34. Si pretendemos
poner todo en clave misionera, esto también vale para el modo de comunicar el
mensaje. En el mundo de hoy, con la velocidad de las comunicaciones y la
selección interesada de contenidos que realizan los medios, el mensaje que
anunciamos corre más que nunca el riesgo de aparecer mutilado y reducido a
algunos de sus aspectos secundarios. De ahí que algunas cuestiones que forman
parte de la enseñanza moral de la Iglesia queden fuera del contexto que les da
sentido.
El problema mayor se produce cuando el mensaje que anunciamos aparece
entonces identificado con esos aspectos secundarios que, sin dejar de ser
importantes, por sí solos no manifiestan el corazón del mensaje de Jesucristo.
Entonces conviene ser realistas y no dar por supuesto que nuestros
interlocutores conocen el trasfondo completo de lo que decimos o que pueden
conectar nuestro discurso con el núcleo esencial del Evangelio que le otorga
sentido, hermosura y atractivo.
35. Una pastoral en
clave misionera no se obsesiona por la transmisión desarticulada de una
multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia. Cuando se
asume un objetivo pastoral y un estilo misionero, que realmente llegue a todos
sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se concentra en lo esencial, que es
lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más
necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad y
verdad, y así se vuelve más contundente y radiante.
36. Todas las
verdades reveladas proceden de la misma fuente divina y son creídas con la
misma fe, pero algunas de ellas son más importantes por expresar más
directamente el corazón del Evangelio. En este núcleo fundamental lo que
resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en
Jesucristo muerto y resucitado.
En este sentido, el Concilio Vaticano II
explicó que «hay un orden o “jerarquía” en las verdades en la doctrina
católica, por ser diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana»[38]. Esto vale tanto para los dogmas de fe
como para el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, e incluso para la
enseñanza moral.
37. Santo Tomás de
Aquino enseñaba que en el mensaje moral de la Iglesia también hay una jerarquía, en
las virtudes y en los actos que de ellas proceden[39]. Allí lo que cuenta es ante todo «la fe
que se hace activa por la caridad» (Ga 5,6). Las obras de amor al
prójimo son la manifestación externa más perfecta de la gracia interior del
Espíritu: «La principalidad de la ley nueva está en la gracia del Espíritu
Santo, que se manifiesta en la fe que obra por el amor»[40].
Por ello explica que, en cuanto al
obrar exterior, la misericordia es la mayor de todas las virtudes: «En sí misma
la misericordia es la más grande de las virtudes, ya que a ella pertenece
volcarse en otros y, más aún, socorrer sus deficiencias. Esto es peculiar del
superior, y por eso se tiene como propio de Dios tener misericordia, en la cual
resplandece su omnipotencia de modo máximo»[41].
38. Es importante
sacar las consecuencias pastorales de la enseñanza conciliar, que recoge una
antigua convicción de la Iglesia. Ante todo hay que decir que en el anuncio del
Evangelio es necesario que haya una adecuada proporción. Ésta se advierte en la
frecuencia con la cual se mencionan algunos temas y en los acentos que se ponen
en la predicación.
Por ejemplo, si un párroco a lo largo de un año litúrgico
habla diez veces sobre la templanza y sólo dos o tres veces sobre la caridad o
la justicia, se produce una desproporción donde las que se ensombrecen son
precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la
predicación y en la catequesis. Lo mismo sucede cuando se habla más de la ley
que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la
Palabra de Dios.
39. Así como la
organicidad entre las virtudes impide excluir alguna de ellas del ideal
cristiano, ninguna verdad es negada. No hay que mutilar la integralidad del
mensaje del Evangelio. Es más, cada verdad se comprende mejor si se la pone en
relación con la armoniosa totalidad del mensaje cristiano, y en ese contexto
todas las verdades tienen su importancia y se iluminan unas a otras.
Cuando la
predicación es fiel al Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de
algunas verdades y queda claro que la predicación moral cristiana no es una
ética estoica, es más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un
catálogo de pecados y errores.
El Evangelio invita ante todo a responder al
Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros
mismos para buscar el bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia
se debe ensombrecer! Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de
amor.
Si esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de
la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está
nuestro peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que se
anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de
determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su
frescura y dejará de tener «olor a Evangelio».
40. La Iglesia, que
es discípula misionera, necesita crecer en su interpretación de la Palabra
revelada y en su comprensión de la verdad. La tarea de los exégetas y de los
teólogos ayuda a «madurar el juicio de la Iglesia»[42]. De otro modo también lo hacen las demás
ciencias.
Refiriéndose a las ciencias sociales, por ejemplo, Juan Pablo II ha
dicho que la Iglesia presta atención a sus aportes «para sacar indicaciones
concretas que le ayuden a desempeñar su misión de Magisterio»[43]. Además, en el seno de la Iglesia hay
innumerables cuestiones acerca de las cuales se investiga y se reflexiona con
amplia libertad.
Las distintas líneas de pensamiento filosófico, teológico y
pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu en el respeto y el amor,
también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a explicitar mejor el
riquísimo tesoro de la Palabra. A quienes sueñan con una doctrina monolítica
defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una imperfecta
dispersión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda a que se manifiesten y
desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable riqueza del Evangelio[44].
41. Al mismo tiempo,
los enormes y veloces cambios culturales requieren que prestemos una constante
atención para intentar expresar las verdades de siempre en un lenguaje que
permita advertir su permanente novedad. Pues en el depósito de la doctrina
cristiana «una cosa es la substancia […] y otra la manera de formular su
expresión»[45].
A veces, escuchando un lenguaje
completamente ortodoxo, lo que los fieles reciben, debido al lenguaje que ellos
utilizan y comprenden, es algo que no responde al verdadero Evangelio de
Jesucristo. Con la santa intención de comunicarles la verdad sobre Dios y sobre
el ser humano, en algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano
que no es verdaderamente cristiano.
De ese modo, somos fieles a una
formulación, pero no entregamos la substancia. Ése es el riesgo más grave.
Recordemos que «la expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación
de las formas de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy
el mensaje evangélico en su inmutable significado»[46].
42. Esto tiene una
gran incidencia en el anuncio del Evangelio si de verdad tenemos el propósito
de que su belleza pueda ser mejor percibida y acogida por todos. De cualquier
modo, nunca podremos convertir las enseñanzas de la Iglesia en algo fácilmente
comprendido y felizmente valorado por todos. La fe siempre conserva un aspecto
de cruz, alguna oscuridad que no le quita la firmeza de su adhesión.
Hay cosas
que sólo se comprenden y valoran desde esa adhesión que es hermana del amor,
más allá de la claridad con que puedan percibirse las razones y argumentos. Por
ello, cabe recordar que todo adoctrinamiento ha de situarse en la actitud
evangelizadora que despierte la adhesión del corazón con la cercanía, el amor y
el testimonio.
43. En su constante
discernimiento, la Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres propias
no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo
largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo
mensaje no suele ser percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no
prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos
miedo de revisarlas.
Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales que
pueden haber sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma
fuerza educativa como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los
preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios «son poquísimos»[47]. Citando a san Agustín, advertía que los
preceptos añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse con moderación
«para no hacer pesada la vida a los fieles» y convertir nuestra religión en una
esclavitud, cuando «la misericordia de Dios quiso que fuera libre»[48].
Esta advertencia, hecha varios siglos
atrás, tiene una tremenda actualidad. Debería ser uno de los criterios a
considerar a la hora de pensar una reforma de la Iglesia y de su predicación
que permita realmente llegar a todos.
44. Por otra parte,
tanto los Pastores como todos los fieles que acompañen a sus hermanos en la fe
o en un camino de apertura a Dios, no pueden olvidar lo que con tanta claridad
enseña el Catecismo de la Iglesia Católica:
«La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas
e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia,
el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o
sociales»[49].
Por lo tanto, sin
disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y
paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van
construyendo día a día[50]. A los sacerdotes les recuerdo que el
confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia
del Señor que nos estimula a hacer el bien posible.
Un pequeño paso, en medio
de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida
exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes
dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico
de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y
caídas.
45. Vemos así que la
tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las
circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un
contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda
aportar cuando la perfección no es posible.
Un corazón misionero sabe de esos
límites y se hace «débil con los débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22).
Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la
rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del
Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no
renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del
camino.
46. La Iglesia «en
salida» es una Iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los demás para
llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rumbo y
sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la
ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para
acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre del
hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese,
pueda entrar sin dificultad.
47. La Iglesia está
llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. Uno de los signos concretos de
esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes. De ese
modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se acerca buscando a
Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas. Pero hay otras
puertas que tampoco se deben cerrar.
Todos pueden participar de alguna manera
en la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y tampoco las puertas
de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera.
Esto vale sobre
todo cuando se trata de ese sacramento que es «la puerta», el Bautismo.
La
Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un
premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los
débiles[51].
Estas convicciones también tienen
consecuencias pastorales que estamos llamados a considerar con prudencia y
audacia. A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como
facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay
lugar para cada uno con su vida a cuestas.
48. Si la Iglesia
entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin excepciones.
Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra
con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino
sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y
olvidados, a aquellos que «no tienen con qué recompensarte» (Lc 14,14).
No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan
claro.
Hoy y siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del
Evangelio»[52], y la evangelización dirigida
gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir
sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres.
Nunca los dejemos solos.
49. Salgamos,
salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito aquí para toda la
Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires:
prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes
que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las
propias seguridades.
No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que
termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe
inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos
nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con
Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de
sentido y de vida.
Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el
temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las
normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos
tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin
cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37).
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