110. Después de tomar
en cuenta algunos desafíos de la realidad actual, quiero recordar ahora la
tarea que nos apremia en cualquier época y lugar, porque «no puede haber
auténtica evangelización sin la proclamación explícita de que
Jesús es el Señor», y sin que exista un «primado de la proclamación de
Jesucristo en cualquier actividad de evangelización»[77].
Recogiendo las inquietudes de los
Obispos asiáticos, Juan Pablo II expresó que, si la Iglesia «debe cumplir su
destino providencial, la evangelización, como predicación alegre, paciente y
progresiva de la muerte y resurrección salvífica de Jesucristo, debe ser
vuestra prioridad absoluta».[78] Esto vale para todos.
111. La
evangelización es tarea de la Iglesia. Pero este sujeto de la evangelización es
más que una institución orgánica y jerárquica, porque es ante todo un pueblo
que peregrina hacia Dios. Es ciertamente un misterio que hunde
sus raíces en la Trinidad, pero tiene su concreción histórica en un pueblo
peregrino y evangelizador, lo cual siempre trasciende toda necesaria expresión
institucional. Propongo detenernos un poco en esta forma de entender la
Iglesia, que tiene su fundamento último en la libre y gratuita iniciativa de
Dios.
112. La salvación que
Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por más
buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande. Dios, por pura
gracia, nos atrae para unirnos a sí.[79] Él envía su Espíritu a nuestros
corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces
de responder con nuestra vida a ese amor.
La Iglesia es enviada por Jesucristo
como sacramento de la salvación ofrecida por Dios[80]. Ella, a través de sus acciones
evangelizadoras, colabora como instrumento de la gracia divina que actúa
incesantemente más allá de toda posible supervisión. Bien lo expresaba
Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: «Es importante saber que la
primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios
y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta
iniciativa divina, podremos también ser —con Él y en Él— evangelizadores»[81].
El principio de la primacía de
la gracia debe ser un faro que alumbre permanentemente nuestras
reflexiones sobre la evangelización.
113. Esta salvación,
que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia, es para todos[82], y Dios ha gestado un camino para unirse
a cada uno de los seres humanos de todos los tiempos. Ha elegido convocarlos
como pueblo y no como seres aislados.[83] Nadie se salva solo, esto es, ni
como individuo aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo en
cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que supone la vida en
una comunidad humana.
Este pueblo que Dios se ha elegido y convocado es la
Iglesia. Jesús no dice a los Apóstoles que formen un grupo exclusivo, un grupo
de élite. Jesús dice: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28,19).
San Pablo afirma que en el Pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay ni judío ni
griego [...] porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28).
Me gustaría decir a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a
los que son temerosos o a los indiferentes: ¡El Señor también te llama a ser
parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor!
114. Ser Iglesia es
ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre. Esto
implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad. Quiere decir anunciar
y llevar la salvación de Dios en este mundo nuestro, que a menudo se pierde,
necesitado de tener respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo
vigor en el camino. La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia
gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y
alentado a vivir según la vida buena del Evangelio.
115. Este Pueblo de
Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su
cultura propia. La noción de cultura es una valiosa herramienta para entender
las diversas expresiones de la vida cristiana que se dan en el Pueblo de Dios.
Se trata del estilo de vida que tiene una sociedad determinada, del modo propio
que tienen sus miembros de relacionarse entre sí, con las demás criaturas y con
Dios. Así entendida, la cultura abarca la totalidad de la vida de un pueblo[84].
Cada pueblo, en su devenir histórico,
desarrolla su propia cultura con legítima autonomía[85]. Esto se debe a que la persona humana
«por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social»[86], y está siempre referida a la sociedad,
donde vive un modo concreto de relacionarse con la realidad. El ser humano está
siempre culturalmente situado: «naturaleza y cultura se hallan unidas
estrechísimamente»[87]. La gracia supone la cultura, y el don
de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe.
116. En estos dos
milenios de cristianismo, innumerable cantidad de pueblos han recibido la
gracia de la fe, la han hecho florecer en su vida cotidiana y la han
transmitido según sus modos culturales propios. Cuando una comunidad acoge el
anuncio de la salvación, el Espíritu Santo fecunda su cultura con la fuerza
transformadora del Evangelio. De modo que, como podemos ver en la historia de
la Iglesia, el cristianismo no tiene un único modo cultural, sino que,
«permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y
a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y
de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado»[88].
En los distintos pueblos, que
experimentan el don de Dios según su propia cultura, la Iglesia expresa su
genuina catolicidad y muestra «la belleza de este rostro pluriforme»[89]. En las manifestaciones cristianas de un
pueblo evangelizado, el Espíritu Santo embellece a la Iglesia, mostrándole
nuevos aspectos de la Revelación y regalándole un nuevo rostro.
En la inculturación,
la Iglesia «introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad»[90], porque «toda cultura propone valores y
formas positivas que pueden enriquecer la manera de anunciar, concebir y vivir
el Evangelio»[91], Así, «la Iglesia, asumiendo los valores
de las diversas culturas, se hace “sponsa ornata monilibus suis”,
“la novia que se adorna con sus joyas” (cf. Is 61,10)»[92].
117. Bien entendida,
la diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia. Es el Espíritu
Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien transforma nuestros corazones y
nos hace capaces de entrar en la comunión perfecta de la Santísima Trinidad,
donde todo encuentra su unidad. Él construye la comunión y la armonía del
Pueblo de Dios.
El mismo Espíritu Santo es la armonía, así como es el vínculo
de amor entre el Padre y el Hijo[93]. Él es quien suscita una múltiple y
diversa riqueza de dones y al mismo tiempo construye una unidad que nunca es
uniformidad sino multiforme armonía que atrae. La evangelización reconoce
gozosamente estas múltiples riquezas que el Espíritu engendra en la Iglesia.
No
haría justicia a la lógica de la encarnación pensar en un cristianismo
monocultural y monocorde. Si bien es verdad que algunas culturas han estado
estrechamente ligadas a la predicación del Evangelio y al desarrollo de un
pensamiento cristiano, el mensaje revelado no se identifica con ninguna de
ellas y tiene un contenido transcultural. Por ello, en la evangelización de
nuevas culturas o de culturas que no han acogido la predicación cristiana, no
es indispensable imponer una determinada forma cultural, por más bella y antigua
que sea, junto con la propuesta del Evangelio.
El mensaje que anunciamos
siempre tiene algún ropaje cultural, pero a veces en la Iglesia caemos en la
vanidosa sacralización de la propia cultura, con lo cual podemos mostrar más
fanatismo que auténtico fervor evangelizador.
118. Los Obispos de
Oceanía pidieron que allí la Iglesia «desarrolle una comprensión y una
presentación de la verdad de Cristo que arranque de las tradiciones y culturas
de la región», e instaron «a todos los misioneros a operar en armonía con los
cristianos indígenas para asegurar que la fe y la vida de la Iglesia se
expresen en formas legítimas adecuadas a cada cultura»[94].
No podemos pretender que los pueblos de
todos los continentes, al expresar la fe cristiana, imiten los modos que
encontraron los pueblos europeos en un determinado momento de la historia,
porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la comprensión y de
la expresión de una cultura[95]. Es indiscutible que una sola cultura no
agota el misterio de la redención de Cristo.
119. En todos los
bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del
Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esta unción
que lo hace infalible «in credendo». Esto significa que cuando
cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe. El
Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación[96].
Como parte de su misterio de amor hacia
la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de
la fe —el sensus fidei— que los ayuda a
discernir lo que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a
los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una
sabiduría que los permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el
instrumental adecuado para expresarlas con precisión.
120. En virtud del
Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en
discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de los
bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de
ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en
un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el
resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones. La nueva
evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los
bautizados.
Esta convicción se convierte en un llamado dirigido a cada
cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues
si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no
necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar
que le den muchos cursos o largas instrucciones.
Todo cristiano es misionero en
la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no
decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre
«discípulos misioneros». Si no nos convencemos, miremos a los primeros
discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús,
salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41).
La samaritana, apenas salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera,
y muchos samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39).
También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso
a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿A qué
esperamos nosotros?
121. Por supuesto que
todos estamos llamados a crecer como evangelizadores. Procuramos al mismo
tiempo una mejor formación, una profundización de nuestro amor y un testimonio
más claro del Evangelio. En ese sentido, todos tenemos que dejar que los demás
nos evangelicen constantemente; pero eso no significa que debamos postergar la misión
evangelizadora, sino que encontremos el modo de comunicar a Jesús que
corresponda a la situación en que nos hallemos.
En cualquier caso, todos somos
llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del
Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su cercanía, su
Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida. Tu corazón sabe que no
es lo mismo la vida sin Él; entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda
a vivir y que te da una esperanza, eso es lo que necesitas comunicar a los
otros. Nuestra imperfección no debe ser una excusa; al contrario, la misión es
un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y para seguir
creciendo.
El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a ofrecer implica
decir como san Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido o que ya sea perfecto,
sino que continúo mi carrera [...] y me lanzo a lo que está por delante» (Flp 3,12-13).
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