Tema 323
Spes non confundit
(la Esperanza no defrauda) (3)
BULA DE CONVOCACIÓN
DEL JUBILEO ORDINARIO
DEL AÑO 2025
FRANCISCO
Obispo de Roma
Siervo de los Siervos de Dios
a cuantos lean esta carta la esperanza les colme el corazón
Dirijo un recuerdo
particular a los abuelos y a las abuelas, que representan la
transmisión de la fe y la sabiduría de la vida a las generaciones más jóvenes.
Que sean sostenidos por la gratitud de los hijos y el amor de los nietos, que
encuentran en ellos arraigo, comprensión y aliento.
15. Imploro, de manera apremiante, esperanza para los millares de pobres, que carecen con frecuencia de lo necesario para vivir. Frente a la sucesión de oleadas de pobreza siempre nuevas, existe el riesgo de acostumbrarse y resignarse. Pero no podemos apartar la mirada de situaciones tan dramáticas, que hoy se constatan en todas partes y no sólo en determinadas zonas del mundo. Encontramos cada día personas pobres o empobrecidas que a veces pueden ser nuestros vecinos.
A
menudo no tienen una vivienda, ni la comida suficiente para cada jornada.
Sufren la exclusión y la indiferencia de muchos. Es escandaloso que, en un
mundo dotado de enormes recursos, destinados en gran parte a los armamentos,
los pobres sean «la mayor parte […], miles de millones de personas. Hoy están
presentes en los debates políticos y económicos internacionales, pero
frecuentemente parece que sus problemas se plantean como un apéndice, como una
cuestión que se añade casi por obligación o de manera periférica, si es que no
se los considera un mero daño colateral. De hecho, a la hora de la actuación
concreta, quedan frecuentemente en el último lugar». [7] No lo olvidemos: los pobres, casi
siempre, son víctimas, no culpables.
Llamamientos a la esperanza
16. Haciendo eco a la palabra
antigua de los profetas, el Jubileo nos recuerda que los bienes de la
tierra no están destinados a unos pocos privilegiados, sino a todos.
Es necesario que cuantos poseen riquezas sean generosos, reconociendo el rostro
de los hermanos que pasan necesidad. Pienso de modo particular en aquellos que
carecen de agua y de alimento. El hambre es un flagelo escandaloso en el cuerpo
de nuestra humanidad y nos invita a todos a sentir remordimiento de conciencia.
Renuevo el llamamiento a fin de que «con el dinero que se usa en armas y otros
gastos militares, constituyamos un Fondo mundial, para acabar de una vez con el
hambre y para el desarrollo de los países más pobres, de tal modo que sus
habitantes no acudan a soluciones violentas o engañosas ni necesiten abandonar
sus países para buscar una vida más digna». [8]
Hay otra invitación apremiante que deseo dirigir en vista del Año jubilar; va dirigida a las naciones más ricas, para que reconozcan la gravedad de tantas decisiones tomadas y determinen condonar las deudas de los países que nunca podrán saldarlas. Antes que tratarse de magnanimidad es una cuestión de justicia, agravada hoy por una nueva forma de iniquidad de la que hemos tomado conciencia: «Porque hay una verdadera “deuda ecológica”, particularmente entre el Norte y el Sur, relacionada con desequilibrios comerciales con consecuencias en el ámbito ecológico, así como con el uso desproporcionado de los recursos naturales llevado a cabo históricamente por algunos países». [9]
Como enseña la Sagrada Escritura, la
tierra pertenece a Dios y todos nosotros habitamos en ella como «extranjeros y
huéspedes» ( Lv 25,23). Si verdaderamente queremos preparar en
el mundo el camino de la paz, esforcémonos por remediar las causas que originan
las injusticias, cancelemos las deudas injustas e insolutas y saciemos a los
hambrientos.
17. Durante el próximo Jubileo se conmemorará un aniversario muy significativo para todos los cristianos. Se cumplirán, en efecto, 1700 años de la celebración del primer gran Concilio ecuménico de Nicea. Conviene recordar que, desde los tiempos apostólicos, los pastores se han reunido en asambleas en diversas ocasiones con el fin de tratar temáticas doctrinales y cuestiones disciplinares. En los primeros siglos de la fe los sínodos se multiplicaron tanto en el Oriente como en el Occidente cristianos, mostrando cuánto fuese importante custodiar la unidad del Pueblo de Dios y el anuncio fiel del Evangelio.
El Año jubilar podrá
ser una oportunidad significativa para dar concreción a esta forma sinodal, que
la comunidad cristiana advierte hoy como expresión cada vez más necesaria para
corresponder mejor a la urgencia de la evangelización: que todos los
bautizados, cada uno con su propio carisma y ministerio, sean corresponsables,
para que por la multiplicidad de signos de esperanza testimonien la
presencia de Dios en el mundo.
El Concilio de Nicea tuvo la
tarea de preservar la unidad, seriamente amenazada por la negación de la
plena divinidad de Jesucristo y de su misma naturaleza con el Padre.
Estuvieron presentes alrededor de trescientos obispos, que se reunieron en el palacio
imperial el 20 de mayo del año 325, convocados por iniciativa del emperador
Constantino. Después de diversos debates, todos ellos, movidos por la gracia
del Espíritu, se identificaron en el Símbolo de la fe que todavía hoy
profesamos en la Celebración eucarística dominical. Los padres conciliares
quisieron comenzar ese Símbolo utilizando por primera vez la expresión
«Creemos» [10], como testimonio de que en ese
“nosotros” todas las Iglesias se reconocían en comunión, y todos los cristianos
profesaban la misma fe.
El Concilio de Nicea marcó un
hito en la historia de la Iglesia. La conmemoración de esa fecha invita a los
cristianos a unirse en la alabanza y el agradecimiento a la Santísima Trinidad
y en particular a Jesucristo, el Hijo de Dios, «de la misma naturaleza del
Padre» [11], que nos ha revelado semejante misterio
de amor. Pero Nicea también representa una invitación a todas las Iglesias y
comunidades eclesiales a seguir avanzando en el camino hacia la unidad visible,
a no cansarse de buscar formas adecuadas para corresponder plenamente a la
oración de Jesús: «Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti,
que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me
enviaste» ( Jn 17,21).
En el Concilio de Nicea se trató
además el tema de la fecha de la Pascua. A este respecto, todavía hoy existen
diferentes posturas, que impiden celebrar el mismo día el acontecimiento
fundamental de la fe. Por una circunstancia providencial, esto tendrá lugar
precisamente en el Año 2025. Que este acontecimiento sea una llamada para todos
los cristianos de Oriente y de Occidente a realizar un paso decisivo hacia la
unidad en torno a una fecha común para la Pascua. Muchos, es bueno recordarlo,
ya no tienen conocimiento de las disputas del pasado y no comprenden cómo
puedan subsistir divisiones al respecto.
Anclados en la esperanza
18. La esperanza, junto con la fe
y la caridad, forman el tríptico de las “virtudes teologales”, que expresan la
esencia de la vida cristiana (cf. 1 Co 13,13; 1 Ts 1,3).
En su dinamismo inseparable, la esperanza es la que, por así decirlo, señala la
orientación, indica la dirección y la finalidad de la existencia cristiana. Por
eso el apóstol Pablo nos invita a “alegrarnos en la esperanza, a ser pacientes
en la tribulación y perseverantes en la oración” (cf. Rm 12,12).
Sí, necesitamos que “sobreabunde la esperanza” (cf. Rm 15,13)
para testimoniar de manera creíble y atrayente la fe y el amor que llevamos en
el corazón; para que la fe sea gozosa y la caridad entusiasta; para que cada
uno sea capaz de dar aunque sea una sonrisa, un gesto de amistad, una mirada
fraterna, una escucha sincera, un servicio gratuito, sabiendo que, en el
Espíritu de Jesús, esto puede convertirse en una semilla fecunda de esperanza
para quien lo recibe. Pero, ¿cuál es el fundamento de nuestra espera? Para
comprenderlo es bueno que nos detengamos en las razones de nuestra esperanza
(cf. 1 P 3,15).
19. «Creo en la vida eterna» [12]: así lo profesa nuestra fe y la esperanza cristiana encuentra en estas palabras una base fundamental. La esperanza, en efecto, «es la virtud teologal por la que aspiramos […] a la vida eterna como felicidad nuestra». [13] El Concilio Ecuménico Vaticano II afirma: «Cuando […] faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas —es lo que hoy con frecuencia sucede—, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación». [14]
Nosotros, en cambio, en virtud de
la esperanza en la que hemos sido salvados, mirando al tiempo que pasa, tenemos
la certeza de que la historia de la humanidad y la de cada uno de nosotros no
se dirigen hacia un punto ciego o un abismo oscuro, sino que se orientan al
encuentro con el Señor de la gloria. Vivamos por tanto en la espera de su
venida y en la esperanza de vivir para siempre en Él. Es con este espíritu que
hacemos nuestra la ardiente invocación de los primeros cristianos, con la que
termina la Sagrada Escritura: «¡Ven, Señor Jesús!» ( Ap 22,20).
20. Jesús muerto y resucitado es el centro de nuestra fe. San Pablo, al enunciar en pocas palabras este contenido —utiliza sólo cuatro verbos—, nos transmite el “núcleo” de nuestra esperanza: «Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce» ( 1 Co 15,3-5). Cristo murió, fue sepultado, resucitó, se apareció. Por nosotros atravesó el drama de la muerte. El amor del Padre lo resucitó con la fuerza del Espíritu, haciendo de su humanidad la primicia de la eternidad para nuestra salvación.
La esperanza cristiana consiste precisamente en esto: ante la
muerte, donde parece que todo acaba, se recibe la certeza de que, gracias a
Cristo, a su gracia, que nos ha sido comunicada en el Bautismo, «la vida no
termina, sino que se transforma» [15] para siempre. En el Bautismo, en
efecto, sepultados con Cristo, recibimos en Él resucitado el don de una vida
nueva, que derriba el muro de la muerte, haciendo de ella un pasaje hacia la
eternidad.
Y si bien, frente a la muerte —dolorosa
separación que nos obliga a dejar a nuestros seres más queridos— no cabe
discurso alguno, el Jubileo nos ofrecerá la oportunidad de redescubrir, con
inmensa gratitud, el don de esa vida nueva recibida en el Bautismo, capaz de
transfigurar su dramaticidad. En el contexto jubilar, es significativo
reflexionar sobre cómo se ha comprendido este misterio desde los primeros
siglos de nuestra fe. Por ejemplo, los cristianos, durante mucho tiempo
construyeron la pila bautismal de forma octogonal, y todavía hoy podemos
admirar muchos bautisterios antiguos que conservan dicha forma, como en San
Juan de Letrán en Roma. Esto indica que en la fuente baustismal se inaugura el
octavo día, es decir, el de la resurrección, el día que va más allá del tiempo
habitual, marcado por la sucesión de las semanas, abriendo así el ciclo del
tiempo a la dimensión de la eternidad, a la vida que dura para siempre. Esta es
la meta a la que tendemos en nuestra peregrinación terrena (cf. Rm 6,22).
El testimonio más convincente de
esta esperanza nos lo ofrecen los mártires, que, firmes en la fe en
Cristo resucitado, supieron renunciar a la vida terrena con tal de no
traicionar a su Señor. Ellos están presentes en todas las épocas y son
numerosos, quizás más que nunca en nuestros días, como confesores de la vida
que no tiene fin. Necesitamos conservar su testimonio para hacer fecunda
nuestra esperanza.
Estos mártires, pertenecientes a
las diversas tradiciones cristianas, son también semillas de unidad porque
expresan el ecumenismo de la sangre. Durante el Jubileo, por lo tanto, mi vivo
deseo es que haya una celebración ecuménica donde se ponga de manifiesto la
riqueza del testimonio de estos mártires.
[7] Carta
enc. Laudato si’, n. 49.
[8] Carta
enc. Fratelli tutti, n. 262.
[9] Carta
enc. Laudato si’, n. 51.
[10] Símbolo
niceno: H. Denzinger – A. Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum
definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, n. 125.
[11] Ibíd.
[12] Símbolo de
los Apóstoles: H. Denzinger – A. Schönmetzer, Enchiridion
Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, n. 30.
[13] Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 1817.
[14] Const.
past. Gaudium et spes, n. 21.
[15] Misal
Romano, Prefacio de difuntos I.