Situar al hombre en el centro de la vida económico-social (43)
Evangelizar la cultura y las culturas del hombre (44)
Situar al hombre en el centro de la vida económico-social
43. El servicio a la sociedad por parte de los fieles laicos encuentra su
momento esencial en la cuestión económico-social, que tiene
por clave la organización del trabajo.
La gravedad actual de los problemas que implica tal cuestión, considerada
bajo el punto de vista del desarrollo y según la solución propuesta por la
doctrina social de la Iglesia, ha sido recordada recientemente en la
Encíclica Sollicitudo rei socialis, a la que remito encarecidamente a todos, especialmente
a los fieles laicos.
Entre los baluartes de la doctrina social de la Iglesia está el principio
de la destinación universal de los bienes. Los bienes de la
tierra se ofrecen, en el designio divino, a todos los hombres y a cada hombre
como medio para el desarrollo de una vida auténticamente humana. Al servicio de
esta destinación se encuentra la propiedad privada, que
—precisamente por esto— posee una intrínseca función social. Concretamente
el trabajo del hombre y de la mujer representa el instrumento
más común e inmediato para el desarrollo de la vida económica, instrumento,
que, al mismo tiempo, constituye un derecho y un deber de cada hombre.
Todo este campo viene a formar parte, en modo particular, de la misión de
los fieles laicos. El fin y el criterio de su presencia y de su acción han sido
formulados en términos generales por el Concilio Vaticano II: «También en la
vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona
humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es
el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social»[158].
En el contexto de las perturbadoras transformaciones que hoy se dan en el
mundo de la economía y del trabajo, los fieles laicos han de comprometerse, en
primera fila, a resolver los gravísimos problemas de la creciente desocupación,
a pelear por la más tempestiva superación de numerosas injusticias provenientes
de deformadas organizaciones del trabajo, a convertir el lugar de trabajo en
una comunidad de personas respetadas en su subjetividad y en su derecho a la
participación, a desarrollar nuevas formas de solidaridad entre quienes
participan en el trabajo común, a suscitar nuevas formas de iniciativa
empresarial y a revisar los sistemas de comercio, de financiación y de
intercambios tecnológicos.
Con ese fin, los fieles laicos han de cumplir su trabajo con competencia
profesional, con honestidad humana, con espíritu cristiano, como camino de la
propia santificación[159],
según la explícita invitación del Concilio: «Con el trabajo, el hombre provee
ordinariamente a la propia vida y a la de sus familiares; se une a sus hermanos
los hombres y les hace un servicio; puede practicar la verdadera caridad y cooperar
con la propia actividad al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo
esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian
a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad
sobreeminente, laborando con sus propias manos en Nazaret»[160].
En relación con la vida económico-social y con el trabajo, se plantea hoy,
de modo cada vez más agudo, la llamada cuestión «ecológica». Es
cierto que el hombre ha recibido de Dios mismo el encargo de «dominar» las
cosas creadas y de «cultivar el jardín» del mundo; pero ésta es una tarea que
el hombre ha de llevar a cabo respetando la imagen divina recibida, y, por
tanto, con inteligencia y amor: debe sentirse responsable de los dones que Dios
le ha concedido y continuamente le concede. El hombre tiene en sus manos un don
que debe pasar —y, si fuera posible, incluso mejorado— a las futuras
generaciones, que también son destinatarias de los dones del Señor. «El dominio
confiado al hombre por el Creador (...) no es un poder absoluto, ni se puede
hablar de libertad de "usar y abusar", o de disponer de las cosas
como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el
principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de "comer del
fruto del árbol" (cf. Gn 2, 16-17), muestra claramente
que, ante la naturaleza visible (...), estamos sometidos a las leyes no sólo
biológicas sino también morales, cuya trasgresión no queda impune. Una justa
concepción del desarrollo no puede prescindir de estas consideraciones,
relativas al uso de los elementos de la naturaleza, a la renovabilidad de los
recursos y a las consecuencias de una industrialización desordenada; las cuales
ponen ante nuestra conciencia la dimensión moral, que debe
distinguir el desarrollo»[161].
Evangelizar la cultura y las culturas del hombre
44. El servicio a la persona y a la sociedad humana se manifiesta y se
actúa a través de la creación y la transmisión de la cultura, que
especialmente en nuestros días constituye una de las más graves
responsabilidades de la convivencia humana y de la evolución social. A la luz
del Concilio, entendemos por «cultura» todos aquellos «medios con los que el
hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y
corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y
trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en la
sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente,
a lo largo del tiempo, expresa, comunica y conserva en sus obras grandes
experiencias espirituales y aspiraciones, para que sirvan al progreso de
muchos, e incluso de todo el género humano»[162].
En este sentido, la cultura debe considerarse como el bien común de cada
pueblo, la expresión de su dignidad, libertad y creatividad, el testimonio de su
camino histórico. En concreto, sólo desde dentro y a través de la cultura, la
fe cristiana llega a hacerse histórica y creadora de historia.
Frente al desarrollo de una cultura que se configura como escindida, no
sólo de la fe cristiana, sino incluso de los mismos valores humanos[163],
como también frente a una cierta cultura científica y tecnológica, impotente
para dar respuesta a la apremiante exigencia de verdad y de bien que arde en el
corazón de los hombres, la Iglesia es plenamente consciente de la urgencia
pastoral de reservar a la cultura una especialísima atención.
Por eso la Iglesia pide que los fieles laicos estén presentes, con la insignia de la valentía y de la creatividad intelectual, en los puestos privilegiados de la cultura, como son el mundo de la escuela y de la universidad, los ambientes de investigación científica y técnica, los lugares de la creación artística y de la reflexión humanista. Tal presencia está destinada no sólo al reconocimiento y a la eventual purificación de los elementos de la cultura existente críticamente ponderados, sino también a su elevación mediante las riquezas originales del Evangelio y de la fe cristiana.
Lo que el Concilio Vaticano II escribe sobre las relaciones entre el Evangelio
y la cultura representa un hecho histórico constante y, a la vez, un ideal
práctico de singular actualidad y urgencia; es un programa exigente consignado
a la responsabilidad pastoral de la Iglesia entera y, dentro de ella, a la
específica responsabilidad de los fieles laicos: «La grata noticia de Cristo
renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído, combate y elimina
los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado.
Purifica y eleva incesantemente la moral de los pueblos (...). Así, la Iglesia,
cumpliendo su misión propia, contribuye, por este mismo hecho, a la cultura
humana y la impulsa, y con su actividad —incluso litúrgica— educa al hombre en
la libertad interior»[164].
Merecen volver a ser consideradas aquí algunas frases particularmente significativas de la Exhortación Evangelii nuntiandi de Pablo VI: «La Iglesia evangeliza siempre que, en virtud de la sola potencia divina del Mensaje que proclama (cf. Rm 1, 16; 1 Co 1, 18, 2, 4), intenta convertir la conciencia personal y a la vez colectiva de los hombres, las actividades en las que trabajan, su vida y ambiente concreto. Estratos de la sociedad que se transforman: para la Iglesia no se trata sólo de predicar el Evangelio en zonas geográficas siempre más amplias o a poblaciones cada vez más extendidas, sino también de alcanzar y casi trastornar mediante la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, la línea de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad que están en contraste con la Palabra de Dios y con su plan de salvación.
Se
podría expresar todo esto del siguiente modo: es necesario evangelizar —no
decorativamente, a manera de un barniz superficial, sino en modo vital, en
profundidad y hasta las raíces— la cultura y las culturas del hombre (...). La
ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda el drama de nuestra época, como
también lo fue de otras. Es necesario, por tanto, hacer todos los esfuerzos en
pro de una generosa evangelización de la cultura, más exactamente, de las
culturas»[165].
Actualmente el camino privilegiado para la creación y para la transmisión
de la cultura son los instrumentos de comunicación social[166].
También el mundo de los mass-media, como consecuencia del acelerado
desarrollo innovador y del influjo, a la vez planetario y capilar, sobre la
formación de la mentalidad y de las costumbres, representa una nueva frontera
de la misión de la Iglesia. En particular, la responsabilidad profesional de
los fieles laicos en este campo, ejercitada bien a título personal bien
mediante iniciativas e instituciones comunitarias, exige ser reconocida en todo
su valor y sostenida con los más adecuados recursos materiales, intelectuales y
pastorales.
En el uso y recepción de los instrumentos de comunicación urge tanto una
labor educativa del sentido crítico animado por la pasión por la verdad, como
una labor de defensa de la libertad, del respeto a la dignidad personal, de la
elevación de la auténtica cultura de los pueblos, mediante el rechazo firme y
valiente de toda forma de monopolización y manipulación.
Tampoco en esta acción de defensa termina la responsabilidad apostólica de
los fieles laicos. En todos los caminos del mundo, también en aquellos principales
de la prensa, del cine, de la radio, de la televisión y del teatro, debe ser
anunciado el Evangelio que salva.
Notas a pie de página:
[158] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 63.
[159] Cf. Propositio 24.
[160] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 67. Cf. Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, 24-27: AAS 73 (1981)
637-647.
[161] Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 34: AAS 80 (1988) 560.
[162] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 53.
[163] Cf. Propositio 35.
[164] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 58.
[165] Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 18-20: AAS 68 (1976)
18-19.