futuro cierto, que se sitúa en una
perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero
que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día” (Carta enc. Lumen fidei, 57).
Quisiera repetirles a todos ustedes: No
se dejen robar la esperanza. Pero también quiero decir: No robemos la esperanza,
más aún, hagámonos
todos portadores de esperanza.
En el Evangelio leemos la parábola del Buen Samaritano, que habla
de un hombre asaltado por bandidos y abandonado medio muerto al borde del
camino. La gente pasa, mira y no se para, continúa indiferente el camino: no es
asunto suyo. Sólo un samaritano, un desconocido, ve, se detiene, lo levanta, le
tiende la mano y lo cura (cf. Lc 10, 29-35).
Queridos amigos, creo que aquí, en este hospital, se hace
concreta la parábola del Buen Samaritano. Aquí no existe indiferencia, sino
atención, no hay desinterés, sino amor. La Asociación San Francisco y la Red de Tratamiento de
Dependencia Química enseñan a inclinarse sobre quien está
dificultad, porque en él ve el rostro de Cristo, porque él es la carne de
Cristo que sufre.
Muchas gracias a todo el personal del servicio médico y
auxiliar que trabaja aquí; su
servicio es valioso, háganlo siempre con amor; es un servicio
que se hace a Cristo, presente en el prójimo: “Cada vez que lo hicieron con el
más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40), nos dice Jesús.
Y quisiera repetir a todos los que luchan contra la
dependencia química, a los familiares que tienen un cometido no siempre fácil:
la Iglesia no es ajena a sus fatigas, sino que los acompaña con afecto.
El Señor está cerca de ustedes y los toma de la mano. Vuelvan los ojos a él en los momentos más duros y les dará consuelo y
esperanza. Y confíen también en el amor materno de María, su Madre. Esta
mañana, en el santuario de Aparecida, he encomendado a cada uno de ustedes a su
corazón. Donde hay una cruz que llevar, allí está siempre ella, nuestra Madre,
a nuestro lado. Los dejo en sus manos, mientras les bendigo a todos con afecto.
-Finalmente, es a
vosotros, jóvenes de uno y otro sexo del mundo entero, a quienes el Concilio
quiere dirigir su último mensaje. Porque sois vosotros los que vais a recibir
la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas
transformaciones de su historia. Sois vosotros los que,
recogiendo lo mejor del ejemplo y de las enseñanzas de vuestros padres y de
vuestros maestros vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o
pereceréis con ella.
La Iglesia, durante cuatro años, ha trabajado para
rejuvenecer su rostro, para responder mejor a los designios de su fundador, el
gran viviente, Cristo, eternamente joven. Al final de esa impresionante “reforma de vida”
se vuelve a vosotros. Es para vosotros los jóvenes, sobre todo
para vosotros, porque la Iglesia acaba de alumbrar en su Concilio una luz, luz
que alumbrará el porvenir.
La Iglesia está preocupada porque esa sociedad que vais a
constituir respete la dignidad, la libertad, el derecho de las personas, y esas
personas son las vuestras.
Está preocupada, sobre todo, porque esa sociedad deje
expandirse su tesoro antiguo y siempre nuevo: la fe, y porque vuestras almas se
puedan sumergir libremente en sus bienhechoras claridades. Confía en que encontraréis tal
fuerza y tal gozo que no estaréis tentados, como algunos de
vuestros mayores, de ceder a la seducción de las filosofías del egoísmo o del
placer, o a las de la desesperanza y de la nada, y que frente al ateísmo, fenómeno
de cansancio y de vejez, sabréis afirmar vuestra fe en la vida y en lo que da
sentido a la vida: la certeza de la existencia de un Dios justo y bueno.
En el nombre de este Dios y de su hijo, Jesús, os
exhortamos a ensanchar vuestros corazones a las dimensiones del mundo, a
escuchar la llamada de vuestros hermanos y a poner ardorosamente a su servicio
vuestras energías. Luchad
contra todo egoísmo. Negaos a dar libre curso a los instintos
de violencia y de odio, que engendran las guerras y su cortejo de males. Sed
generosos, puros, respetuosos, sinceros. Y edificad con entusiasmo un mundo
mejor que el de vuestros mayores.
La Iglesia os mira con confianza y amor. Rica en un largo pasado, siempre vivo en ella, y marchando hacia la
perfección humana en el tiempo y hacia los objetivos últimos de la historia y
de la vida, es la verdadera juventud del mundo. Posee lo que hace la fuerza y
el encanto de la juventud: la facultad de alegrarse con lo que comienza, de
darse sin recompensa, de renovarse y de partir de nuevo para nuevas conquistas.
Miradla y veréis en ella el rostro de Cristo, el héroe verdadero, humilde y
sabio, el Profeta de la verdad y del amor, el compañero y amigo de los jóvenes.
Precisamente en nombre de Cristo os saludamos, os exhortamos y os bendecimos.
7 de diciembre de 1965
Publicado el
19.11.2012
Id y haced discípulos a todos los pueblos
(cf. Mt 28,19)
Queridos jóvenes:
Quiero haceros llegar a todos un saludo lleno de alegría
y afecto. Estoy seguro de que la mayoría de vosotros habéis regresado de la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid “arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe” (cf. Col 2,7). En
este año hemos celebrado en las diferentes diócesis la alegría de ser
cristianos, inspirados por el tema: “Alegraos siempre en el Señor” (Flp 4,4). Y
ahora nos estamos preparando para la próxima Jornada Mundial, que se celebrará en Río de Janeiro, en
Brasil, en el mes de julio de 2013.
Quisiera renovaros ante todo mi invitación a que participéis en
esta importante cita. La célebre estatua del Cristo Redentor,
que domina aquella hermosa ciudad brasileña, será su símbolo elocuente. Sus
brazos abiertos son el signo de la acogida que el Señor regala a cuantos acuden
a él, y su corazón representa el inmenso amor que tiene por cada uno de
vosotros. ¡Dejaos
atraer por él! ¡Vivid esta experiencia del encuentro con Cristo,
junto a tantos otros jóvenes que se reunirán en Río para el próximo encuentro
mundial! Dejaos amar por él y seréis
los testigos que el mundo tanto necesita.
Os invito a que os preparéis a la Jornada Mundial de Río
de Janeiro meditando desde ahora sobre el tema del encuentro: Id y haced discípulos a todos los
pueblos
(cf. Mt 28,19). Se trata de la gran exhortación misionera que
Cristo dejó a toda la Iglesia y que sigue siendo actual también hoy, dos mil
años después. Esta llamada
misionera tiene que resonar ahora con fuerza en vuestros
corazones. El año de preparación para el encuentro de Río coincide con el Año de la Fe, al comienzo del cual
el Sínodo de los Obispos ha dedicado sus trabajos a La
nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Por
ello, queridos jóvenes, me alegro que también vosotros os impliquéis en este
impulso misionero de toda la Iglesia: dar a conocer a Cristo, que es el don más
precioso que podéis dar a los demás.
1. Una llamada apremiante
La historia nos ha mostrado cuántos jóvenes, por medio
del generoso don de sí mismos y anunciando el Evangelio, han contribuido enormemente
al Reino de Dios y al desarrollo de este mundo. Con gran entusiasmo, han
llevado la Buena Nueva del Amor de Dios, que se ha manifestado en Cristo, con
medios y posibilidades muy inferiores con respecto a los que disponemos hoy.
Pienso, por ejemplo, en el beato
José de Anchieta, joven jesuita español del siglo XVI, que
partió a las misiones en Brasil cuando tenía menos de veinte años y se
convirtió en un gran apóstol del Nuevo Mundo. Pero pienso también en los que os
dedicáis generosamente a la misión de la Iglesia. De ello obtuve un
sorprendente testimonio en la Jornada Mundial de Madrid, sobre todo en el
encuentro con los voluntarios.
Hay muchos jóvenes hoy que dudan profundamente de que la
vida sea un don y no ven con claridad su camino. Ante las dificultades del
mundo contemporáneo, muchos
se preguntan con frecuencia: ¿qué puedo hacer? La luz de la fe
ilumina esta oscuridad, nos hace comprender que cada existencia tiene un valor
inestimable, porque es fruto del amor de Dios. Él ama también a quien se ha alejado de él;
tiene paciencia y espera, es más, él ha entregado a su Hijo, muerto y
resucitado, para que nos libere radicalmente del mal. Y Cristo ha enviado a sus
discípulos para que lleven a todos los pueblos este gozoso anuncio de salvación
y de vida nueva.
En su misión de evangelización, la Iglesia cuenta con
vosotros. Queridos jóvenes: vosotros sois los primeros misioneros entre los jóvenes.
Al final del Concilio Vaticano II, cuyo 50º aniversario estamos celebrando en
este año, el siervo de Dios Pablo VI entregó a los jóvenes del mundo un Mensaje
que empezaba con estas palabras: “A vosotros, los jóvenes de uno y otro sexo
del mundo entero, el Concilio quiere dirigir su último mensaje. Pues sois
vosotros los que vais a recoger la antorcha de manos de vuestros mayores y a
vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su
historia. Sois vosotros quienes, recogiendo lo mejor del ejemplo y las
enseñanzas de vuestros padres y maestros, vais a formar la sociedad de mañana; os
salvaréis o pereceréis con ella”. Concluía con una llamada: “¡Construid con
entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores!” (Mensaje a los Jóvenes, 8 de diciembre de 1965).
Queridos jóvenes, esta invitación es de gran actualidad.
Estamos atravesando un período histórico muy particular. El progreso técnico
nos ha ofrecido posibilidades inauditas de interacción entre los hombres y la
población, mas la globalización de estas relaciones sólo será positiva y hará
crecer el mundo en humanidad si se basa no en el materialismo sino en el amor, que es la única realidad
capaz de colmar el corazón de cada uno y de unir a las personas.
Dios es amor. El hombre que se olvida de Dios se queda sin esperanza y es
incapaz de amar a su semejante. Por ello, es urgente testimoniar la presencia de Dios,
para que cada uno la pueda experimentar. La salvación de la humanidad y la
salvación de cada uno de nosotros están en juego. Quien comprenda esta
necesidad, sólo podrá exclamar con Pablo: “¡Ay de mí si no anuncio el
Evangelio!” (1Co 9,16).
2. Sed discípulos de Cristo
Esta llamada misionera se os dirige también por otra
razón: es necesaria para vuestro
camino de fe personal. El beato Juan Pablo II escribió: “La fe
se refuerza dándola” (Enc. Redemptoris
Missio, 2). Al anunciar el Evangelio vosotros mismos crecéis
arraigándoos cada vez más profundamente en Cristo, os convertís en cristianos
maduros. El compromiso misionero es una dimensión esencial de la fe; no se puede ser un verdadero
creyente si no se evangeliza. El anuncio del Evangelio no puede
ser más que la consecuencia de la alegría
de haber encontrado en Cristo la roca sobre la que construir la propia
existencia. Esforzándoos en servir a los demás y en anunciarles el Evangelio,
vuestra vida, a menudo dispersa en diversas actividades, encontrará su unidad
en el Señor, os construiréis también vosotros mismos, creceréis y maduraréis en humanidad.
¿Qué significa ser misioneros? Significa ante todo ser
discípulos de Cristo, escuchar una y otra vez la invitación a seguirle, la
invitación a mirarle: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt
11,29). Un discípulo es, de hecho, una persona que se pone a la escucha de la
palabra de Jesús (cf. Lc 10,39), al que se reconoce como el buen Maestro que
nos ha amado hasta dar la vida. Por ello, se trata de que cada uno de vosotros
se deje plasmar cada día por la Palabra de Dios; esta os hará amigos del Señor Jesucristo, capaces de incorporar a otros jóvenes en esta amistad con él.
Os aconsejo que hagáis memoria de los dones recibidos de
Dios para transmitirlos a su vez. Aprended a leer vuestra historia personal,
tomad también conciencia de la maravillosa herencia de las generaciones que os
han precedido: numerosos creyentes nos han transmitido la fe con valentía,
enfrentándose a pruebas e incomprensiones. No olvidemos nunca que formamos parte de una enorme cadena
de hombres y mujeres que nos han transmitido la verdad de la fe y que cuentan
con nosotros para que otros la reciban. El ser misioneros
presupone el conocimiento de este patrimonio recibido, que es la fe de la
Iglesia. Es necesario conocer aquello en lo que se cree, para poder anunciarlo.
Como escribí en la introducción de YouCat,
el catecismo para jóvenes que os regalé en el Encuentro Mundial de Madrid,
“tenéis que conocer vuestra fe de forma tan precisa como un especialista en
informática conoce el sistema operativo de su ordenador, como un buen músico
conoce su pieza musical. Sí, tenéis que estar más profundamente enraizados en
la fe que la generación de vuestros padres, para poder enfrentaros a los retos
y tentaciones de este tiempo con fuerza y decisión” (Prólogo).
3. Id
Jesús envió a sus discípulos en misión con este encargo:
“Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y
sea bautizado se salvará” (Mc 16,15-16). Evangelizar
significa llevar a los demás la Buena Nueva de la salvación y
esta Buena Nueva es una persona: Jesucristo.
Cuando le encuentro, cuando descubro hasta qué punto soy amado por Dios y
salvado por él, nace en mí no solo el deseo, sino la necesidad de darlo a conocer a
otros. Al principio del Evangelio de Juan vemos a Andrés que,
después de haber encontrado a Jesús, se da prisa para llevarle a su hermano
Simón (cf. Jn 1,40-42). La evangelización parte siempre del encuentro con
Cristo, el Señor. Quien se ha acercado a él y ha hecho la experiencia de su
amor, quiere compartir en seguida la belleza de este encuentro que nace de esta
amistad. Cuanto más conocemos a Cristo, más deseamos anunciarlo. Cuanto más
hablamos con Él, más deseamos hablar de Él. Cuanto más nos hemos dejado
conquistar, más deseamos llevar a otros hacia Él.
Por medio del bautismo,
que nos hace nacer a una vida nueva, el Espíritu Santo se establece en nosotros
e inflama nuestra mente y nuestro corazón. Es Él quien nos guía a conocer a
Dios y a entablar una amistad cada vez más profunda con Cristo; es el Espíritu
quien nos impulsa a hacer el bien, a servir a los demás, a entregarnos.
Mediante la confirmación somos fortalecidos por sus dones para testimoniar el
Evangelio con más madurez cada vez. El alma de la misión es el Espíritu de
amor, que nos empuja a salir de nosotros mismos, para “ir” y evangelizar.
Queridos jóvenes, dejaos conducir por la fuerza del amor de Dios, dejad que
este amor venza la tendencia a encerrarse en el propio mundo, en los propios
problemas, en las propias costumbres. Tened
el valor de “salir” de vosotros mismos hacia los demás y
guiarlos hasta el encuentro con Dios.
4. Llegad a todos los pueblos
Cristo resucitado envió a sus discípulos a testimoniar su
presencia salvadora a todos los pueblos, porque Dios, en su amor
sobreabundante, quiere que todos se salven y que nadie se pierda. Con el
sacrificio de amor de la Cruz, Jesús abrió el camino para que cada hombre y
cada mujer puedan conocer a Dios y entrar en comunión de amor con Él. Él
constituyó una comunidad de discípulos para llevar el anuncio de salvación del
Evangelio hasta los confines de la tierra, para llegar a los hombres y mujeres
de cada lugar y de todo tiempo.¡Hagamos nuestro este deseo de Jesús!
Queridos amigos, abrid los ojos y mirad en torno a
vosotros. Hay muchos jóvenes que han perdido el sentido de su existencia. ¡Id! Cristo también os necesita.
Dejaos llevar por su amor, sed instrumentos de este amor inmenso, para que
llegue a todos, especialmente a los que están “lejos”. Algunos están lejos
geográficamente, mientras que otros están lejos porque su cultura no deja
espacio a Dios; algunos aún no han acogido personalmente el Evangelio, otros,
en cambio, a pesar de haberlo recibido, viven como si Dios no existiese. Abramos a todos las puertas de
nuestro corazón; intentemos entrar en diálogo con ellos, con
sencillez y respeto mutuo. Este diálogo, si es vivido con verdadera amistad,
dará fruto. Los “pueblos” a los que hemos sido enviados no son solo los demás
países del mundo, sino también los diferentes ámbitos de la vida: las familias,
los barrios, los ambientes de estudio o trabajo, los grupos de amigos y los
lugares de ocio. El anuncio gozoso del Evangelio está destinado a todos los
ambientes de nuestra vida, sin exclusión.
Quisiera subrayar dos campos en los que debéis vivir con
especial atención vuestro compromiso misionero. El primero es el de las
comunicaciones sociales, en particular el mundo de Internet. Queridos
jóvenes, como ya os dije en otra ocasión, “sentíos comprometidos a sembrar en
la cultura de este nuevo ambiente comunicativo e informativo los valores sobre
los que se apoya vuestra vida. (…) A vosotros, jóvenes, que casi
espontáneamente os sentís en sintonía con estos nuevos medios de comunicación,
os corresponde de manera particular la tarea de evangelizar este ‘continente
digital’” (Mensaje para la XLIII Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales, 24 mayo 2009). Por ello, sabed
usar con sabiduría este medio, considerando también las
insidias que contiene, en particular el riesgo de la dependencia, de confundir el
mundo real con el virtual, de sustituir el encuentro y el diálogo directo con
las personas con los contactos en la red.
El segundo ámbito es el de la movilidad. Hoy son
cada vez más numerosos los jóvenes que viajan, ya sea por motivos de estudio,
trabajo o diversión. Pero pienso también en todos los movimientos migratorios,
con los que millones de personas, a menudo jóvenes, se trasladan y cambian de
región o país por motivos económicos o sociales. También estos fenómenos pueden
convertirse en ocasiones providenciales para la difusión del Evangelio.
Queridos jóvenes, no
tengáis miedo en testimoniar vuestra fe también en estos contextos;
comunicar la alegría del encuentro con Cristo es un don precioso para aquellos
con los que os encontráis.
5. Haced discípulos
Pienso que a menudo habéis experimentado la dificultad de que vuestros
coetáneos participen en la experiencia de la fe. A menudo
habréis constatado cómo en muchos jóvenes, especialmente en ciertas fases del
camino de la vida, está el deseo de conocer a Cristo y vivir los valores del
Evangelio, pero no se sienten idóneos y capaces. ¿Qué se puede hacer? Sobre
todo, con vuestra
cercanía y vuestro sencillo testimonio abrís una brecha a
través de la cual Dios puede tocar sus corazones. El anuncio de Cristo no
consiste solo en palabras, sino que debe implicar toda la vida y traducirse en
gestos de amor. Es el amor que Cristo ha infundido en nosotros el que nos hace
evangelizadores; nuestro amor debe conformarse cada vez más con el suyo. Como
el buen samaritano, debemos
tratar con atención a los que encontramos, debemos saber escuchar, comprender y ayudar,
para poder guiar a quien busca la verdad y el sentido de la vida hacia la casa
de Dios, que es la Iglesia, donde se encuentra la esperanza y la salvación (cf.
Lc 10,29-37).
Queridos amigos, nunca olvidéis que el primer acto de amor que
podéis hacer hacia el prójimo es el de compartir la fuente de nuestra
esperanza: quien no da a Dios, da muy poco. Jesús ordena a sus apóstoles:
“Haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he
mandado” (Mt 28,19-20). Los medios que tenemos para “hacer discípulos” son
principalmente el bautismo y la catequesis. Esto significa que debemos conducir
a las personas que estamos evangelizando para que encuentren a Cristo vivo, en
modo particular en su Palabra y en los sacramentos. De este modo podrán creer
en él, conocerán a Dios y vivirán de su gracia.
Quisiera que cada uno se
preguntase: ¿he tenido alguna vez el valor de proponer el bautismo a los
jóvenes que aún no lo han recibido? ¿He invitado a alguien a seguir un camino
para descubrir la fe cristiana? Queridos amigos, no tengáis miedo de proponer a
vuestros coetáneos el encuentro con Cristo. Invocad al Espíritu
Santo: Él os guiará para poder entrar cada vez más en el conocimiento y el amor
de Cristo y os hará creativos para transmitir el Evangelio.
6. Firmes en la fe
Ante las dificultades de la misión de evangelizar, a
veces tendréis la tentación de decir como el profeta Jeremías: “¡Ay, Señor,
Dios mío! Mira que no sé hablar, que solo soy un niño”. Pero Dios también os
contesta: “No digas que eres niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que
yo te ordene” (Jr 1,6-7). Cuando os sintáis ineptos, incapaces y débiles para
anunciar y testimoniar la fe, no temáis. La evangelización no es una iniciativa
nuestra que dependa sobre todo de nuestros talentos, sino que es una respuesta
confiada y obediente a la llamada de Dios, y por ello no se basa en nuestra
fuerza, sino en la suya. Esto lo experimentó el apóstol Pablo: “Llevamos este
tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria
es de Dios y no proviene de nosotros” (2Co 4,7).
Por ello os invito a que os arraiguéis en la oración y en los sacramentos.
La evangelización auténtica nace siempre de la oración y está sostenida por
ella. Primero tenemos que hablar con Dios para poder hablar de Dios. En la
oración le encomendamos al Señor las personas a las que hemos sido enviados y
le suplicamos que les toque el corazón; pedimos al Espíritu Santo que nos haga
sus instrumentos para la salvación de ellos; pedimos a Cristo que ponga las
palabras en nuestros labios y nos haga ser signos de su amor. En modo más
general, pedimos por la misión de toda la Iglesia, según la petición explícita
de Jesús: “Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”
(Mt 9,38). Sabed encontrar en la eucaristía
la fuente de vuestra vida de fe y de vuestro testimonio cristiano, participando
con fidelidad en la misa dominical y cada vez que podáis durante la semana.
Acudid frecuentemente al sacramento de la reconciliación, que es un encuentro
precioso con la misericordia de Dios que nos acoge, nos perdona y renueva
nuestros corazones en la caridad. No dudéis en recibir el sacramento de la confirmación, si aún
no lo habéis recibido, preparándoos con esmero y solicitud. Es, junto con la
eucaristía, el sacramento de la misión por excelencia, que nos da la fuerza y
el amor del Espíritu Santo para profesar la fe sin miedo. Os aliento también a
que hagáis adoración
eucarística; detenerse en la escucha y el diálogo con Jesús
presente en el sacramento es el punto de partida de un nuevo impulso misionero.
Si seguís por este camino, Cristo mismo os dará la
capacidad de ser plenamente fieles a su Palabra y de testimoniarlo con lealtad
y valor. A veces seréis llamados a demostrar vuestra perseverancia, en
particular cuando la Palabra de Dios suscite oposición o cerrazón. En ciertas
regiones del mundo, por la falta
de libertad religiosa, algunos de vosotros sufrís por no poder
dar testimonio de la propia fe en Cristo. Hay quien ya ha pagado con la vida el
precio de su pertenencia a la Iglesia. Os animo a que permanezcáis firmes en la
fe, seguros de que Cristo está a vuestro lado en esta prueba. Él os repite:
“Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de
cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa
será grande en el cielo” (Mt 5,11-12).
7. Con toda la Iglesia
Queridos jóvenes, para permanecer firmes en la confesión
de la fe cristiana allí donde habéis sido enviados, necesitáis a la Iglesia.
Nadie puede ser testigo del Evangelio en solitario. Jesús envió a sus
discípulos a la misión en grupos: “Haced discípulos” está puesto en plural. Por
tanto, nosotros siempre damos testimonio en cuanto miembros de la comunidad
cristiana; nuestra
misión es fecundada por la comunión que vivimos en la Iglesia,
y gracias a esa unidad y ese amor recíproco nos reconocerán como discípulos de
Cristo (cf. Jn13,35). Doy gracias a Dios por la preciosa obra de evangelización
que realizan nuestras comunidades cristianas, nuestras parroquias y nuestros
movimientos eclesiales. Los frutos de esta evangelización pertenecen a toda la
Iglesia: “Uno siembra y otro siega” (Jn 4,37).
En este sentido, quiero dar gracias por el gran don de los misioneros,
que dedican toda su vida a anunciar el Evangelio hasta los confines de la
tierra. Asimismo, doy gracias al Señor por los sacerdotes y consagrados, que se
entregan totalmente para que Jesucristo sea anunciado y amado. Deseo alentar
aquí a los jóvenes que son llamados por Dios, a que se comprometan con
entusiasmo en estas vocaciones: “Hay más dicha en dar que en recibir” (Hch 20,35).
A los que dejan todo para seguirlo, Jesús ha prometido el ciento por uno y la
vida eterna (cf. Mt 19,29).
También doy gracias por todos los fieles laicos que
allí donde se encuentran, en familia o en el trabajo, se esmeran en vivir su
vida cotidiana como una misión, para que Cristo sea amado y servido y para que
crezca el Reino de Dios. Pienso, en particular, en todos los que trabajan en el
campo de la educación, la sanidad, la empresa, la política y la economía y en
tantos ambientes del apostolado seglar. Cristo necesita vuestro compromiso y
vuestro testimonio. Que nada –ni las dificultades, ni las incomprensiones– os
hagan renunciar a llevar el Evangelio de Cristo a los lugares donde os
encontréis; cada uno de vosotros es valioso en el gran mosaico de la
evangelización.
8. “Aquí estoy, Señor”
Queridos jóvenes, al concluir quisiera invitaros a que
escuchéis en lo profundo de vosotros mismos la llamada de Jesús a anunciar su
Evangelio. Como muestra la gran estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro,
su corazón está abierto para amar a todos, sin distinción, y sus brazos están
extendidos para abrazar a todos. Sed
vosotros el corazón y los brazos de Jesús. Id a dar testimonio
de su amor, sed los nuevos misioneros animados por el amor y la acogida. Seguid
el ejemplo de los grandes misioneros de la Iglesia, como san Francisco Javier y
tantos otros.
Al final de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid,
bendije a algunos jóvenes de diversos continentes que partían en misión. Ellos
representaban a tantos jóvenes que, siguiendo al profeta Isaías, dicen al
Señor: “Aquí estoy, mándame” (Is 6,8). La Iglesia confía en vosotros y os
agradece sinceramente el dinamismo que le dais. Usad vuestros talentos con
generosidad al servicio del anuncio del Evangelio. Sabemos que el Espíritu
Santo se regala a los que, en pobreza de corazón, se ponen a disposición de tal
anuncio. No tengáis miedo. Jesús, Salvador del mundo, está con nosotros todos
los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20).
Esta llamada, que dirijo a los jóvenes de todo el mundo,
asume una particular relevancia para vosotros, queridos jóvenes de América Latina. En
la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tuvo lugar en
Aparecida en 2007, los obispos lanzaron una “misión continental”. Los jóvenes,
que en aquel continente constituyen la mayoría de la población, representan un
potencial importante y valioso para la Iglesia y la sociedad. Sed vosotros los
primeros misioneros. Ahora que la Jornada Mundial de la Juventud regresa a
América Latina, exhorto a todos los jóvenes del continente: transmitid a
vuestros coetáneos del mundo entero el entusiasmo de vuestra fe.
Que la Virgen María, Estrella de la Nueva Evangelización,
invocada también con las advocaciones de Nuestra Señora de Aparecida y Nuestra
Señora de Guadalupe, os acompañe en vuestra misión de testigos del amor de
Dios. A todos imparto, con particular afecto, mi Bendición Apostólica.
Vaticano, 18 de octubre de 2012
Publicado el
16.07.2013
¡Oh Padre! Enviaste a Tu Hijo Eterno para salvar el mundo
y elegiste hombres y mujeres para que por Él, con Él y en Él proclamaran la
Buena Noticia a todas las naciones. Concede las gracias necesarias para que
brille en el rostro de todos los jóvenes la alegría de ser, por la fuerza del
Espíritu, los evangelizadores que la Iglesia necesita en el Tercer Milenio.
¡Oh Cristo! Redentor de la humanidad, Tu imagen de brazos
abiertos en la cumbre del Corcovado acoge a todos los pueblos. En Tu
ofrecimiento pascual, nos condujiste por medio del Espíritu Santo al encuentro
filial con el Padre. Los jóvenes, que se alimentan de la Eucaristía, Te oyen en
la Palabra y Te encuentran en el hermano, necesitan Tu infinita misericordia
para recorrer los caminos del mundo como discípulos misioneros de la nueva
evangelización.
¡Oh Espíritu Santo! Amor del Padre y del Hijo, con el
esplendor de Tu Verdad y con el fuego de Tu amor, envía Tu Luz sobre todos los
jóvenes para que, impulsados por la Jornada Mundial de la Juventud, lleven a
los cuatros rincones del mundo la fe, la esperanza y la caridad, convirtiéndose
en grandes constructores de la cultura de la vida y de la paz y los
protagonistas de un nuevo mundo.
¡Amén!