CAPÍTULO PRIMERO
HEMOS CREÍDO EN EL AMOR
(cf. 1 Jn 4,16)
Abrahán, nuestro padre en la fe
8. La fe nos abre el
camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia. Por eso, si
queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido, el camino
de los hombres creyentes, cuyo testimonio encontramos en primer lugar en el
Antiguo Testamento.
En él, Abrahán, nuestro padre en la fe, ocupa un lugar
destacado. En su vida sucede algo desconcertante: Dios le dirige la Palabra, se
revela como un Dios que habla y lo llama por su nombre. La fe está vinculada a
la escucha. Abrahán no ve a Dios, pero oye su voz. De este modo la fe adquiere
un carácter personal. Aquí Dios no se manifiesta como el Dios de un lugar, ni
tampoco aparece vinculado a un tiempo sagrado determinado, sino como el Dios de
una persona, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, capaz de entrar en contacto con
el hombre y establecer una alianza con él.
La fe es la respuesta a una Palabra
que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre.
9. Lo que esta Palabra
comunica a Abrahán es una llamada y una promesa. En primer lugar es una llamada
a salir de su tierra, una invitación a abrirse a una vida nueva, comienzo de un
éxodo que lo lleva hacia un futuro inesperado.
La visión que la fe da a Abrahán
estará siempre vinculada a este paso adelante que tiene que dar: la fe « ve »
en la medida en que camina, en que se adentra en el espacio abierto por la
Palabra de Dios. Esta Palabra encierra además una promesa: tu descendencia será
numerosa, serás padre de un gran pueblo (cf. Gn 13,16; 15,5; 22,17).
Es
verdad que, en cuanto respuesta a una Palabra que la precede, la fe de Abrahán
será siempre un acto de memoria. Sin embargo, esta memoria no se queda en el
pasado, sino que, siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro,
de iluminar los pasos a lo largo del camino. De este modo, la fe, en cuanto
memoria del futuro, memoria futuri, está estrechamente ligada con la
esperanza.
10. Lo que se pide a
Abrahán es que se fíe de esta Palabra. La fe entiende que la palabra,
aparentemente efímera y pasajera, cuando es pronunciada por el Dios fiel, se
convierte en lo más seguro e inquebrantable que pueda haber, en lo que hace
posible que nuestro camino tenga continuidad en el tiempo. La fe acoge esta
Palabra como roca firme, para construir sobre ella con sólido fundamento.
Por
eso, la Biblia, para hablar de la fe, usa la palabra hebrea ’emûnah,
derivada del verbo ’amán, cuya raíz significa « sostener ». El término ’emûnah
puede significar tanto la fidelidad de Dios como la fe del hombre. El hombre
fiel recibe su fuerza confiándose en las manos de Dios. Jugando con las dos
acepciones de la palabra —presentes también en los correspondientes términos
griego (pistós) y latino (fidelis)—, san Cirilo de Jerusalén
ensalza la dignidad del cristiano, que recibe el mismo calificativo que Dios:
ambos son llamados « fieles »[8].
San Agustín lo explica así: « El hombre es fiel creyendo a Dios, que promete;
Dios es fiel dando lo que promete al hombre »[9].
11. Un último aspecto de
la historia de Abrahán es importante para comprender su fe. La Palabra de Dios,
aunque lleva consigo novedad y sorpresa, no es en absoluto ajena a la propia
experiencia del patriarca. Abrahán reconoce en esa voz que se le dirige una
llamada profunda, inscrita desde siempre en su corazón. Dios asocia su promesa
a aquel « lugar » en el que la existencia del hombre se manifiesta desde
siempre prometedora: la paternidad, la generación de una nueva vida: « Sara te
va a dar un hijo; lo llamarás Isaac » (Gn 17,19).
El Dios que pide a
Abrahán que se fíe totalmente de él, se revela como la fuente de la que
proviene toda vida. De esta forma, la fe se pone en relación con la paternidad
de Dios, de la que procede la creación: el Dios que llama a Abrahán es el Dios
creador, que « llama a la existencia lo que no existe » (Rm 4,17), que «
nos eligió antes de la fundación del mundo… y nos ha destinado a ser sus hijos
» (Ef 1,4-5).
Para Abrahán, la fe en Dios ilumina las raíces más
profundas de su ser, le permite reconocer la fuente de bondad que hay en el
origen de todas las cosas, y confirmar que su vida no procede de la nada o la
casualidad, sino de una llamada y un amor personal. El Dios misterioso que lo
ha llamado no es un Dios extraño, sino aquel que es origen de todo y que todo
lo sostiene.
La gran prueba de la fe de Abrahán, el sacrificio de su hijo
Isaac, nos permite ver hasta qué punto este amor originario es capaz de
garantizar la vida incluso después de la muerte. La Palabra que ha sido capaz
de suscitar un hijo con su cuerpo « medio muerto » y « en el seno estéril » de
Sara (cf. Rm 4,19), será también capaz de garantizar la promesa de un
futuro más allá de toda amenaza o peligro (cf. Hb 11,19; Rm
4,21).
La fe de Israel
12. En el libro del
Éxodo, la historia del pueblo de Israel sigue la estela de la fe de Abrahán. La
fe nace de nuevo de un don originario: Israel se abre a la intervención de
Dios, que quiere librarlo de su miseria. La fe es la llamada a un largo camino
para adorar al Señor en el Sinaí y heredar la tierra prometida.
El amor divino
se describe con los rasgos de un padre que lleva de la mano a su hijo por el
camino (cf. Dt 1,31). La confesión de fe de Israel se formula como
narración de los beneficios de Dios, de su intervención para liberar y guiar al
pueblo (cf. Dt 26,5-11), narración que el pueblo transmite de generación
en generación.
Para Israel, la luz de Dios brilla a través de la memoria de las
obras realizadas por el Señor, conmemoradas y confesadas en el culto,
transmitidas de padres a hijos. Aprendemos así que la luz de la fe está
vinculada al relato concreto de la vida, al recuerdo agradecido de los
beneficios de Dios y al cumplimiento progresivo de sus promesas.
La
arquitectura gótica lo ha expresado muy bien: en las grandes catedrales, la luz
llega del cielo a través de las vidrieras en las que está representada la
historia sagrada. La luz de Dios nos llega a través de la narración de su
revelación y, de este modo, puede iluminar nuestro camino en el tiempo,
recordando los beneficios divinos, mostrando cómo se cumplen sus promesas.
13. Por otro lado, la
historia de Israel también nos permite ver cómo el pueblo ha caído tantas veces
en la tentación de la incredulidad. Aquí, lo contrario de la fe se manifiesta
como idolatría. Mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí, el pueblo no
soporta el misterio del rostro oculto de Dios, no aguanta el tiempo de espera.
La fe, por su propia naturaleza, requiere renunciar a la posesión inmediata que
parece ofrecer la visión, es una invitación a abrirse a la fuente de la luz,
respetando el misterio propio de un Rostro, que quiere revelarse personalmente
y en el momento oportuno. Martin Buber citaba esta definición de idolatría del
rabino de Kock: se da idolatría cuando « un rostro se dirige reverentemente a
un rostro que no es un rostro »[10].
En lugar de tener fe en Dios, se prefiere adorar al ídolo, cuyo rostro se puede
mirar, cuyo origen es conocido, porque lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo,
no hay riesgo de una llamada que haga salir de las propias seguridades, porque
los ídolos « tienen boca y no hablan » (Sal 115,5). Vemos entonces que
el ídolo es un pretexto para ponerse a sí mismo en el centro de la realidad,
adorando la obra de las propias manos.
Perdida la orientación fundamental que
da unidad a su existencia, el hombre se disgrega en la multiplicidad de sus
deseos; negándose a esperar el tiempo de la promesa, se desintegra en los
múltiples instantes de su historia.
Por eso, la idolatría es siempre
politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro. La idolatría no presenta un
camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman
más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar
las voces de tantos ídolos que le gritan: « Fíate de mí ».
La fe, en cuanto
asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría; es separación de los
ídolos para volver al Dios vivo, mediante un encuentro personal. Creer
significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que
sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en su capacidad de
enderezar lo torcido de nuestra historia.
La fe consiste en la disponibilidad
para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios. He aquí la
paradoja: en el continuo volverse al Señor, el hombre encuentra un camino
seguro, que lo libera de la dispersión a que le someten los ídolos.
14. En la fe de Israel
destaca también la figura de Moisés, el mediador. El pueblo no puede ver el
rostro de Dios; es Moisés quien habla con YHAVEH en la montaña y transmite a
todos la voluntad del Señor. Con esta presencia del mediador, Israel ha
aprendido a caminar unido. El acto de fe individual se inserta en una
comunidad, en el « nosotros » común del pueblo que, en la fe, es como un solo
hombre, « mi hijo primogénito », como llama Dios a Israel (Ex 4,22). ´
La
mediación no representa aquí un obstáculo, sino una apertura: en el encuentro
con los demás, la mirada se extiende a una verdad más grande que nosotros
mismos. J. J. Rousseau lamentaba no poder ver a Dios personalmente: « ¡Cuántos
hombres entre Dios y yo! »[11].
« ¿Es tan simple y natural que Dios se haya dirigido a Moisés para hablar a
Jean Jacques Rousseau? »[12].
Desde una concepción individualista y limitada del conocimiento, no se puede
entender el sentido de la mediación, esa capacidad de participar en la visión
del otro, ese saber compartido, que es el saber propio del amor.
La fe es un
don gratuito de Dios que exige la humildad y el valor de fiarse y confiarse,
para poder ver el camino luminoso del encuentro entre Dios y los hombres, la
historia de la salvación.
La plenitud de la fe cristiana
15. « Abrahán […]
saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría » (Jn
8,56). Según estas palabras de Jesús, la fe de Abrahán estaba orientada ya a
él; en cierto sentido, era una visión anticipada de su misterio. Así lo
entiende san Agustín, al afirmar que los patriarcas se salvaron por la fe, pero
no la fe en el Cristo ya venido, sino la fe en el Cristo que había de venir,
una fe en tensión hacia el acontecimiento futuro de Jesús[13].
La fe cristiana está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor, y
Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9). Todas las
líneas del Antiguo Testamento convergen en Cristo; él es el « sí » definitivo a
todas las promesas, el fundamento de nuestro « amén » último a Dios (cf. 2
Co 1,20). La historia de Jesús es la manifestación plena de la fiabilidad
de Dios.
Si Israel recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que
constituían el centro de su confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la
vida de Jesús se presenta como la intervención definitiva de Dios, la
manifestación suprema de su amor por nosotros.
La Palabra que Dios nos dirige
en Jesús no es una más entre otras, sino su Palabra eterna (cf. Hb
1,1-2). No hay garantía más grande que Dios nos pueda dar para asegurarnos su
amor, como recuerda san Pablo (cf. Rm 8,31-39).
La fe cristiana es, por
tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar
el mundo e iluminar el tiempo. « Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y
hemos creído en él » (1 Jn 4,16). La fe reconoce el amor de Dios
manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y
su destino último.
16. La mayor prueba de
la fiabilidad del amor de Cristo se encuentra en su muerte por los hombres. Si
dar la vida por los amigos es la demostración más grande de amor (cf. Jn
15,13), Jesús ha ofrecido la suya por todos, también por los que eran sus
enemigos, para transformar los corazones. Por eso, los evangelistas han situado
en la hora de la cruz el momento culminante de la mirada de fe, porque en esa
hora resplandece el amor divino en toda su altura y amplitud.
San Juan
introduce aquí su solemne testimonio cuando, junto a la Madre de Jesús,
contempla al que habían atravesado (cf. Jn 19,37): « El que lo vio da
testimonio, su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que
también vosotros creáis » (Jn 19,35).
F. M. Dostoievski, en su obra El
idiota, hace decir al protagonista, el príncipe Myskin, a la vista del
cuadro de Cristo muerto en el sepulcro, obra de Hans Holbein el Joven: « Un
cuadro así podría incluso hacer perder la fe a alguno »[14].
En efecto, el cuadro representa con crudeza los efectos devastadores de la
muerte en el cuerpo de Cristo. Y, sin embargo, precisamente en la contemplación
de la muerte de Jesús, la fe se refuerza y recibe una luz resplandeciente,
cuando se revela como fe en su amor indefectible por nosotros, que es capaz de
llegar hasta la muerte para salvarnos.
En este amor, que no se ha sustraído a
la muerte para manifestar cuánto me ama, es posible creer; su totalidad vence
cualquier suspicacia y nos permite confiarnos plenamente en Cristo.
17. Ahora bien, la
muerte de Cristo manifiesta la total fiabilidad del amor de Dios a la luz de la
resurrección. En cuanto resucitado, Cristo es testigo fiable, digno de fe (cf. Ap
1,5; Hb 2,17), apoyo sólido para nuestra fe. « Si Cristo no ha
resucitado, vuestra fe no tiene sentido », dice san Pablo (1 Co 15,17).
Si el amor del Padre no hubiese resucitado a Jesús de entre los muertos, si no
hubiese podido devolver la vida a su cuerpo, no sería un amor plenamente
fiable, capaz de iluminar también las tinieblas de la muerte.
Cuando san Pablo
habla de su nueva vida en Cristo, se refiere a la « fe del Hijo de Dios, que me
amó y se entregó por mí » (Ga 2,20). Esta « fe del Hijo de Dios » es
ciertamente la fe del Apóstol de los gentiles en Jesús, pero supone la
fiabilidad de Jesús, que se funda, sí, en su amor hasta la muerte, pero también
en ser Hijo de Dios.
Precisamente porque Jesús es el Hijo, porque está radicado
de modo absoluto en el Padre, ha podido vencer a la muerte y hacer resplandecer
plenamente la vida. Nuestra cultura ha perdido la percepción de esta presencia
concreta de Dios, de su acción en el mundo.
Pensamos que Dios sólo se encuentra
más allá, en otro nivel de realidad, separado de nuestras relaciones concretas.
Pero si así fuese, si Dios fuese incapaz de intervenir en el mundo, su amor no
sería verdaderamente poderoso, verdaderamente real, y no sería entonces ni
siquiera verdadero amor, capaz de cumplir esa felicidad que promete. En tal
caso, creer o no creer en él sería totalmente indiferente.
Los cristianos, en
cambio, confiesan el amor concreto y eficaz de Dios, que obra verdaderamente en
la historia y determina su destino final, amor que se deja encontrar, que se ha
revelado en plenitud en la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
18. La plenitud a la que
Jesús lleva a la fe tiene otro aspecto decisivo. Para la fe, Cristo no es sólo
aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también
aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a Jesús, sino
que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación
en su modo de ver.
En muchos ámbitos de la vida confiamos en otras personas que
conocen las cosas mejor que nosotros. Tenemos confianza en el arquitecto que
nos construye la casa, en el farmacéutico que nos da la medicina para curarnos,
en el abogado que nos defiende en el tribunal.
Tenemos necesidad también de
alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se
presenta como aquel que nos explica a Dios (cf. Jn 1,18). La vida de
Cristo —su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él—
abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos entrar. La
importancia de la relación personal con Jesús mediante la fe queda reflejada en
los diversos usos que hace san Juan del verbo credere. Junto a « creer
que » es verdad lo que Jesús nos dice (cf. Jn 14,10; 20,31), san Juan
usa también las locuciones « creer a » Jesús y « creer en » Jesús. « Creemos a
» Jesús cuando aceptamos su Palabra, su testimonio, porque él es veraz (cf. Jn
6,30). « Creemos en » Jesús cuando lo acogemos personalmente en nuestra vida y
nos confiamos a él, uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo a lo largo
del camino (cf. Jn 2,11; 6,47; 12,44).
Para que pudiésemos
conocerlo, acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, y así
su visión del Padre se ha realizado también al modo humano, mediante un camino
y un recorrido temporal. La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo y en
su resurrección en la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que
ha entrado en nuestra historia.
La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús
de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su
significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta
incesantemente hacía sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con
mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra.
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