1. La alegría del amor que se vive en las
familias es también el júbilo de la Iglesia. Como han indicado los Padres
sinodales, a pesar de las numerosas señales de crisis del matrimonio, «el deseo
de familia permanece vivo, especialmente entre los jóvenes, y esto motiva a la
Iglesia»[1].
Como respuesta a ese anhelo «el anuncio cristiano relativo a la familia es
verdaderamente una buena noticia»[2].
2. El camino sinodal
permitió poner sobre la mesa la situación de las familias en el mundo actual, ampliar
nuestra mirada y reavivar nuestra conciencia sobre la importancia del
matrimonio y la familia. Al mismo tiempo, la complejidad de los temas
planteados nos mostró la necesidad de seguir profundizando con libertad algunas
cuestiones doctrinales, morales, espirituales y pastorales. La reflexión de los
pastores y teólogos, si es fiel a la Iglesia, honesta, realista y creativa, nos
ayudará a encontrar mayor claridad.
Los debates que se dan en los medios de
comunicación o en publicaciones, y aun entre ministros de la Iglesia, van desde
un deseo desenfrenado de cambiar todo sin suficiente reflexión o
fundamentación, a la actitud de pretender resolver todo aplicando normativas
generales o derivando conclusiones excesivas de algunas reflexiones teológicas.
3. Recordando que el
tiempo es superior al espacio, quiero reafirmar que no todas las discusiones
doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones
magisteriales. Naturalmente, en la Iglesia es necesaria una unidad de doctrina
y de praxis, pero ello no impide que subsistan diferentes maneras de
interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunas consecuencias que se
derivan de ella.
Esto sucederá hasta que el Espíritu nos lleve a la verdad
completa (cf. Jn 16,13), es decir, cuando nos introduzca
perfectamente en el misterio de Cristo y podamos ver todo con su mirada.
Además, en cada país o región se pueden buscar soluciones más inculturadas,
atentas a las tradiciones y a los desafíos locales, porque «las culturas son
muy diferentes entre sí y todo principio general [...] necesita ser inculturado
si quiere ser observado y aplicado»[3].
4. De cualquier
manera, debo decir que el camino sinodal ha contenido una gran belleza y ha
brindado mucha luz. Agradezco tantos aportes que me han ayudado a contemplar
los problemas de las familias del mundo en toda su amplitud. El conjunto de las
intervenciones de los Padres, que escuché con constante atención, me ha
parecido un precioso poliedro, conformado por muchas legítimas preocupaciones y
por preguntas honestas y sinceras.
Por ello consideré adecuado redactar una
Exhortación apostólica postsinodal que recoja los aportes de los dos recientes
Sínodos sobre la familia, agregando otras consideraciones que puedan orientar
la reflexión, el diálogo o la praxis pastoral y, a la vez, ofrezcan aliento,
estímulo y ayuda a las familias en su entrega y en sus dificultades.
5. Esta Exhortación
adquiere un sentido especial en el contexto de este Año Jubilar de la
Misericordia. En primer lugar, porque la entiendo como una propuesta para las
familias cristianas, que las estimule a valorar los dones del matrimonio y de
la familia, y a sostener un amor fuerte y lleno de valores como la generosidad,
el compromiso, la fidelidad o la paciencia. En segundo lugar, porque procura
alentar a todos para que sean signos de misericordia y cercanía allí donde la
vida familiar no se realiza perfectamente o no se desarrolla con paz y gozo.
6. En el desarrollo
del texto, comenzaré con una apertura inspirada en las Sagradas Escrituras, que
otorgue un tono adecuado. A partir de allí, consideraré la situación actual de
las familias en orden a mantener los pies en la tierra. Después recordaré
algunas cuestiones elementales de la enseñanza de la Iglesia sobre el
matrimonio y la familia, para dar lugar así a los dos capítulos centrales,
dedicados al amor.
A continuación destacaré algunos caminos pastorales que nos
orienten a construir hogares sólidos y fecundos según el plan de Dios, y
dedicaré un capítulo a la educación de los hijos. Luego me detendré en una
invitación a la misericordia y al discernimiento pastoral ante situaciones que
no responden plenamente a lo que el Señor nos propone, y por último plantearé
breves líneas de espiritualidad familiar.
7. Debido a la riqueza
de los dos años de reflexión que aportó el camino sinodal, esta Exhortación
aborda, con diferentes estilos, muchos y variados temas. Eso explica su
inevitable extensión. Por eso no recomiendo una lectura general apresurada.
Podrá ser mejor aprovechada, tanto por las familias como por los agentes de
pastoral familiar, si la profundizan pacientemente parte por parte o si buscan
en ella lo que puedan necesitar en cada circunstancia concreta.
Es probable,
por ejemplo, que los matrimonios se identifiquen más con los capítulos cuarto y
quinto, que los agentes de pastoral tengan especial interés en el capítulo
sexto, y que todos se vean muy interpelados por el capítulo octavo. Espero que
cada uno, a través de la lectura, se sienta llamado a cuidar con amor la vida
de las familias, porque ellas «no son un problema, son principalmente una
oportunidad»[4].
8. La Biblia está
poblada de familias, de generaciones, de historias de amor y de crisis
familiares, desde la primera página, donde entra en escena la familia de Adán y
Eva con su peso de violencia pero también con la fuerza de la vida que continúa
(cf. Gn 4), hasta la última página donde aparecen las bodas de
la Esposa y del Cordero (cf. Ap 21,2.9).
Las dos casas que
Jesús describe, construidas sobre roca o sobre arena (cf. Mt 7,24-27),
son expresión simbólica de tantas situaciones familiares, creadas por las
libertades de sus miembros, porque, como escribía el poeta, «toda casa es un
candelabro»[5].
Entremos ahora en una de esas casas, guiados por el Salmista, a través de un
canto que todavía hoy se proclama tanto en la liturgia nupcial judía como en la
cristiana:
«¡Dichoso el que teme al Señor,
y sigue sus caminos!
Del trabajo de tus manos comerás,
serás dichoso, te irá bien.
Tu esposa, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
tus hijos como brotes de olivo,
alrededor de tu mesa.
Esta es la bendición del hombre
que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén,
todos los días de tu vida;
que veas a los hijos de tus hijos.
¡Paz a Israel!» (Sal 128,1-6).
y sigue sus caminos!
Del trabajo de tus manos comerás,
serás dichoso, te irá bien.
Tu esposa, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
tus hijos como brotes de olivo,
alrededor de tu mesa.
Esta es la bendición del hombre
que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén,
todos los días de tu vida;
que veas a los hijos de tus hijos.
¡Paz a Israel!» (Sal 128,1-6).
9. Atravesemos
entonces el umbral de esta casa serena, con su familia sentada en torno a la
mesa festiva. En el centro encontramos la pareja del padre y de la madre con
toda su historia de amor. En ellos se realiza aquel designio primordial que
Cristo mismo evoca con intensidad: «¿No habéis leído que el Creador en el
principio los creó hombre y mujer?» (Mt 19,4). Y se retoma el
mandato del Génesis: «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se
unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (2,24).
10. Los dos grandiosos
primeros capítulos del Génesis nos ofrecen la representación de la pareja
humana en su realidad fundamental. En ese texto inicial de la Biblia brillan
algunas afirmaciones decisivas. La primera, citada sintéticamente por Jesús,
declara: «Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y
mujer los creó» (1,27).
Sorprendentemente, la «imagen de Dios» tiene como
paralelo explicativo precisamente a la pareja «hombre y mujer». ¿Significa esto
que Dios mismo es sexuado o que con él hay una compañera divina, como creían
algunas religiones antiguas? Obviamente no, porque sabemos con cuánta claridad
la Biblia rechazó como idolátricas estas creencias difundidas entre los cananeos
de la Tierra Santa. Se preserva la trascendencia de Dios, pero, puesto que es
al mismo tiempo el Creador, la fecundidad de la pareja humana es «imagen» viva
y eficaz, signo visible del acto creador.
11. La pareja que ama y
genera la vida es la verdadera «escultura» viviente —no aquella de piedra u oro
que el Decálogo prohíbe—, capaz de manifestar al Dios creador y salvador. Por
eso el amor fecundo llega a ser el símbolo de las realidades íntimas de Dios
(cf. Gn 1,28; 9,7; 17,2-5.16; 28,3; 35,11; 48,3-4). A esto se
debe el que la narración del Génesis, siguiendo la llamada «tradición
sacerdotal», esté atravesada por varias secuencias genealógicas (cf.
4,17-22.25-26; 5; 10; 11,10-32; 25,1-4.12-17.19-26; 36), porque la capacidad de
generar de la pareja humana es el camino por el cual se desarrolla la historia
de la salvación.
Bajo esta luz, la relación fecunda de la pareja se vuelve una
imagen para descubrir y describir el misterio de Dios, fundamental en la visión
cristiana de la Trinidad que contempla en Dios al Padre, al Hijo y al Espíritu
de amor. El Dios Trinidad es comunión de amor, y la familia es su reflejo
viviente.
Nos iluminan las palabras de san Juan Pablo II: «Nuestro Dios, en su
misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en
sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este
amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo»[6].
La familia no es pues algo ajeno a la misma esencia divina[7].
Este aspecto trinitario de la pareja tiene una nueva representación en la
teología paulina cuando el Apóstol la relaciona con el «misterio» de la unión
entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,21-33).
12. Pero Jesús, en su
reflexión sobre el matrimonio, nos remite a otra página del Génesis, el
capítulo 2, donde aparece un admirable retrato de la pareja con detalles
luminosos. Elijamos sólo dos.
El primero es la inquietud del varón que busca
«una ayuda recíproca» (vv. 18.20), capaz de resolver esa soledad que le
perturba y que no es aplacada por la cercanía de los animales y de todo lo
creado. La expresión original hebrea nos remite a una relación directa, casi
«frontal» —los ojos en los ojos— en un diálogo también tácito, porque en el
amor los silencios suelen ser más elocuentes que las palabras.
Es el encuentro
con un rostro, con un «tú» que refleja el amor divino y es «el comienzo de la
fortuna, una ayuda semejante a él y una columna de apoyo» (Si 36,24),
como dice un sabio bíblico. O bien, como exclamará la mujer del Cantar de los
Cantares en una estupenda profesión de amor y de donación en la reciprocidad:
«Mi amado es mío y yo suya [...] Yo soy para mi amado y mi amado es para mí»
(2,16; 6,3).
13. De este encuentro,
que sana la soledad, surgen la generación y la familia. Este es el segundo
detalle que podemos destacar: Adán, que es también el hombre de todos los
tiempos y de todas las regiones de nuestro planeta, junto con su mujer, da
origen a una nueva familia, como repite Jesús citando el Génesis: «Se unirá a
su mujer, y serán los dos una sola carne» (Mt 19,5; cf. Gn2,24).
El verbo «unirse» en el original hebreo indica una estrecha sintonía, una
adhesión física e interior, hasta el punto que se utiliza para describir la
unión con Dios: «Mi alma está unida a ti» (Sal 63,9), canta el
orante. Se evoca así la unión matrimonial no solamente en su dimensión sexual y
corpórea sino también en su donación voluntaria de amor.
El fruto de esta unión
es «ser una sola carne», sea en el abrazo físico, sea en la unión de los
corazones y de las vidas y, quizás, en el hijo que nacerá de los dos, el cual
llevará en sí, uniéndolas no sólo genéticamente sino también espiritualmente,
las dos «carnes».
14. Retomemos el canto
del Salmista. Allí aparecen, dentro de la casa donde el hombre y su esposa
están sentados a la mesa, los hijos que los acompañan «como brotes de olivo» (Sal 128,3),
es decir, llenos de energía y de vitalidad.
Si los padres son como los
fundamentos de la casa, los hijos son como las «piedras vivas» de la familia
(cf. 1 P 2,5). Es significativo que en el Antiguo Testamento
la palabra que aparece más veces después de la divina (yhwh, el «Señor»)
es «hijo» (ben), un vocablo que remite al verbo hebreo que significa «construir»
(banah).
Por eso, en el Salmo 127 se exalta el don de los hijos con
imágenes que se refieren tanto a la edificación de una casa, como a la vida
social y comercial que se desarrollaba en la puerta de la ciudad: «Si el Señor
no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; la herencia que da el
Señor son los hijos; su salario, el fruto del vientre: son saetas en mano de un
guerrero los hijos de la juventud; dichoso el hombre que llena con ellas su
aljaba: no quedará derrotado cuando litigue con su adversario en la plaza» (vv.
1.3-5).
Es verdad que estas imágenes reflejan la cultura de una sociedad
antigua, pero la presencia de los hijos es de todos modos un signo de plenitud
de la familia en la continuidad de la misma historia de salvación, de
generación en generación.
15. Bajo esta luz
podemos recoger otra dimensión de la familia. Sabemos que en el Nuevo
Testamento se habla de «la iglesia que se reúne en la casa» (cf. 1 Co 16,19; Rm 16,5; Col 4,15; Flm 2).
El espacio vital de una familia se podía transformar en iglesia doméstica, en
sede de la Eucaristía, de la presencia de Cristo sentado a la misma mesa. Es
inolvidable la escena pintada en el Apocalipsis: «Estoy a la puerta llamando:
si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos» (3,20).
Así se delinea
una casa que lleva en su interior la presencia de Dios, la oración común y, por
tanto, la bendición del Señor. Es lo que se afirma en el Salmo 128 que tomamos
como base: «Que el Señor te bendiga desde Sión» (v. 5).
16. La Biblia considera
también a la familia como la sede de la catequesis de los hijos. Eso brilla en
la descripción de la celebración pascual (cf. Ex 12,26-27; Dt 6,20-25),
y luego fue explicitado en la haggadah judía, o sea, en la
narración dialógica que acompaña el rito de la cena pascual. Más aún, un Salmo
exalta el anuncio familiar de la fe: «Lo que oímos y aprendimos, lo que
nuestros padres nos contaron, no lo ocultaremos a sus hijos, lo contaremos a la
futura generación: las alabanzas del Señor, su poder, las maravillas que
realizó. Porque él estableció una norma para Jacob, dio una ley a Israel: él
mandó a nuestros padres que lo enseñaran a sus hijos, para que lo supiera la
generación siguiente, y los hijos que nacieran después. Que surjan y lo cuenten
a sus hijos» (Sal 78,3-6).
Por lo tanto, la familia es el lugar
donde los padres se convierten en los primeros maestros de la fe para sus
hijos. Es una tarea artesanal, de persona a persona: «Cuando el día de mañana
tu hijo te pregunte [...] le responderás…» (Ex13,14). Así, las distintas
generaciones entonarán su canto al Señor, «los jóvenes y también las doncellas,
los viejos junto con los niños» (Sal 148,12).
17. Los padres tienen
el deber de cumplir con seriedad su misión educadora, como enseñan a menudo los
sabios bíblicos (cf. Pr3,11-12; 6,20-22; 13,1; 29,17). Los hijos
están llamados a acoger y practicar el mandamiento: «Honra a tu padre y a tu
madre» (Ex 20,12), donde el verbo «honrar» indica el cumplimiento
de los compromisos familiares y sociales en su plenitud, sin descuidarlos con
excusas religiosas (cf. Mc 7,11-13). En efecto, «el que honra
a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros» (Si 3,3-4).
18. El Evangelio nos
recuerda también que los hijos no son una propiedad de la familia, sino que
tienen por delante su propio camino de vida. Si es verdad que Jesús se presenta
como modelo de obediencia a sus padres terrenos, sometiéndose a ellos (cf.Lc 2,51),
también es cierto que él muestra que la elección de vida del hijo y su misma
vocación cristiana pueden exigir una separación para cumplir con su propia
entrega al Reino de Dios (cf. Mt 10,34-37; Lc 9,59-62).
Es más, él mismo a los doce años responde a María y a José que tiene otra
misión más alta que cumplir más allá de su familia histórica (cf. Lc 2,48-50).
Por eso exalta la necesidad de otros lazos, muy profundos también dentro de las
relaciones familiares: «Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la
Palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8,21).
Por otra parte, en
la atención que él presta a los niños —considerados en la sociedad del antiguo
Oriente próximo como sujetos sin particulares derechos e incluso como objeto de
posesión familiar— Jesús llega al punto de presentarlos a los adultos casi como
maestros, por su confianza simple y espontánea ante los demás: «En verdad os
digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de
los cielos. Por lo tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese es el más
grande en el reino de los cielos» (Mt 18,3-4).
Notas a pie de página:
[1] III Asamblea
General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, Relatio synodi (18 octubre
2014), 2.
[3] Discurso en la
clausura de la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (24 octubre
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
30 de octubre de 2015, p. 4; cf. Pontificia Comisión Bíblica, Fe
y cultura a la luz de la Biblia. Actas de la Sesión plenaria 1979 de la
Pontificia Comisión Bíblica, Turín 1981; Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en
el mundo actual, 44; Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre
1990), 52: AAS83 (1991), 300; Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre
2013), 69.117: AAS 105 (2013), 1049.1068-69.
[4] Discurso en el
Encuentro con las Familias de Santiago de Cuba (22 septiembre
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
25 de septiembre de 2015, p. 12.
[6] Homilía en la
Eucaristía celebrada en Puebla de los Ángeles (28 enero
1979), 2: AAS 71 (1979), 184.
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