76. Siento una enorme
gratitud por la tarea de todos los que trabajan en la Iglesia. No quiero
detenerme ahora a exponer las actividades de los diversos agentes pastorales,
desde los obispos hasta el más sencillo y desconocido de los servicios
eclesiales. Me gustaría más bien reflexionar acerca de los desafíos que todos
ellos enfrentan en medio de la actual cultura globalizada. Pero tengo que
decir, en primer lugar y como deber de justicia, que el aporte de la Iglesia en
el mundo actual es enorme.
Nuestro dolor y nuestra vergüenza por los pecados de
algunos miembros de la Iglesia, y por los propios, no deben hacer olvidar
cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan a tanta gente a curarse o a
morir en paz en precarios hospitales, o acompañan personas esclavizadas por
diversas adicciones en los lugares más pobres de la tierra, o se desgastan en
la educación de niños y jóvenes, o cuidan ancianos abandonados por todos, o
tratan de comunicar valores en ambientes hostiles, o se entregan de muchas
otras maneras que muestran ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado
el Dios hecho hombre.
Agradezco el hermoso ejemplo que me dan tantos cristianos
que ofrecen su vida y su tiempo con alegría. Ese testimonio me hace mucho bien
y me sostiene en mi propio deseo de superar el egoísmo para entregarme más.
77. No obstante, como
hijos de esta época, todos nos vemos afectados de algún modo por la cultura
globalizada actual que, sin dejar de mostrarnos valores y nuevas posibilidades,
también puede limitarnos, condicionarnos e incluso enfermarnos.
Reconozco que
necesitamos crear espacios motivadores y sanadores para los agentes pastorales,
«lugares donde regenerar la propia fe en Jesús crucificado y resucitado, donde
compartir las propias preguntas más profundas y las preocupaciones cotidianas,
donde discernir en profundidad con criterios evangélicos sobre la propia
existencia y experiencia, con la finalidad de orientar al bien y a la belleza
las propias elecciones individuales y sociales»[62]. Al mismo tiempo, quiero llamar la
atención sobre algunas tentaciones que particularmente hoy afectan a los
agentes pastorales.
78. Hoy se puede
advertir en muchos agentes pastorales, incluso en personas consagradas, una
preocupación exacerbada por los espacios personales de autonomía y de
distensión, que lleva a vivir las tareas como un mero apéndice de la vida, como
si no fueran parte de la propia identidad.
Al mismo tiempo, la vida espiritual
se confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio pero que
no alimentan el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión
evangelizadora. Así, pueden advertirse en muchos agentes evangelizadores,
aunque oren, una acentuación del individualismo, una crisis
de identidad y una caída del fervor. Son tres males que se
alimentan entre sí.
79. La cultura
mediática y algunos ambientes intelectuales a veces transmiten una marcada
desconfianza hacia el mensaje de la Iglesia y un cierto desencanto. Como
consecuencia, aunque recen, muchos agentes pastorales desarrollan una especie
de complejo de inferioridad que les lleva a relativizar u ocultar su identidad
cristiana y sus convicciones.
Se produce entonces un círculo vicioso, porque
así no son felices con lo que son y con lo que hacen, no se sienten
identificados con su misión evangelizadora, y esto debilita la entrega.
Terminan ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión por ser como
todos y por tener lo que poseen los demás. Así, las tareas
evangelizadoras se vuelven forzadas y se dedican a ellas pocos esfuerzos y un
tiempo muy limitado.
80. Se desarrolla en
los agentes pastorales, más allá del estilo espiritual o la línea de
pensamiento que puedan tener, un relativismo todavía más peligroso que el
doctrinal. Tiene que ver con las opciones más profundas y sinceras que
determinan una forma de vida. Este relativismo práctico es actuar como si Dios
no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás
no existieran, trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran.
Llama la atención que aun quienes aparentemente poseen sólidas convicciones
doctrinales y espirituales suelen caer en un estilo de vida que los lleva a
aferrarse a seguridades económicas, o a espacios de poder y de gloria humana
que se procuran por cualquier medio, en lugar de dar la vida por los demás en
la misión. ¡No nos dejemos robar el entusiasmo misionero!
81. Cuando más
necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos laicos
sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica,
y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su tiempo
libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por ejemplo, conseguir catequistas
capacitados para las parroquias y que perseveren en la tarea durante varios
años.
Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su
tiempo personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan
imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea
evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una alegre respuesta al amor de
Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y fecundos. Algunos se
resisten a probar hasta el fondo el gusto de la misión y quedan sumidos en una
acedia paralizante.
82. El problema no es
siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas,
sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y
la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces
enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho
y, en definitiva, no aceptado.
Esta acedia pastoral puede tener diversos
orígenes. Algunos caen en ella por sostener proyectos irrealizables y no vivir
con ganas lo que buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar la costosa
evolución de los procesos y querer que todo caiga del cielo. Otros, por
apegarse a algunos proyectos o a sueños de éxitos imaginados por su vanidad.
Otros, por perder el contacto real con el pueblo, en una despersonalización de
la pastoral que lleva a prestar más atención a la organización que a las
personas, y entonces les entusiasma más la «hoja de ruta» que la ruta misma.
Otros caen en la acedia por no saber esperar y querer dominar el ritmo de la
vida. El inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que los agentes pastorales
no toleren fácilmente lo que signifique alguna contradicción, un aparente
fracaso, una crítica, una cruz.
83. Así se gesta la
mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia
en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se
va desgastando y degenerando en mezquindad»[63].
Se desarrolla la psicología de la
tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo.
Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la
constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se
apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio»[64].
Llamados a iluminar y a comunicar vida,
finalmente se dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio
interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo esto, me permito
insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora!
84. La alegría del
Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22).
Los males de nuestro mundo —y los de la Iglesia— no deberían ser excusas para
reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer.
Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el
Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el
pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).
Nuestra fe es desafiada a
vislumbrar el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que
crece en medio de la cizaña. A cincuenta años del Concilio Vaticano II, aunque
nos duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos,
el mayor realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu ni menor
generosidad.
En ese sentido, podemos volver a escuchar las palabras del beato
Juan XXIII en aquella admirable jornada del 11 de octubre de 1962: «Llegan, a
veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas
que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la
medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina […] Nos
parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar
siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese
inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a
un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero
más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de
planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades,
aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia»[65].
85. Una de las
tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de
derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de
vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en
el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la
batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias
fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo
que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se
manifiesta en la debilidad» (2 Co 12,9).
El triunfo cristiano es
siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que
se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu de
la derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la
cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica.
86. Es cierto que en
algunos lugares se produjo una «desertificación» espiritual, fruto del proyecto
de sociedades que quieren construirse sin Dios o que destruyen sus raíces
cristianas. Allí «el mundo cristiano se está haciendo estéril, y se agota como
una tierra sobreexplotada, que se convierte en arena»[66]. En otros países, la resistencia
violenta al cristianismo obliga a los cristianos a vivir su fe casi a
escondidas en el país que aman.
Ésta es otra forma muy dolorosa de desierto.
También la propia familia o el propio lugar de trabajo puede ser ese ambiente
árido donde hay que conservar la fe y tratar de irradiarla. Pero «precisamente
a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos
descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros,
hombres y mujeres.
En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es
esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de
la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma
implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe
que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta
forma mantengan viva la esperanza»[67].
En todo caso, allí estamos llamados a
ser personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se
convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz donde,
traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos dejemos
robar la esperanza!
87. Hoy, que las
redes y los instrumentos de la comunicación humana han alcanzado desarrollos
inauditos, sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir
juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de
apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una
verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa
peregrinación.
De este modo, las mayores posibilidades de comunicación se
traducirán en más posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos. Si
pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan
liberador, tan esperanzador! Salir de sí mismo para unirse a otros hace bien.
Encerrarse en sí mismo es probar el amargo veneno de la inmanencia, y la
humanidad saldrá perdiendo con cada opción egoísta que hagamos.
88. El ideal
cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente,
el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo
actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia la privacidad cómoda o
hacia el reducido círculo de los más íntimos, y renuncian al realismo de la
dimensión social del Evangelio.
Porque, así como algunos quisieran un Cristo
puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se pretenden relaciones
interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por pantallas y
sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras tanto, el
Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del
otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con
su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo.
La verdadera fe en el
Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la
comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de los otros. El
Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura.
89. El aislamiento,
que es una traducción del inmanentismo, puede expresarse en una falsa autonomía
que excluye a Dios, pero puede también encontrar en lo religioso una forma de
consumismo espiritual a la medida de su individualismo enfermizo. La vuelta a
lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son
fenómenos ambiguos.
Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de
responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen
apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso
con el otro. Si no encuentran en la Iglesia una espiritualidad que los sane,
los libere, los llene de vida y de paz al mismo tiempo que los convoque a la
comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán engañados por
propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios.
90. Las formas
propias de la religiosidad popular son encarnadas, porque han brotado de la
encarnación de la fe cristiana en una cultura popular. Por eso mismo incluyen
una relación personal, no con energías armonizadoras sino con Dios, Jesucristo,
María, un santo. Tienen carne, tienen rostros. Son aptas para alimentar
potencialidades relacionales y no tanto fugas individualistas. En otros
sectores de nuestras sociedades crece el aprecio por diversas formas de
«espiritualidad del bienestar» sin comunidad, por una «teología de la
prosperidad» sin compromisos fraternos o por experiencias subjetivas sin
rostros, que se reducen a una búsqueda interior inmanentista.
91. Un desafío
importante es mostrar que la solución nunca consistirá en escapar de una
relación personal y comprometida con Dios que al mismo tiempo nos comprometa
con los otros. Eso es lo que hoy sucede cuando los creyentes procuran
esconderse y quitarse de encima a los demás, y cuando sutilmente escapan de un
lugar a otro o de una tarea a otra, quedándose sin vínculos profundos y
estables: «Imaginatio locorum et mutatio multos fefellit»[68]. Es un falso remedio que
enferma el corazón, y a veces el cuerpo.
Hace falta ayudar a reconocer que el
único camino consiste en aprender a encontrarse con los demás con la actitud
adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de camino, sin
resistencias internas. Mejor todavía, se trata de aprender a descubrir a Jesús
en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos. También es aprender a
sufrir en un abrazo con Jesús crucificado cuando recibimos agresiones injustas
o ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por la fraternidad[69].
92. Allí está la
verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos con los demás que realmente
nos sana en lugar de enfermarnos es una fraternidad mística,
contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe
descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la
convivencia aferrándose al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor
divino para buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno.
Precisamente en esta época, y también allí donde son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32),
los discípulos del Señor son llamados a vivir como comunidad que sea sal de la
tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16). Son llamados a dar
testimonio de una pertenencia evangelizadora de manera siempre nueva.[70] ¡No nos dejemos robar la comunidad!
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