CELEBRACIÓN DE LA HORA MEDIA CON
SACERDOTES,
RELIGIOSOS, CONSAGRADOS Y SEMINARISTAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Duomo de Milán
Sábado 2 de junio de 2012
Duomo de Milán
Sábado 2 de junio de 2012
Queridos
hermanos y hermanas:
Nos
hemos reunido en oración, respondiendo a la invitación del himno ambrosiano de
la Hora Tercia: «Es la hora tercia. Jesús, el Señor, sube injuriado a la cruz».
Es una clara referencia a la obediencia amorosa de Jesús a la voluntad del
Padre. El misterio pascual ha dado inicio a un tiempo nuevo: la muerte y
resurrección de Cristo recrea la inocencia en la humanidad y suscita en ella la
alegría. De hecho, el himno prosigue: «Aquí comienza la época de la salvación
de Cristo», «Hinc iam beata tempora coepere Christi gratia».
Nos hemos
reunido en la basílica catedral, en este Duomo, que es verdaderamente el
corazón de Milán. Desde aquí el pensamiento se extiende a la vastísima
archidiócesis ambrosiana, que a lo largo de los siglos y también en tiempos
recientes ha dado a la Iglesia hombres insignes por su santidad de vida y por
su ministerio, como san Ambrosio y san Carlos, y algunos Pontífices de talla
poco común, como Pío XI y el siervo de Dios Pablo VI, y los beatos cardenales
Andrea Carlo Ferrari y Alfredo Ildefonso Schuster.
Me
alegra mucho estar un poco con vosotros. Saludo con afecto a todos, y a cada
uno en particular, y extiendo mi saludo de modo especial a los que están
enfermos o son muy ancianos. Saludo con viva cordialidad a vuestro arzobispo,
el cardenal Angelo Scola, y le agradezco sus amables palabras; saludo con
afecto a vuestros pastores eméritos, los cardenales Carlo Maria Martini y
Dionigi Tettamanzi, con los demás cardenales y obispos presentes.
En este momento vivimos el misterio de la Iglesia en su expresión más
alta, la de la oración litúrgica. Nuestros labios, nuestro corazón y nuestra
mente, en la oración eclesial se hacen intérpretes de las necesidades y de los
anhelos de toda la humanidad. Con las palabras del Salmo 118 hemos suplicado al
Señor en nombre de todos los hombres: «Inclina mi corazón a tus preceptos…
Señor, que me alcance tu favor» (vv. 36.41).
La oración diaria de la Liturgia de las Horas constituye una tarea esencial del ministerio ordenado en la Iglesia. También a través del Oficio divino, que prolonga a lo largo de la jornada el misterio central de la Eucaristía, los presbíteros están unidos de modo especial al Señor Jesús, vivo y operante en el tiempo. ¡El sacerdocio es un don precioso! Vosotros, queridos seminaristas que os preparáis para recibirlo, aprended a gustarlo desde ahora y vivid con empeño el valioso tiempo en el seminario. El arzobispo Montini, durante las ordenaciones de 1958 dijo precisamente en esta catedral: «Comienza la vida sacerdotal: un poema, un drama, un misterio nuevo…, fuente de perpetua meditación…, siempre objeto de descubrimiento y de maravilla; [el sacerdocio] —dijo— siempre es novedad y belleza para quien le dedica un pensamiento amoroso…, es reconocimiento de la obra de Dios en nosotros» (Homilía en la ceremonia de ordenación de 46 sacerdotes, 21 de junio de 1958).
La oración diaria de la Liturgia de las Horas constituye una tarea esencial del ministerio ordenado en la Iglesia. También a través del Oficio divino, que prolonga a lo largo de la jornada el misterio central de la Eucaristía, los presbíteros están unidos de modo especial al Señor Jesús, vivo y operante en el tiempo. ¡El sacerdocio es un don precioso! Vosotros, queridos seminaristas que os preparáis para recibirlo, aprended a gustarlo desde ahora y vivid con empeño el valioso tiempo en el seminario. El arzobispo Montini, durante las ordenaciones de 1958 dijo precisamente en esta catedral: «Comienza la vida sacerdotal: un poema, un drama, un misterio nuevo…, fuente de perpetua meditación…, siempre objeto de descubrimiento y de maravilla; [el sacerdocio] —dijo— siempre es novedad y belleza para quien le dedica un pensamiento amoroso…, es reconocimiento de la obra de Dios en nosotros» (Homilía en la ceremonia de ordenación de 46 sacerdotes, 21 de junio de 1958).
Si
Cristo, para edificar su Iglesia, se entrega en las manos del sacerdote, este a
su vez se debe abandonar a él sin reservas: el amor al Señor Jesús es el alma y
la razón del ministerio sacerdotal, como fue premisa para que él asignara a
Pedro la misión de apacentar su rebaño: «Simón…, ¿me amas más que estos?…
Apacienta mis corderos (Jn 21,
15)».
El concilio Vaticano II recordó que Cristo «es siempre el principio y
fuente de la unidad de su vida. Los presbíteros, por tanto, conseguirán la
unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del
Padre y en la entrega de sí mismos a favor del rebaño a ellos confiado. Así,
realizando la misión del buen Pastor, encontrarán en el ejercicio mismo de la
caridad pastoral el vínculo de la perfección sacerdotal que una su vida con su
acción» (Presbyterorum
ordinis, 14).
Precisamente sobre esta cuestión afirmó: en las diversas ocupaciones, de hora
en hora, la unidad de la vida, la unidad del ser sacerdote se encuentra
precisamente en esta fuente de la amistad profunda de con Jesús, en estar
interiormente junto con él. Y no hay oposición entre el bien de la persona del
sacerdote y su misión; más aún, la caridad pastoral es elemento unificador de
vida que parte de una relación cada vez más íntima con Cristo en la oración
para vivir la entrega total de sí mismos en favor del rebaño, de modo que el
pueblo de Dios crezca en la comunión con Dios y sea manifestación de la
comunión de la Santísima Trinidad.
De hecho, cada una de nuestras acciones tiene
como finalidad llevar a los fieles a la unión con el Señor y hacer crecer así
la comunión eclesial para la salvación del mundo. Las tres cosas: unión
personal con Dios, bien de la Iglesia y bien de la humanidad en su totalidad no
son cosas distintas u opuestas, sino una sinfonía de la fe vivida.
El
celibato sacerdotal y la virginidad consagrada son signo luminoso de esta
caridad pastoral y de un corazón indiviso. En el himno de san Ambrosio hemos
cantado: «Si en ti nace el Hijo de Dios, conservas la vida inocente». «Acoger a
Cristo» —«Christum suscipere»— es un tema que vuelve a menudo en la
predicación del santo obispo de Milán; cito un pasaje de su Comentario a san
Lucas: «Quien acoge a Cristo en la intimidad de su casa se sacia con las
alegrías más grandes» (Expos. Evangelii sec. Lucam, v. 16).
El Señor Jesús fue su gran
atractivo, el tema principal de su reflexión y de su predicación, y sobre todo
el término de un amor vivo e íntimo. Sin duda, el amor a Jesús vale para todos
los cristianos, pero adquiere un significado singular para el sacerdote célibe
y para quien ha respondido a la vocación a la vida consagrada: sólo y siempre
en Cristo se encuentra la fuente y el modelo para repetir a diario el «sí» a la
voluntad de Dios. «¿Qué lazos tenía Cristo?», se preguntaba san Ambrosio, que
con intensidad sorprendente predicó y cultivó la virginidad en la Iglesia,
promoviendo también la dignidad de la mujer.
A esa pregunta respondía: «No
tiene lazos de cuerda, sino vínculos de amor y afecto del alma» (De
virginitate, 13, 77). Y,
precisamente en un célebre sermón a las vírgenes, dijo: «Cristo es todo para
nosotros. Si tú quieres curar tus heridas, él es médico; si estás ardiendo de
fiebre, él es fuente refrescante; si estás oprimido por la iniquidad, él es
justicia; si tienes necesidad de ayuda, él es vigor; si temes la muerte, él es
la vida; si deseas el cielo, él es el camino; si huyes de las tinieblas, él es
la luz; si buscas comida, él es alimento» (ib., 16, 99).
Queridos
hermanos y hermanas consagrados, os agradezco vuestro testimonio y os aliento:
mirad al futuro con confianza, contando con la fidelidad de Dios, que no nos
faltará nunca, y el poder de su gracia, capaz de realizar siempre nuevas
maravillas, también en nosotros y con nosotros. Las antífonas de la salmodia de
este sábado nos han llevado a contemplar el misterio de la Virgen María. De
hecho, en ella podemos reconocer el «tipo de vida en pobreza y virginidad que
eligió para sí mismo Cristo el Señor y que también abrazó su madre, la Virgen»
(Lumen gentium, 46), una
vida en plena obediencia a la voluntad de Dios.
El himno nos ha recordado también las palabras de Jesús en la cruz: «Desde la gloria de su patíbulo, Jesús habla a la Virgen: “Mujer, he ahí a tu hijo”; “Juan, he ahí a tu madre”». María, Madre de Cristo, extiende y prolonga también en nosotros su divina maternidad, para que el ministerio de la Palabra y de los sacramentos, la vida de contemplación y la actividad apostólica en las múltiples formas perseveren, sin cansancio y con valentía, al servicio de Dios y para la edificación de su Iglesia.
En este momento quiero dar gracias a Dios por los numerosos sacerdotes ambrosianos, religiosos y religiosas que han gastado sus energías al servicio del Evangelio, llegando incluso al sacrificio supremo de la vida. Algunos de ellos han sido propuestos al culto y a la imitación de los fieles también en tiempos recientes: los beatos sacerdotes Luigi Talamoni, Luigi Biraghi, Luigi Monza, Carlo Gnocchi, Serafino Morazzone; los beatos religiosos Giovanni Mazzucconi, Luigi Monti y Clemente Vismara, y las religiosas Maria Anna Sala y Enrichetta Alfieri. Por su común intercesión pidamos con confianza al Dador de todo don que haga siempre fecundo el ministerio de los sacerdotes, que refuerce el testimonio de las personas consagradas, para mostrar al mundo la belleza de la entrega a Cristo y a la Iglesia; y que renueve a las familias cristianas según el designio de Dios, para que sean espacios de gracia y de santidad, terreno fértil para las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Amén. Gracias.
El himno nos ha recordado también las palabras de Jesús en la cruz: «Desde la gloria de su patíbulo, Jesús habla a la Virgen: “Mujer, he ahí a tu hijo”; “Juan, he ahí a tu madre”». María, Madre de Cristo, extiende y prolonga también en nosotros su divina maternidad, para que el ministerio de la Palabra y de los sacramentos, la vida de contemplación y la actividad apostólica en las múltiples formas perseveren, sin cansancio y con valentía, al servicio de Dios y para la edificación de su Iglesia.
En este momento quiero dar gracias a Dios por los numerosos sacerdotes ambrosianos, religiosos y religiosas que han gastado sus energías al servicio del Evangelio, llegando incluso al sacrificio supremo de la vida. Algunos de ellos han sido propuestos al culto y a la imitación de los fieles también en tiempos recientes: los beatos sacerdotes Luigi Talamoni, Luigi Biraghi, Luigi Monza, Carlo Gnocchi, Serafino Morazzone; los beatos religiosos Giovanni Mazzucconi, Luigi Monti y Clemente Vismara, y las religiosas Maria Anna Sala y Enrichetta Alfieri. Por su común intercesión pidamos con confianza al Dador de todo don que haga siempre fecundo el ministerio de los sacerdotes, que refuerce el testimonio de las personas consagradas, para mostrar al mundo la belleza de la entrega a Cristo y a la Iglesia; y que renueve a las familias cristianas según el designio de Dios, para que sean espacios de gracia y de santidad, terreno fértil para las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Amén. Gracias.
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