Tema 321
Spes non confundit
(la Esperanza no defrauda) (1)
BULA DE CONVOCACIÓN
DEL JUBILEO ORDINARIO
DEL AÑO 2025
FRANCISCO
Obispo de Roma
Siervo de los Siervos de Dios
a cuantos lean esta carta la esperanza les colme el corazón
1. «Spes non confundit»,
«la esperanza no defrauda» (Rm 5,5). Bajo el signo de
la esperanza el apóstol Pablo infundía aliento a la comunidad cristiana de
Roma. La esperanza también constituye el mensaje central del próximo Jubileo,
que según una antigua tradición el Papa convoca cada veinticinco años. Pienso
en todos los peregrinos de esperanza que llegarán a Roma para
vivir el Año Santo y en cuantos, no pudiendo venir a la ciudad de los apóstoles
Pedro y Pablo, lo celebrarán en las Iglesias particulares. Que pueda ser para
todos un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, «puerta» de
salvación (cf. Jn 10,7.9); con Él, a quien la Iglesia tiene la
misión de anunciar siempre, en todas partes y a todos como «nuestra esperanza»
(1 Tm 1,1).
Todos esperan. En el corazón de
toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun
ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del
futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al
temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda. Encontramos con
frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con escepticismo y
pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad. Que el Jubileo sea para
todos ocasión de reavivar la esperanza. La Palabra de Dios nos ayuda a
encontrar sus razones. Dejémonos conducir por lo que el apóstol Pablo escribió
precisamente a los cristianos de Roma.
Una Palabra de esperanza
2. «Justificados, entonces, por
la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él
hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por
él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. [...] Y la esperanza no
quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,1-2.5).
Los puntos de reflexión que aquí nos propone san Pablo son múltiples. Sabemos
que la Carta a los Romanos marca un paso decisivo en su actividad de
evangelización. Hasta ese momento la había realizado en el área oriental del
Imperio y ahora lo espera Roma, con todo lo que esta representa a los ojos del
mundo: un gran desafío, que debe afrontar en nombre del anuncio del Evangelio,
el cual no conoce barreras ni confines. La Iglesia de Roma no había sido
fundada por Pablo, pero él sentía vivo el deseo de llegar
allí pronto para llevar a todos el Evangelio de Jesucristo, muerto y
resucitado, como anuncio de la esperanza que realiza las promesas, conduce a la
gloria y, fundamentada en el amor, no defrauda.
3. La esperanza efectivamente
nace del amor y se funda en el amor que brota del Corazón de Jesús traspasado
en la cruz: «Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la
muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados
por su vida» (Rm 5,10). Y su vida se manifiesta en nuestra vida de
fe, que empieza con el Bautismo; se desarrolla en la docilidad a la gracia de
Dios y, por tanto, está animada por la esperanza, que se renueva siempre y se
hace inquebrantable por la acción del Espíritu Santo.
En efecto, el Espíritu Santo, con
su presencia perenne en el camino de la Iglesia, es quien irradia en los
creyentes la luz de la esperanza. Él la mantiene encendida como una llama que
nunca se apaga, para dar apoyo y vigor a nuestra vida. La esperanza cristiana,
de hecho, no engaña ni defrauda, porque está fundada en la certeza de que nada
ni nadie podrá separarnos nunca del amor divino: «¿Quién podrá entonces
separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la
persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? [...] Pero
en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque
tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los
principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo
alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor
de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» ( Rm 8,35.37-39).
He aquí porqué esta esperanza no cede ante las dificultades: porque se
fundamenta en la fe y se nutre de la caridad, y de este modo hace posible que
sigamos adelante en la vida. San Agustín escribe al respecto:«Nadie, en efecto,
vive en cualquier género de vida sin estas tres disposiciones del alma: las de
creer, esperar, amar». [1]
4. San Pablo es muy realista.
Sabe que la vida está hecha de alegrías y dolores, que el amor se pone a prueba
cuando aumentan las dificultades y la esperanza parece derrumbarse frente al
sufrimiento. Con todo, escribe: «Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas
tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la
constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza» (Rm 5,3-4).
Para el Apóstol, la tribulación y el sufrimiento son las condiciones propias de
los que anuncian el Evangelio en contextos de incomprensión y de persecución
(cf. 2 Co 6,3-10). Pero en tales situaciones, en medio de la
oscuridad se percibe una luz; se descubre cómo lo que sostiene la
evangelización es la fuerza que brota de la cruz y de la resurrección de
Cristo. Y eso lleva a desarrollar una virtud estrechamente relacionada con la
esperanza: la paciencia. Estamos acostumbrados a quererlo todo y de
inmediato, en un mundo donde la prisa se ha convertido en una constante. Ya no
se tiene tiempo para encontrarse, y a menudo incluso en las familias se vuelve
difícil reunirse y conversar con tranquilidad. La paciencia ha sido relegada
por la prisa, ocasionando un daño grave a las personas. De hecho, ocupan su
lugar la intolerancia, el nerviosismo y a veces la violencia gratuita, que
provocan insatisfacción y cerrazón.
Asimismo, en la era del internet,
donde el espacio y el tiempo son suplantados por el “aquí y ahora”, la
paciencia resulta extraña. Si aun fuésemos capaces de contemplar la creación
con asombro, comprenderíamos cuán esencial es la paciencia. Aguardar el
alternarse de las estaciones con sus frutos; observar la vida de los animales y
los ciclos de su desarrollo; tener los ojos sencillos de san Francisco que, en
su Cántico de las criaturas, escrito hace 800 años, veía la
creación como una gran familia y llamaba al sol “hermano” y a la luna “hermana” [2]. Redescubrir la paciencia hace mucho bien
a uno mismo y a los demás. San Pablo recurre frecuentemente a la paciencia para
subrayar la importancia de la perseverancia y de la confianza en aquello que
Dios nos ha prometido, pero sobre todo testimonia que Dios es paciente con
nosotros, porque es «el Dios de la constancia y del consuelo» ( Rm 15,5).
La paciencia, que también es fruto del Espíritu Santo, mantiene viva la
esperanza y la consolida como virtud y estilo de vida. Por lo tanto, aprendamos
a pedir con frecuencia la gracia de la paciencia, que es hija de la esperanza y
al mismo tiempo la sostiene.
Un camino de esperanza
5. Este entretejido de esperanza
y paciencia muestra claramente cómo la vida cristiana es un camino,
que también necesita momentos fuertes para alimentar y
robustecer la esperanza, compañera insustituible que permite vislumbrar la
meta: el encuentro con el Señor Jesús. Me agrada pensar que fue justamente un
itinerario de gracia, animado por la espiritualidad popular, el que precedió la
convocación del primer Jubileo en el año 1300. De hecho, no podemos olvidar las
distintas formas por medio de las cuales la gracia del perdón ha sido derramada
con abundancia sobre el santo Pueblo fiel de Dios. Recordemos, por ejemplo, el
gran “perdón” que san Celestino V quiso conceder a cuantos se dirigían a la
Basílica Santa María de Collemaggio, en L’Aquila, durante los días 28 y 29 de
agosto de 1294, seis años antes de que el Papa Bonifacio VIII instituyese el
Año Santo. Así pues, la Iglesia ya experimentaba la gracia jubilar de la
misericordia. E incluso antes, en el año 1216, el Papa Honorio III había acogido
la súplica de san Francisco que pedía la indulgencia para cuantos fuesen a
visitar la Porciúncula durante los dos primeros días de agosto. Lo mismo se
puede afirmar para la peregrinación a Santiago de Compostela; en efecto, el
Papa Calixto II, en 1122, concedió que se celebrara el Jubileo en ese Santuario
cada vez que la fiesta del apóstol Santiago coincidiese con el domingo. Es
bueno que esa modalidad “extendida” de celebraciones jubilares continúe, de
manera que la fuerza del perdón de Dios sostenga y acompañe el camino de las
comunidades y de las personas.
No es casual que la
peregrinación exprese un elemento fundamental de todo acontecimiento
jubilar. Ponerse en camino es un gesto típico de quienes buscan el sentido de
la vida. La peregrinación a pie favorece mucho el redescubrimiento del valor
del silencio, del esfuerzo, de lo esencial. También el año próximo los peregrinos
de esperanza recorrerán caminos antiguos y modernos para vivir
intensamente la experiencia jubilar. Además, en la misma ciudad de Roma habrá
otros itinerarios de fe que se añadirán a los ya tradicionales de
las catacumbas y las siete iglesias. Transitar de un país a otro, como si se
superaran las fronteras, pasar de una ciudad a la otra en la contemplación de
la creación y de las obras de arte permitirá atesorar experiencias y culturas
diferentes, para conservar dentro de sí la belleza que, armonizada por la
oración, conduce a agradecer a Dios por las maravillas que Él realiza. Las
iglesias jubilares, a lo largo de los itinerarios y en la misma Urbe, podrán
ser oasis de espiritualidad en los cuales revitalizar el camino de la fe y
beber de los manantiales de la esperanza, sobre todo acercándose al sacramento
de la Reconciliación, punto de partida insustituible para un verdadero camino
de conversión. Que en las Iglesias particulares se cuide de modo especial la
preparación de los sacerdotes y de los fieles para las confesiones y el acceso
al sacramento en su forma individual.
A los fieles de las Iglesias
orientales, en especial a aquellos que ya están en plena comunión con el
Sucesor de Pedro, quiero dirigir una invitación particular a esta
peregrinación. Ellos, que han sufrido tanto por su fidelidad a Cristo y a la
Iglesia, muchas veces hasta la muerte, deben sentirse especialmente bienvenidos
a esta Roma que es Madre también para ellos y que custodia tantas memorias de
su presencia. La Iglesia católica, que está enriquecida por sus antiquísimas
liturgias, por la teología y la espiritualidad de los Padres, monjes y
teólogos, quiere expresar simbólicamente la acogida a ellos y a sus hermanos y
hermanas ortodoxos, en una época en la que ya están viviendo la peregrinación
del Vía crucis; con la que frecuentemente son obligados a dejar sus tierras de
origen, sus tierras santas, de las que la violencia y la inestabilidad los
expulsan hacia países más seguros. Para ellos la experiencia de ser amados por
la Iglesia —que no los abandonará, sino que los seguirá adondequiera que vayan—
hace todavía más fuerte el signo del Jubileo.
6. El Año Santo 2025 está en
continuidad con los acontecimientos de gracia precedentes. En el último Jubileo
ordinario se cruzó el umbral de los dos mil años del nacimiento de Jesucristo.
Luego, el 13 de marzo de 2015, convoqué un Jubileo extraordinario con la finalidad
de manifestar y facilitar el encuentro con el “Rostro de la misericordia” de
Dios [3], anuncio central del Evangelio para todas
las personas de todos los tiempos. Ahora ha llegado el momento de un nuevo
Jubileo, para abrir de par en par la Puerta Santa una vez más y ofrecer la
experiencia viva del amor de Dios, que suscita en el corazón la esperanza
cierta de la salvación en Cristo. Al mismo tiempo, este Año Santo orientará el
camino hacia otro aniversario fundamental para todos los cristianos: en el 2033
se celebrarán los dos mil años de la Redención realizada por medio de la
pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús. Nos encontramos así frente a un
itinerario marcado por grandes etapas, en las que la gracia de Dios precede y
acompaña al pueblo que camina entusiasta en la fe, diligente en la caridad y
perseverante en la esperanza (cf. 1 Ts 1,3).
Apoyado en esta larga tradición y
con la certeza de que este Año jubilar será para toda la Iglesia una intensa
experiencia de gracia y de esperanza, dispongo que la Puerta Santa de la
Basílica de San Pedro, en el Vaticano, se abra a partir del 24 de diciembre del
corriente año 2024, dando inicio así al Jubileo ordinario. El domingo sucesivo,
29 de diciembre de 2024, abriré la Puerta Santa de la Catedral de San Juan de
Letrán, que el 9 de noviembre de este año celebrará los 1700 años de su
dedicación. A continuación, el 1 de enero de 2025, solemnidad de Santa María,
Madre de Dios, se abrirá la Puerta Santa de la Basílica papal de Santa María la
Mayor. Y, por último, el domingo 5 de enero se abrirá la Puerta Santa de la
Basílica papal de San Pablo extramuros. Estas últimas tres Puertas Santas se
cerrarán el domingo 28 de diciembre del mismo año.
Establezco además que el domingo
29 de diciembre de 2024, en todas las catedrales y concatedrales, los obispos
diocesanos celebren la Eucaristía como apertura solemne del Año jubilar, según
el Ritual que se preparará para la ocasión. En el caso de la celebración en una
iglesia concatedral el obispo podrá ser sustituido por un delegado designado
expresamente para ello. Que la peregrinación desde una iglesia elegida para
la collectio, hacia la catedral, sea el signo del camino de
esperanza que, iluminado por la Palabra de Dios, une a los creyentes. Que en
ella se lean algunos pasajes del presente Documento y se anuncie al pueblo la
indulgencia jubilar, que podrá obtenerse según las prescripciones contenidas en
el mismo Ritual para la celebración del Jubileo en las Iglesias particulares.
Durante el Año Santo, que en las Iglesias particulares finalizará el domingo 28
de diciembre de 2025, ha de procurarse que el Pueblo de Dios acoja, con plena
participación, tanto el anuncio de esperanza de la gracia de Dios como los
signos que atestiguan su eficacia.
El Jubileo ordinario se
clausurará con el cierre de la Puerta Santa de la Basílica papal de San Pedro
en el Vaticano el 6 de enero de 2026, Epifanía del Señor. Que la luz de la
esperanza cristiana pueda llegar a todas las personas, como mensaje del amor de
Dios que se dirige a todos. Y que la Iglesia sea testigo fiel de este anuncio
en todas partes del mundo.
[1] Sermón 198, 2.
[2] Cf. Fuentes
Franciscanas, n. 263, 6.10.
[3] Cf. Misericordiae
Vultus, Bula de
convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia, nn. 1-3.