II. La homilía
135. Consideremos
ahora la predicación dentro de la liturgia, que requiere una seria evaluación
de parte de los Pastores. Me detendré particularmente, y hasta con cierta
meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son muchos los reclamos que
se dirigen en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos
sordos.
La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la
capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los
fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados,
muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así
sea. La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del
Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de
renovación y de crecimiento.
136. Renovemos
nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es
Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él
despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza
sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás
también mediante nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17).
Con la
palabra, nuestro Señor se ganó el corazón de la gente. Venían a escucharlo de
todas partes (cf. Mc 1,45). Se quedaban maravillados bebiendo
sus enseñanzas (cf. Mc 6,2). Sentían que les hablaba como
quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la palabra, los
Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con Él, y para enviarlos a
predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos los
pueblos (cf. Mc 16,15.20).
137. Cabe recordar
ahora que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el
contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de
catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son
proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las
exigencias de la alianza»[112].
Hay una valoración
especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a
toda catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo,
antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya
está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el
corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de
Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar
fruto.
138. La homilía no
puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos
mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un
género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una
celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar
parecerse a una charla o una clase.
El predicador puede ser capaz de mantener
el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más
importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado,
afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus
partes y el ritmo.
Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la
liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como
mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo
contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador,
a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama
que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el
Señor brille más que el ministro.
139. Dijimos que el
Pueblo de Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se evangeliza
continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos
recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le
habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será
para bien porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo
que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él.
El
espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en
sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así
también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que
actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo
y cómo hay que predicar en cada Eucaristía.
La prédica cristiana, por tanto,
encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para saber
lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo. Así
como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así también
en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en clave de
dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a
escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza,
impulso.
140. Este ámbito
materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con su pueblo
debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la
calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría
de sus gestos. Aun las veces que la homilía resulte algo aburrida, si está
presente este espíritu materno-eclesial, siempre será fecunda, así como los
aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo en el corazón de los hijos.
141. Uno se admira de
los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su
misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan elevadas y de
tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el
pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque
a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32);
Jesús predica con ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre
que le atrae a los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las
has revelado a pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad
en dialogar con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del
Señor a su gente.
142. Un diálogo es
mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar
y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las
palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que
mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente moralista o
adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen
esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener
un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la predicación, y la
predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17).
En la homilía,
la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas
o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes
que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien. La memoria del
pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios.
Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le
comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don antes que
exigencia.
143. El desafío de
una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores
sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre
iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay
entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El predicador tiene la
hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y
los de su pueblo.
El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza
entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la
homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él.
El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios.
Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los
sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su
conversación.
La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los
dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido
de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y
a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144. Hablar de
corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la integridad de
la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la
Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia. La identidad
cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos
hace anhelar, como hijos pródigos —y predilectos en María—, el otro abrazo, el
del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo
se sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del
que predica el Evangelio.