"La Buena noticia" (2009). "El E.Santo y la Iglesia (2010). "Tú eres Pedro" (2011). "La Familia y la doctrina social" (2012). "Los jóvenes y la fe" (2013). "La Alegria del Evangelio" (2014). "Te alabamos" (2015). "La alegria del Amor" (2016). "El evangelio de la vida" (2017). "Alegraos y regozijaos" (2018). "Cristo Vive" (2019). "Hermanos todos" (2020). "Salvados por la Esperanza" (2021). "Fieles Laicos" (2022). Tratado de la Devoción a Maria (2023). Plan General de Formación curso 1º (2024)
Paseo marítimo de Copacabana Domingo 28 de julio de
2013 Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos jóvenes “Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos”. Con estas
palabras, Jesús se dirige a cada uno de ustedes diciendo: “Qué bonito ha sido participar en la
Jornada Mundial de la Juventud, vivir la fe junto a jóvenes venidos
de los cuatro ángulos de la tierra, pero
ahora tú debes ir y transmitir esta experiencia a los demás”.
Jesús te llama a ser discípulo en misión. A la luz de la palabra de Dios que
hemos escuchado, ¿qué nos dice hoy el Señor? Tres palabras: Vayan, sin miedo, para servir. 1. Vayan. En estos días
aquí en Río, han podido experimentar la belleza de encontrar a Jesús y de
encontrarlo juntos, han sentido la alegría de la fe. Pero la experiencia de
este encuentro no puede quedar encerrada en su vida o en el pequeño grupo de la
parroquia, del movimiento o de su comunidad. Sería como quitarle el oxígeno a
una llama que arde. La
fe es una llama que se hace más viva cuanto más se comparte, se
transmite, para que todos conozcan, amen y profesen a Jesucristo, que es el
Señor de la vida y de la historia (cf. Rm 10,9). Pero ¡cuidado! Jesús
no ha dicho: si quieren, si tienen tiempo, sino: “Vayan y hagan discípulos a
todos los pueblos”. Compartir la experiencia de la fe, dar
testimonio de la fe, anunciar el evangelio es el mandato que el Señor confía a
toda la Iglesia, también a ti; es un mandato que no nace de la voluntad de
dominio o de poder, sino de la fuerza del amor, del hecho que Jesús ha venido
antes a nosotros y nos ha dado, no algo de sí, sino todo él, ha dado su vida
para salvarnos y mostrarnos el amor y la misericordia de Dios. Jesús no nos
trata como a esclavos, sino como a hombres libres, amigos, hermanos; y no sólo
nos envía, sino que nos acompaña, está siempre a nuestro lado en esta misión de
amor. ¿Adónde nos envía Jesús? No hay fronteras, no hay
límites: nos envía a todos. El evangelio no es
para algunos, sino para todos. No es solo para los que nos parecen más
cercanos, más receptivos, más acogedores. Es para todos. No tengan miedo de ir
y llevar a Cristo a cualquier
ambiente, hasta las periferias existenciales, también a quien parece más
lejano, más indiferente. El Señor busca a todos, quiere que
todos sientan el calor de su misericordia y de su amor.
En particular, quisiera que este mandato de Cristo: “Vayan”, resonara en ustedes jóvenes
de la Iglesia en América Latina, comprometidos en la misión
continental promovida por los obispos. Brasil, América Latina, el mundo tiene
necesidad de Cristo. San Pablo dice: “¡Ay de mí si no anuncio el evangelio!” (1
Co 9,16). Este continente ha recibido el anuncio del evangelio, que ha marcado
su camino y ha dado mucho fruto. Ahora este anuncio se os ha confiado también a
ustedes, para que resuene con renovada fuerza. La Iglesia necesita de ustedes, del entusiasmo, la creatividad
y la alegría que les caracteriza. Un gran apóstol de Brasil, el
beato José de Anchieta,
se marchó a misionar cuando tenía sólo diecinueve años. ¿Saben cuál es el mejor
medio para evangelizar a los jóvenes? Otro joven. Éste es el camino que hay que
recorrer.
2. Sin miedo. Puede que alguno piense: “No
tengo ninguna preparación especial, ¿cómo puedo ir y anunciar
el evangelio?”. Querido amigo, tu miedo no se diferencia mucho del de Jeremías,
un joven como ustedes, cuando fue llamado por Dios para ser profeta. Recién
hemos escuchado sus palabras: “¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que
solo soy un niño”. También Dios dice a ustedes lo que dijo a Jeremías: “No les
tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte” (Jr 1,6.8). Él está con nosotros.“No tengan miedo”. Cuando vamos a anunciar a Cristo, es
él mismo el que va por delante y nos guía. Al enviar a sus discípulos en
misión, ha prometido: “Yo estoy con ustedes todos los días” (Mt 28,20). Y esto
es verdad también para nosotros. Jesús no nos deja solos, nunca les deja solos.
Les acompaña siempre. Además Jesús no ha dicho: “Ve”, sino “Vayan”: somos
enviados juntos. Queridos jóvenes,
sientan la compañía de toda la Iglesia, y también la comunión de los santos, en
esta misión. Cuando juntos hacemos frente a los desafíos, entonces somos
fuertes, descubrimos recursos que pensábamos que no teníamos. Jesús no ha llamado a los apóstoles
a vivir aislados, los ha llamado a formar un grupo, una comunidad. Quisiera dirigirme también a ustedes, queridos sacerdotes
que concelebran conmigo en esta eucaristía: han venido para acompañar a sus
jóvenes, y es bonito compartir esta experiencia de fe. Pero es solo una etapa
en el camino. Por favor, sigan acompañándolos con generosidad y alegría,
ayúdenlos a comprometerse activamente en la Iglesia; que nunca se sientan
solos. Aquí quiero agradecer de corazón a los grupos de pastoral juvenil, a
los movimientos y nuevas comunidades que acompañan a los
jóvenes en su experiencia de ser Iglesia, tan creativos y tan audaces. Sigan
adelante y no tengan miedo. 3. La última palabra: para servir. Al comienzo del salmo que hemos proclamado están estas palabras: “Canten
al Señor un cántico nuevo” (95,1). ¿Cuál es este cántico nuevo? No son
palabras, no es una melodía, sino que es el canto de su vida, es dejar que nuestra vida se
identifique con la de Jesús, es tener sus sentimientos, sus
pensamientos, sus acciones. Y la
vida de Jesús es una vida para los demás. Es una vida de servicio. San Pablo, en la lectura que hemos escuchado hace poco,
decía: “Me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles” (1 Co
9,19). Para anunciar a Jesús, Pablo se ha hecho “esclavo de todos”. Evangelizar es dar testimonio en
primera persona del amor de Dios, es superar nuestros egoísmos, es servir
inclinándose a lavar los pies de nuestros hermanos como hizo
Jesús. Vayan, sin miedo, para servir. Siguiendo estas tres palabras experimentarán que quien evangeliza es
evangelizado, quien transmite la alegría de la fe, recibe alegría. Queridos
jóvenes, cuando
vuelvan a sus casas, no tengan miedo de ser generosos con Cristo, de dar
testimonio del evangelio. En la primera lectura, cuando Dios envía al profeta
Jeremías, le da el poder para “arrancar y arrasar, para destruir y demoler,
para reedificar y plantar” (Jr 1,10). También es así para ustedes. Llevar el evangelio es llevar la
fuerza de Dios para arrancar y arrasar el mal y la violencia;
para destruir y demoler las barreras del egoísmo, la intolerancia y el odio; para edificar un mundo nuevo. Jesucristo cuenta con ustedes. La Iglesia cuenta con ustedes. El Papa cuenta con ustedes. Que María,
Madre de Jesús y Madre nuestra, les acompañe siempre con su ternura:
“Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos”. Amén.
Paseo marítimo de Copacabana Domingo 28 de julio de
2013 Queridos hermanos y hermanas: Al final de esta celebración eucarística, con la que
hemos elevado a Dios nuestro canto de alabanza y gratitud por cada gracia
recibida durante esta Jornada Mundial de la Juventud, quisiera agradecer de
nuevo a monseñor Orani Tempesta y al cardenal Rylko las palabras que me han
dirigido. Les
agradezco también a ustedes, queridos jóvenes, todas las alegrías que me han
dado en estos días. Llevo a cada uno de ustedes en mi corazón. Ahora dirigimos nuestra mirada a la Madre del cielo, la
Virgen María. En estos días, Jesús les ha repetido con insistencia la
invitación a ser sus discípulos misioneros; han escuchado la voz del Buen
Pastor que les ha llamado por su nombre y han reconocido la voz que les llamaba
(cf. Jn 10,4). ¿No es
verdad que, en esta voz que ha resonado en sus corazones, han sentido la
ternura del amor de Dios? ¿Han percibido la belleza de seguir a
Cristo, juntos, en la Iglesia? ¿Han comprendido mejor que el evangelio es la
respuesta al deseo de una vida todavía más plena? (cf. Jn 10,10). La Virgen Inmaculada intercede por nosotros en el Cielo
como una buena madre que cuida de sus hijos. Que María nos enseñe con su vida qué significa ser
discípulo misionero. Cada vez que rezamos el Angelus, recordamos el
evento que ha cambiado para siempre la historia de los hombres. Cuando el ángel
Gabriel anunció a María que iba a ser la Madre de Jesús, del Salvador, ella,
aun sin comprender del todo el significado de aquella llamada, se fió de Dios y
respondió: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc
1,38). Pero, ¿qué hizo inmediatamente después? Después de recibir la gracia de
ser la Madre del Verbo encarnado, no
se quedó con aquel don; marchó, salió de su casa y se fue rápidamente a ayudar
a su pariente Isabel, que tenía necesidad de ayuda (cf. Lc
1,38-39); realizó un gesto de amor, de caridad, de servicio concreto, llevando
a Jesús en su seno. Y este gesto lo hizo diligentemente. Queridos amigos, este es nuestro modelo. La que ha
recibido el don más precioso de parte de Dios, como primer gesto de respuesta
se pone en camino para servir y llevar a Jesús. Pidamos a la Virgen que nos
ayude también a nosotros a llevar la alegría de Cristo a nuestros familiares,
compañeros, amigos, a todos. No tengan nunca miedo de ser generosos con Cristo.
¡Vale la pena! Salgan y vayan con valentía y generosidad, para que todos los
hombres y mujeres encuentren al Señor. Queridos jóvenes, tenemos una cita en la próxima Jornada Mundial de la
Juventud, en 2016, en Cracovia, Polonia. Pidamos, por la
intercesión materna de María, la luz del Espíritu Santo para el camino que nos
llevará a esta nueva etapa de gozosa celebración de la fe y del amor de Cristo.
Centro de Estudios de Sumaré Domingo 28 de julio de
2013
1. Introducción
Agradezco al Señor esta oportunidad de poder hablar con
ustedes, hermanos Obispos, responsables del CELAM en el cuatrienio 2011-2015.
Hace 57 años que el CELAM sirve a las 22 Conferencias Episcopales de América
Latina y El Caribe, colaborando solidaria y subsidiariamente para promover,
impulsar y dinamizar la colegialidad episcopal y la comunión entre las Iglesias
de esta Región y sus Pastores. Como ustedes, también yo soy testigo del fuerte impulso
del Espíritu en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y El
Caribe en Aparecida, en mayo de 2007, que
sigue animando los trabajos del CELAM para la anhelada renovación de las
iglesias particulares. Esta renovación, en buena parte de ellas, se encuentra
ya en marcha. Quisiera centrar esta conversación en el patrimonio heredado de
aquel encuentro fraterno y que todos hemos bautizado como Misión Continental.
2. Características peculiares de Aparecida
Existen cuatro características que son propias de la V
Conferencia. Son como cuatro
columnas del desarrollo de Aparecida y que le dan su originalidad.
1) Inicio sin documento. Medellín,
Puebla y Santo Domingo comenzaron sus trabajos con un camino recorrido de
preparación que culminó en una especie de Instrumentum laboris, con el cual se
desarrolló la discusión, reflexión y aprobación del documento final. En
cambio, Aparecida
promovió la participación de las Iglesias particulares como camino de
preparación que culminó en un documento de síntesis. Este
documento, si bien fue referencia durante la V Conferencia General, no se
asumió como documento de partida. El trabajo inicial consistió en poner en
común las preocupaciones de los Pastores ante el cambio de época y la
necesidad de recuperar la vida discipular y misionera con la que Cristo
fundó la Iglesia.
2) Ambiente de oración con el Pueblo
de Dios. Es importante recordar el ambiente de oración generado por el
diario compartir la Eucaristía y otros momentos litúrgicos, donde siempre
fuimos acompañados por el Pueblo de Dios. Por otro lado, puesto que los
trabajos tenían lugar en el subsuelo del Santuario, la “música funcional”
que los acompañaba fueron los cánticos y oraciones de los fieles.
3) Documento que se prolonga en
compromiso, con la Misión Continental En este contexto de oración y
vivencia de fe surgió el
deseo de un nuevo Pentecostés para la Iglesia y el compromiso de la Misión
Continental. Aparecida no termina con un Documento, sino
que se prolonga en la Misión Continental.
4) La presencia de Nuestra Señora,
Madre de América. Es la primera Conferencia del Episcopado Latinoamericano
y El Caribe que se realiza en un Santuario mariano.
3. Dimensiones de la Misión Continental
La Misión Continental se proyecta en dos dimensiones: programática y
paradigmática. La misión programática, como su nombre lo
indica, consiste en la realización de actos de índole misionera. La misión
paradigmática, en cambio, implica poner en clave misionera la actividad
habitual de las Iglesias particulares. Evidentemente aquí se da, como
consecuencia, toda una dinámica de reforma de las estructuras eclesiales. El “cambio de estructuras” (de caducas a nuevas) no es fruto de un estudio de organización de la
planta funcional eclesiástica, de lo cual resultaría una reorganización
estática, sino que es consecuencia de la dinámica de la misión. Lo que hace
caer las estructuras caducas, lo que lleva a cambiar los corazones de los
cristianos, es precisamente la misionariedad. De aquí la importancia de la
misión paradigmática. La Misión Continental, sea programática, sea
paradigmática, exige generar la conciencia de una Iglesia que se organiza para
servir a todos los bautizados y hombres de buena voluntad. El discípulo de Cristo no es una
persona aislada en una espiritualidad intimista, sino una persona en comunidad,
para darse a los demás. Misión Continental, por tanto, implica
pertenencia eclesial. Un planteo como este, que comienza por el discipulado
misionero e implica comprender la identidad del cristiano como pertenencia
eclesial, pide que nos explicitemos cuáles son los desafíos vigentes de la misionariedad discipular.
Señalaré solamente dos: la
renovación interna de la Iglesia y el diálogo con el mundo actual.
Renovación interna de la Iglesia
Aparecida ha propuesto como necesaria la Conversión Pastoral.
Esta conversión implica creer en la Buena Nueva, creer en Jesucristo portador
del Reino de Dios, en su irrupción en el mundo, en su presencia victoriosa
sobre el mal; creer en la asistencia y conducción del Espíritu Santo; creer en
la Iglesia, Cuerpo de Cristo y prolongadora del dinamismo de la Encarnación. En
este sentido, es necesario que, como Pastores, nos planteemos interrogantes que
hacen a la marcha de las Iglesias que presidimos. Estas preguntas sirven de
guía para examinar el estado de las diócesis en la asunción del espíritu de
Aparecida y son preguntas que conviene nos hagamos frecuentemente como examen
de conciencia.
1. ¿Procuramos que nuestro trabajo y el de nuestros
Presbíteros sea más pastoral que administrativo? ¿Quién es
el principal beneficiario de la labor eclesial, la Iglesia como
organización o el Pueblo de Dios en su totalidad?
2. ¿Superamos la tentación de atender
de manera reactiva los complejos problemas que surgen? ¿Creamos un hábito pro-activo?
¿Promovemos espacios y ocasiones para manifestar la misericordia de Dios?
¿Somos conscientes de la responsabilidad de replantear las actitudes
pastorales y el funcionamiento de las estructuras eclesiales, buscando el
bien de los fieles y de la sociedad?
3. En la práctica, ¿hacemos partícipes de la
Misión a los fieles laicos? ¿Ofrecemos la Palabra de Dios
y los Sacramentos con la clara conciencia y convicción de que el Espíritu
se manifiesta en ellos?
4. ¿Es un criterio habitual el discernimiento
pastoral, sirviéndonos de los Consejos Diocesanos? Estos
Consejos y los Parroquiales de Pastoral y de Asuntos Económicos ¿son
espacios reales para la participación laical en la consulta, organización
y planificación pastoral? El buen funcionamiento de los Consejos es
determinante. Creo que estamos muy atrasados en esto.
5. Los Pastores, Obispos y
Presbíteros, ¿tenemos
conciencia y convicción de la misión de los fieles y les damos la libertad
para que vayan discerniendo, conforme a su proceso de
discípulos, la misión que el Señor les confía? ¿Los apoyamos y
acompañamos, superando cualquier tentación de manipulación o sometimiento
indebido? ¿Estamos siempre abiertos para dejarnos interpelar en la
búsqueda del bien de la Iglesia y su Misión en el mundo?
6. Los agentes de pastoral y los fieles en general
¿se sienten parte de la Iglesia, se identifican con ella y
la acercan a los bautizados distantes y alejados? Como se puede apreciar
aquí están en juego actitudes. La Conversión Pastoral atañe principalmente
a las actitudes y a una reforma de vida. Un cambio de actitudes
necesariamente es dinámico: “entra en proceso” y sólo se lo puede contener
acompañándolo y discerniendo. Es importante tener siempre presente que la
brújula, para no perderse en este camino, es la de la identidad católica
concebida como pertenencia eclesial.
Diálogo con el mundo actual
Hace bien recordar las palabras del Concilio Vaticano II:
Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de
nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez
gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo (cf. GS, 1).
Aquí reside el fundamento del diálogo con el mundo actual. La respuesta a las preguntas
existenciales del hombre de hoy, especialmente de las nuevas
generaciones, atendiendo a su lenguaje, entraña un cambio fecundo que hay que
recorrer con la ayuda del Evangelio, del Magisterio, y de la Doctrina Social de
la Iglesia. Los escenarios y areópagos son de lo más variado. Por ejemplo, en una misma ciudad, existen varios imaginarios colectivos
que conforman “diversas ciudades”. Si nos mantenemos solamente en los
parámetros de “la cultura de siempre”, en el fondo una cultura de base rural,
el resultado terminará anulando la fuerza del Espíritu Santo. Dios está en
todas partes: hay que saber descubrirlo para poder anunciarlo en el idioma de
esa cultura; y cada realidad, cada idioma, tiene un ritmo diverso.
4. Algunas tentaciones contra el discipulado misionero
La opción por la misionariedad del discípulo será
tentada. Es importante saber por dónde va el mal espíritu para ayudarnos en el
discernimiento. No se trata de salir a cazar demonios, sino simplemente de
lucidez y astucia evangélica. Menciono solo algunas actitudes que configuran una Iglesia “tentada”.
Se trata de conocer ciertas propuestas actuales que pueden mimetizarse en la
dinámica del discipulado misionero y detener, hasta hacer fracasar, el proceso
de Conversión Pastoral. 1. La ideologización del mensaje evangélico. Es una tentación que se dio en la Iglesia desde el principio: buscar una
hermenéutica de interpretación evangélica fuera del mismo mensaje del Evangelio
y fuera de la Iglesia. Un ejemplo: Aparecida, en un momento, sufrió esta
tentación bajo la forma de asepsia. Se utilizó, y está bien, el método de “ver,
juzgar, actuar” (cf. n. 19). La tentación estaría en optar por un “ver”
totalmente aséptico, un “ver” neutro, lo cual es inviable. Siempre el ver está afectado por la mirada. No existe una
hermenéutica aséptica. La pregunta era, entonces: ¿con qué mirada vamos a ver
la realidad? Aparecida respondió: Con mirada de discípulo. Así se entienden los
números 20 al 32. Hay otras maneras de ideologización del mensaje y,
actualmente, aparecen en Latinoamérica y El Caribe propuestas de esta índole. Menciono solo algunas: a) El
reduccionismo socializante. Es la ideologización más fácil de
descubrir. En algunos momentos fue muy fuerte. Se trata de una pretensión
interpretativa en base a una hermenéutica según las ciencias sociales. Abarca
los campos más variados, desde el liberalismo de mercado hasta la
categorización marxista. b) La
ideologización psicológica. Se trata de una hermenéutica
elitista que, en definitiva, reduce el “encuentro con Jesucristo” y su ulterior
desarrollo a una dinámica de autoconocimiento. Suele darse principalmente en
cursos de espiritualidad, retiros espirituales, etc. Termina por resultar una
postura inmanente autorreferencial. No sabe de trascendencia y, por tanto, de
misionariedad. c) La
propuesta gnóstica. Bastante ligada a la tentación anterior.
Suele darse en grupos de élites con una propuesta de espiritualidad superior,
bastante desencarnada, que termina por desembarcar en posturas pastorales de
“quaestiones disputatae”. Fue la primera desviación de la comunidad primitiva y
reaparece, a lo largo de la historia de la Iglesia, en ediciones corregidas y
renovadas. Vulgarmente se los denomina “católicos ilustrados” (por ser
actualmente herederos de la Ilustración). d) La
propuesta pelagiana. Aparece fundamentalmente bajo la forma de
restauracionismo. Ante los males de la Iglesia se busca una solución solo
en la disciplina, en la restauración de conductas y formas superadas que,
incluso culturalmente, no tienen capacidad significativa. En América Latina
suele darse en pequeños grupos, en algunas nuevas Congregaciones Religiosas, en
tendencias a la “seguridad” doctrinal o disciplinaria. Fundamentalmente es
estática, si bien puede prometerse una dinámica hacia adentro: involuciona.
Busca “recuperar” el pasado perdido. 2. El funcionalismo. Su acción en la Iglesia es paralizante. Más que con la ruta se entusiasma
con la “hoja de ruta”. La concepción funcionalista no tolera el misterio, va a
la eficacia. Reduce la realidad de la Iglesia a la estructura de una ONG. Lo
que vale es el resultado constatable y las estadísticas. De aquí se va a todas
las modalidades empresariales de Iglesia. Constituye una suerte de “teología de
la prosperidad” en lo organizativo de la pastoral. 3. El clericalismo es también una tentación muy actual en
Latinoamérica. Curiosamente, en la mayoría de
los casos, se trata de una complicidad pecadora: el cura clericaliza y el laico
le pide por favor que lo clericalice, porque en el fondo le resulta más cómodo.
El fenómeno del clericalismo explica, en gran parte, la falta de adultez y de
cristiana libertad en buena parte del laicado latinoamericano. O no crece (la
mayoría), o se acurruca en cobertizos de ideologizaciones como las ya vistas, o
en pertenencias parciales y limitadas. Existe en nuestras tierras una forma de
libertad laical a través de experiencias de pueblo: el católico como pueblo.
Aquí se ve una mayor autonomía, sana en general, y que se expresa
fundamentalmente en la piedad popular. El capítulo de Aparecida sobre piedad popular describe
con profundidad esta dimensión. La propuesta de los grupos bíblicos, de las
comunidades eclesiales de base y de los Consejos pastorales va en la línea de
superación del clericalismo y de un crecimiento de la responsabilidad laical. Podríamos seguir describiendo algunas otras tentaciones
contra el discipulado misionero, pero creo que estas son las más importantes y
de más fuerza en este momento de América Latina y El Caribe. 5. Algunas pautas eclesiológicas 1. El discipulado-misionero que Aparecida propuso a las
Iglesias de América Latina y El Caribe es el camino que Dios quiere para este
“hoy”. Toda proyección utópica (hacia el futuro) o restauracionista (hacia el
pasado) no es del buen espíritu. Dios
es real y se manifiesta en el “hoy”. Hacia el pasado su
presencia se nos da como “memoria” de la gesta de salvación sea en su pueblo
sea en cada uno de nosotros; hacia el futuro se nos da como “promesa” y
esperanza. En el pasado Dios estuvo y dejó su huella: la memoria nos
ayuda a encontrarlo; en el futuro solo es promesa… y no está en los mil y un
“futuribles”. El “hoy” es lo más parecido a la eternidad; más aún: el “hoy” es
chispa de eternidad. En el “hoy” se juega la vida eterna. El discipulado misionero es vocación: llamado e
invitación. Se da en un “hoy” pero “en tensión”. No existe el discipulado misionero estático. El discípulo misionero no
puede poseerse a sí mismo, su inmanencia está en tensión hacia la trascendencia
del discipulado y hacia la trascendencia de la misión. No admite la
autorreferencialidad: o se refiere a Jesucristo o se refiere al pueblo a quien
se debe anunciar. Sujeto que se trasciende. Sujeto proyectado hacia el
encuentro: el encuentro con el Maestro (que nos unge discípulos) y el encuentro
con los hombres que esperan el anuncio. Por eso, me gusta decir que la posición del discípulo misionero
no es una posición de centro sino de periferias: vive tensionado
hacia las periferias… incluso las de la eternidad en el encuentro con
Jesucristo. En el anuncio evangélico, hablar de “periferias existenciales” descentra, y
habitualmente tenemos miedo a salir del centro. El discípulo-misionero es un
descentrado: el centro es Jesucristo, que convoca y envía. El discípulo es
enviado a las periferias existenciales. 2. La Iglesia es institución, pero cuando se erige en
“centro” se funcionaliza y poco a poco se transforma en una ONG. Entonces, la Iglesia pretende tener luz propia y deja de ser ese
“misterium lunae” del que nos hablaban los Santos Padres. Se vuelve cada vez
más autorreferencial y se debilita su necesidad de ser misionera. De
“Institución” se transforma en “Obra”. Deja de ser Esposa para terminar siendo
Administradora; de Servidora se transforma en “Controladora”. Aparecida quiere una Iglesia Esposa, Madre, Servidora,
facilitadora de la fe y no controladora de
la fe. 3. En Aparecida se dan de manera relevante dos categorías pastorales
que surgen de la misma originalidad del Evangelio y también pueden servirnos de
pauta para evaluar el modo como vivimos eclesialmente el discipulado misionero:
la cercanía y el
encuentro. Ninguna de las dos es nueva, sino que conforman la
manera cómo se reveló Dios en la historia. Es el “Dios cercano” a su pueblo,
cercanía que llega al máximo al encarnarse. Es el Dios que sale al encuentro de
su pueblo. Existen en América Latina y El Caribe pastorales
“lejanas”, pastorales disciplinarias que privilegian los principios, las
conductas, los procedimientos organizativos… por supuesto sin cercanía, sin
ternura, sin caricia. Se
ignora la “revolución de la ternura” que provocó la encarnación del Verbo.
Hay pastorales planteadas con tal dosis de distancia que son incapaces de
lograr el encuentro: encuentro con Jesucristo, encuentro con los hermanos. Este
tipo de pastorales a lo más pueden prometer una dimensión de proselitismo pero
nunca llegan a lograr ni inserción eclesial ni pertenencia eclesial. La cercanía crea comunión y
pertenencia, da lugar al encuentro. La cercanía toma forma de
diálogo y crea una cultura del encuentro. Una piedra de toque para calibrar la
cercanía y la capacidad de encuentro de una pastoral es la homilía. ¿Qué tal son nuestras homilías?
¿Nos acercan al ejemplo de nuestro Señor, que “hablaba como quien tiene
autoridad” o son meramente preceptivas, lejanas, abstractas? 4. Quien conduce la pastoral, la Misión Continental (sea
programática como paradigmática), es el Obispo. El Obispo debe conducir, que no es lo mismo que mandonear. Además de señalar las grandes figuras del episcopado
latinoamericano que todos conocemos quisiera añadir aquí algunas líneas sobre el perfil del Obispo
que ya dije a los Nuncios en la reunión que tuvimos en Roma. Los Obispos han de
ser Pastores, cercanos
a la gente, padres y hermanos, con mucha mansedumbre; pacientes y
misericordiosos. Hombres que amen la pobreza, sea la pobreza
interior como libertad ante el Señor, sea la pobreza exterior como simplicidad
y austeridad de vida. Hombres
que no tengan “psicología de príncipes”. Hombres que no sean
ambiciosos y que sean esposos de una Iglesia sin estar a la expectativa de
otra. Hombres capaces de estar velando sobre el rebaño que les ha sido confiado
y cuidando todo aquello que lo mantiene unido: vigilar sobre su pueblo con
atención sobre los eventuales peligros que lo amenacen, pero sobre todo para
cuidar la esperanza: que haya sol y luz en los corazones. Hombres capaces de
sostener con amor y paciencia los pasos de Dios en su pueblo. Y el sitio del Obispo para estar con
su pueblo es triple: o delante para indicar el camino, o en
medio para mantenerlo unido y neutralizar los desbandes, o detrás para evitar
que alguno se quede rezagado, pero también, y fundamentalmente, porque el
rebaño mismo también tiene su olfato para encontrar nuevos caminos. No quisiera abundar en más detalles sobre la persona del
Obispo, sino simplemente añadir, incluyéndome en esta afirmación, que estamos un poquito retrasados en lo
que a Conversión Pastoral se refiere. Conviene que nos ayudemos
un poco más a dar los pasos que el Señor quiere para nosotros en este “hoy” de
América Latina y El Caribe. Y sería bueno comenzar por aquí. Les agradezco la paciencia de escucharme. Perdonen el
desorden de la charla y, por favor, les pido que tomemos en serio nuestra
vocación de servidores del santo pueblo fiel de Dios, porque en esto se
ejercita y se muestra la autoridad: en la capacidad de servicio. Muchas
gracias.
Pabellón 5 de Río Centro Domingo 28 de julio de
2013 Buenas tardes. No podía regresar a Roma sin haberles dado las gracias
personal y afectuosamente a cada uno de ustedes por el trabajo y la dedicación
con que han acompañado, ayudado, servido a los miles de jóvenes peregrinos; por
tantos pequeños gestos que han hecho de esta Jornada Mundial de la Juventud una
experiencia inolvidable de fe. Con la sonrisa de cada uno de ustedes, con su
amabilidad, con su disponibilidad para el servicio, han demostrado que “hay más dicha en
dar que en recibir” (Hch 20,35). El servicio que han prestado en estos días me ha
recordado la misión de san Juan Bautista, que preparó el camino a Jesús. Cada uno de ustedes, a su manera, ha
sido un medio que ha facilitado a miles de jóvenes tener “preparado el camino”
para encontrar a Jesús. Y este es el servicio más bonito que
podemos realizar como discípulos misioneros: Preparar el camino para que todos
puedan conocer, encontrar y amar al Señor. A ustedes, que en este período han
respondido con tanta diligencia y solicitud a la llamada para ser voluntarios
de la Jornada Mundial de la Juventud, les quisiera decir: Sean siempre generosos con Dios y
con los otros. No se pierde nada, y en cambio, es grande la riqueza
de vida que se recibe. Dios llama a opciones definitivas, tiene un proyecto para cada uno:
descubrirlo, responder a la propia vocación, es caminar hacia la realización feliz
de uno mismo. Dios nos llama a todos a la santidad, a vivir su vida, pero tiene
un camino para cada uno. Algunos son llamados a santificarse construyendo una
familia mediante el sacramento del matrimonio. Hay quien dice que hoy el matrimonio está “pasado de
moda”. ¿Está fuera de moda? En la cultura de lo
provisional, de lo relativo, muchos predican que lo importante es “disfrutar”
el momento, que no vale la pena comprometerse para toda la vida, hacer opciones
definitivas, “para siempre”, porque no se sabe lo que pasará mañana. Yo, en
cambio, les pido que
sean revolucionarios, que vayan contracorriente; sí, en esto
les pido que se rebelen contra esta cultura de lo provisional, que, en el
fondo, cree que ustedes no son capaces de asumir responsabilidades, que no son
capaces de amar verdaderamente. Yo
tengo confianza en ustedes, jóvenes, y pido por ustedes.
Atrévanse a “ir contracorriente”. También tengan la valentía a ser felices. El Señor llama a algunos al sacerdocio, a entregarse totalmente a Él, para amar a todos con el corazón del Buen
Pastor. A otros los llama a servir a los demás en la vida religiosa: en
los monasterios, dedicándose a la oración por el bien del mundo, en los
diversos sectores del apostolado, gastándose por todos, especialmente por los
más necesitados. Nunca olvidaré aquel 21 de septiembre –tenía 17 años- cuando,
después de haber entrado en la iglesia de San José de Flores para confesarme,
sentí por primera vez que Dios me llamaba. ¡No tengan miedo a lo que Dios pide! Vale la pena decir
“sí” a Dios. ¡En Él está la alegría! Queridos jóvenes, quizá
alguno no tiene todavía claro qué hará con su vida. Pídanselo al Señor; Él les
hará ver el camino. Como hizo el joven Samuel, que escuchó
dentro de sí la voz insistente del Señor que lo llamaba pero no entendía, no
sabía qué decir y, con la ayuda del sacerdote Elí, al final respondió a aquella
voz: Habla, Señor, que yo te escucho (cf. 1 S 3,1-10). Pidan también al Señor:
¿Qué quieres que haga? ¿Qué camino he de seguir? Queridos amigos, de nuevo les doy las gracias por lo que
han hecho en estos días. Les agradezco a la pastoral, a los nuevas pastorales
que pusieron a sus miembros al servicio de esta jornada. No olviden lo que han
vivido aquí. Cuenten siempre con mis oraciones y estoy seguro de que yo puedo
contar con las de ustedes. Recemos con amor y confianza a la santa Madre de Dios.
Aeropuerto internacional Galeão/Antonio Carlos Jobim Domingo 28 de julio de
2013 Señora presidenta de la República [representada por el
vicepresidente], distinguidas autoridades nacionales, estatales y locales,
querido arzobispo de San Sebastián de Río de Janeiro, venerados cardenales y
hermanos en el episcopado, queridos amigos En breves instantes dejaré su Patria para regresar a
Roma. Marcho con el
alma llena de recuerdos felices; y estos –estoy seguro- se
convertirán en oración. En este momento comienzo a sentir un inicio de
nostalgia. Saudade de Brasil, este
pueblo tan grande y de gran corazón; este pueblo tan amigable. Nostalgia de la
sonrisa abierta y sincera que he visto en tantas personas, nostalgia del
entusiasmo de los voluntarios. Nostalgia de la esperanza en los ojos de los
jóvenes del Hospital San Francisco. Nostalgia de la fe y de la alegría en medio
a la adversidad de los residentes en Varghina. Tengo la certeza de que Cristo vive y está realmente
presente en el quehacer de innumerables jóvenes y de tantas personas con las
que me he encontrado en esta semana inolvidable. Gracias por la
acogida y la calidez de la amistad que me han demostrado. También de esto comienzo
a sentir saudade. Doy las gracias a la señora presidenta, hoy representada
por el vicepresidente Temer, por haberse hecho intérprete de los sentimientos
de todo el pueblo de Brasil hacia el Sucesor de Pedro. Agradezco cordialmente a
mis hermanos obispos y a sus numerosos colaboradores que hayan hecho de estos
días una estupenda celebración de nuestra fecunda y gozosa fe en Jesucristo. Doy las gracias a todos los que han
participado en las celebraciones de la eucaristía y en los demás actos,
a quienes los han organizado, a cuantos han trabajo para difundirlos a través
de los medios de comunicación. Doy gracias, en fin, a todas las personas que de
un modo u otro han sabido responder a las exigencias de la acogida y
organización de una inmensa multitud de jóvenes, y por último, pero no menos
importante, a tantos que, muchas veces en silencio y con sencillez, han rezado
para que esta Jornada Mundial de la Juventud fuese una verdadera experiencia de
crecimiento en la fe. Que Dios recompense a todos, como sólo Él sabe hacer. En este clima de agradecimiento y de saudade, pienso en
los jóvenes, protagonistas de este gran encuentro: Dios los bendiga por este
testimonio tan bello de participación viva, profunda y festiva en estos días.
Muchos de ustedes han venido a esta peregrinación como discípulos; no tengo
ninguna duda de que todos marchan como misioneros. Con su testimonio de alegría y de
servicio, ustedes hacen florecer la civilización del amor. Demuestran con la vida que vale la pena gastarse por
grandes ideales, valorar la dignidad de cada ser humano, y apostar por Cristo y
su Evangelio. A Él es a quien hemos venido a buscar en estos días, porque Él
nos ha buscado antes, nos ha enardecido el corazón para proclamar la Buena
Noticia, en las grandes ciudades y en las pequeños poblaciones, en el campo y
en todos los lugares de este vasto mundo nuestro. Yo seguiré alimentando una esperanza
inmensa en los jóvenes de Brasil y del mundo entero: por medio
de ellos, Cristo está
preparando una nueva primavera en todo el mundo. Yo he visto
los primeros resultados de esta siembra, otros gozarán con la abundante
cosecha.
Mi último pensamiento, mi última expresión de saudade, se dirige a Nuestra Señora de Aparecida. En aquel amado Santuario me he arrodillado para pedir por la humanidad entera y en particular por todos los brasileños. He pedido a María que refuerce en ustedes la fe cristiana, que forma parte del alma noble de Brasil, como de tantos otros países, tesoro de su cultura, voluntad y fuerza para construir una nueva humanidad en la concordia y en la solidaridad.
El Papa se va, les dice “hasta pronto”, un “pronto” ya muy nostálgico (saudadoso) y les pide, por favor, que no se olviden de rezar por él. El Papa necesita la oración de todos ustedes. Un abrazo a todos. Que Dios les bendiga.
Catedral de San Sebastián Sábado 27 de julio de 2013 Queridos hermanos en Cristo, Al ver esta catedral llena de obispos, sacerdotes,
seminaristas, religiosos y religiosas de todo el mundo, pienso en las palabras
del Salmo de la misa de hoy: “Oh Dios, que te alaben los pueblos” (Sal 66). Sí,
estamos aquí para alabar al Señor, y lo hacemos reafirmando nuestra voluntad de
ser instrumentos suyos, para que
alaben a Dios no solo algunos pueblos, sino todos. Con la misma parresia de Pablo y Bernabé, anunciamos el
Evangelio a nuestros jóvenes para que encuentren a Cristo, luz para el camino,
y se conviertan en constructores de un mundo más fraterno. En este sentido,
quisiera reflexionar con vosotros sobre tres
aspectos de nuestra vocación: llamados por Dios, llamados a anunciar el
Evangelio, llamados a promover la cultura del encuentro. 1. Llamados por Dios. Es importante reavivar en nosotros este hecho, que a menudo damos por
descontado entre tantos compromisos cotidianos: “No son ustedes los que me
eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes”, dice Jesús (Jn 15,16). Es
un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra llamada. Al comienzo de nuestro camino vocacional hay una elección
divina. Hemos sido
llamados por Dios y llamados para permanecer con Jesús (cf. Mc
3,14), unidos a él de una manera tan profunda como para poder decir con san
Pablo: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2,20). En realidad, este
vivir en Cristo marca todo lo que somos y lo que hacemos. Y esta “vida en
Cristo” es precisamente lo que garantiza nuestra eficacia apostólica y la
fecundidad de nuestro servicio: “Soy yo el que los elegí a ustedes, y los
destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero” (Jn 15,16). No es
la creatividad pastoral, no son los encuentros o las planificaciones lo que
aseguran los frutos, sino el ser fieles a Jesús, que nos dice con insistencia: “Permanezcan en mí, como yo
permanezco en ustedes” (Jn 15,4). Y sabemos muy bien lo que eso
significa: contemplarlo,
adorarlo y abrazarlo, especialmente a través de nuestra fidelidad a la vida de
oración, en nuestro encuentro cotidiano con él en la Eucaristía y en las
personas más necesitadas. El “permanecer” con Cristo no es aislarse, sino un
permanecer para ir al encuentro de los otros. Recuerdo algunas palabras de la beata Madre Teresa de Calcuta: “Debemos
estar muy orgullosos de nuestra vocación, que nos da la oportunidad de servir a
Cristo en los pobres. Es
en las favelas, en los cantegriles, en las villas miseria donde hay que ir a
buscar y servir a Cristo. Debemos ir a ellos como el sacerdote se
acerca al altar: con alegría” (Mother
Instructions, I, p. 80). Jesús, el Buen Pastor, es nuestro
verdadero tesoro, tratemos de fijar cada vez más nuestro corazón en él (cf. Lc
12,34). 2. Llamados a anunciar el Evangelio. Queridos Obispos y sacerdotes, muchos de ustedes, si no todos, han venido
para acompañar a los jóvenes a la Jornada Mundial de la Juventud. También ellos
han escuchado las palabras del mandato de Jesús: “Vayan, y hagan discípulos a
todas las naciones” (cf. Mt 28,19). Nuestro
compromiso es ayudarles a que arda en su corazón el deseo de ser discípulos
misioneros de Jesús. Ciertamente, muchos podrían sentirse un
poco asustados ante esta invitación, pensando que ser misioneros significa
necesariamente abandonar el país, la familia y los amigos. Me acuerdo de mi
sueño cuando era joven: ir de misionero al lejano Japón. Pero Dios me mostró
que mi tierra de misión estaba mucho más cerca: mi patria. Ayudemos a los jóvenes a darse cuenta de que ser discípulos misioneros es una
consecuencia de ser bautizados, es parte esencial del ser
cristiano, y que el primer lugar donde se ha de evangelizar es la propia casa,
el ambiente de estudio o de trabajo, la familia y los amigos. No escatimemos
esfuerzos en la formación de los jóvenes. San Pablo, dirigiéndose a sus
cristianos, utiliza una bella expresión, que él hizo realidad en su vida:
“Hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto hasta
que Cristo sea formado en ustedes” (Ga 4,19). Que también nosotros la hagamos
realidad en nuestro ministerio. Ayudemos a nuestros jóvenes a redescubrir el valor y la
alegría de la fe, la alegría de ser
amados personalmente por Dios, que ha dado a su Hijo Jesús por nuestra
salvación. Eduquémoslos
a la misión, a salir, a ponerse en marcha. Así ha hecho Jesús
con sus discípulos: no los mantuvo pegados a él como una gallina con sus
polluelos; los envió. No
podemos quedarnos enclaustrados en la parroquia, en nuestra
comunidad, cuando tantas personas están esperando el Evangelio. No es un simple
abrir la puerta para acoger, sino salir por ella para buscar y encontrar.
Pensemos con decisión en la pastoral desde la periferia, comenzando por los que
están más alejados, los que no suelen frecuentar la parroquia. También ellos
están invitados a la mesa del Señor. 3. Llamados a promover la cultura del encuentro. En muchos ambientes se ha abierto paso lamentablemente una cultura de la
exclusión, una Wcultura del descarte”. No hay lugar para el anciano ni para el
hijo no deseado; no hay tiempo para detenerse con aquel pobre a la vera del
camino. A veces parece que, para algunos, las relaciones humanas estén
reguladas por dos “dogmas”: la
eficiencia y el pragmatismo. Queridos obispos, sacerdotes,
religiosos y también ustedes, seminaristas que se preparan para el ministerio, tengan el valor de ir
contracorriente. No renunciemos a este don de Dios: la única
familia de sus hijos. El encuentro y la acogida de todos, la solidaridad y la
fraternidad, son los elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente
humana. Ser servidores de la comunión y de la cultura del
encuentro. Permítanme decir que debemos
estar casi obsesionados en este sentido. No queremos ser presuntuosos
imponiendo “nuestra verdad”. Lo que nos guía es la certeza humilde y feliz de
quien ha sido encontrado, alcanzado y transformado por la Verdad que es Cristo,
y no puede dejar de proclamarla (cf. Lc 24,13-35).
Queridos hermanos y hermanas, estamos llamados por Dios,
llamados a anunciar el Evangelio y a promover con valentía la cultura del
encuentro. Que la Virgen María sea nuestro modelo. En su vida ha dado el
“ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la
misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva”
(Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, 65). Que ella sea la Estrella que guía con seguridad
nuestros pasos al encuentro del Señor. Amén.
Teatro Municipal de Río de Janeiro Sábado 27 de julio de 2013 Excelencias, señoras y señores Doy gracias a Dios por la oportunidad de encontrar a una
representación tan distinguida y cualificada de responsables políticos y
diplomáticos, culturales y religiosos, académicos y empresariales de este
inmenso Brasil. Hubiera deseado hablarles en su hermosa lengua
portuguesa, pero para poder expresar mejor lo que llevo en el corazón, prefiero
hablar en español. Les pido la cortesía de disculparme. Saludo cordialmente a todos y les expreso mi
reconocimiento. Agradezco a Monseñor Orani y al Señor Walmyr Júnior sus amables
palabras de bienvenida y presentación. Veo en ustedes la memoria y la esperanza:
la memoria del camino y de la conciencia de su patria, y la esperanza de que
ella, siempre abierta a la luz que emana del Evangelio de Jesucristo, continúe
desarrollándose en el pleno respeto de los principios éticos basados en la
dignidad trascendente de la persona. Quien tiene un papel de responsabilidad en una nación
está llamado a afrontar el futuro “con la mirada tranquila de quien sabe ver la
verdad”, como decía el pensador brasileño Alceu Amoroso Lima
(“Nosso tempo”, en A vida
sobrenatural e o mondo moderno, Río de Janeiro 1956, 106). Quisiera
considerar tres aspectos de esta mirada calma, serena y sabia: primero, la
originalidad de una tradición cultural; segundo, la responsabilidad solidaria
para construir el futuro y, tercero, el diálogo constructivo para afrontar el
presente. 1. En primer lugar, es importante valorar la originalidad dinámica que
caracteriza a la cultura brasileña, con su extraordinaria
capacidad para integrar elementos diversos. El común sentir de un pueblo, las
bases de su pensamiento y de su creatividad, los principios básicos de su vida,
los criterios de juicio sobre las prioridades, las normas de actuación, se
fundan en una visión integral de la persona humana. Esta visión del hombre y de la vida característica del
pueblo brasileño ha recibido mucho de la savia del Evangelio a través de la
Iglesia Católica: ante todo, la fe en Jesucristo, el amor de Dios y la
fraternidad con el prójimo. Pero la riqueza de esta savia debe ser valorada en
toda su plenitud. Puede fecundar un proceso cultural fiel a la identidad
brasileña y constructor de un futuro mejor para todos. Así dijo el amado Papa
Benedicto XVI en su discurso inaugural de la V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano en Aparecida. Hacer crecer la humanización integral y la cultura del
encuentro y de la relación es la manera cristiana de promover el bien común, la
alegría de vivir. Y aquí convergen la fe y la razón, la dimensión religiosa con
los diferentes aspectos de la cultura humana: el arte, la ciencia, el trabajo,
la literatura… El cristianismo combina la trascendencia y la encarnación;
revitaliza siempre el pensamiento y la vida ante la frustración y el desencanto
que invaden el corazón y se propagan por las calles. 2. Un segundo punto al que quisiera referirme es la responsabilidad social.
Esta requiere un cierto tipo de paradigma cultural y, en consecuencia, de la
política. Somos responsables de la formación de las nuevas generaciones,
capaces en la economía y la política, y firmes en los valores éticos. El futuro nos exige una visión
humanista de la economía y una política que logre cada vez más
y mejor la participación de las personas, evite el elitismo y erradique la
pobreza. Que a nadie
le falte lo necesario y que se asegure a todos dignidad, fraternidad y
solidaridad: este es el camino a seguir. Ya en la época del
profeta Amós era muy fuerte la admonición de Dios: “Venden al justo por dinero,
al pobre por un par de sandalias. Oprimen contra el polvo la cabeza de los
míseros y tuercen el camino de los indigentes” (Am 2,6-7). Los gritos que piden
justicia continúan todavía hoy. Quien desempeña un papel de guía debe tener objetivos muy
concretos y buscar los medios específicos
para alcanzarlos, pero puede haber el peligro de la desilusión, la amargura, la
indiferencia, cuando las expectativas no se cumplen. La virtud dinámica de la esperanza impulsa
a ir siempre más allá, a emplear todas las energías y capacidades en favor de
las personas para las que se trabaja, aceptando los resultados y creando las
condiciones para descubrir nuevos caminos, entregándose incluso sin ver los
resultados, pero manteniendo viva la esperanza. La dirigencia sabe elegir la más justa de las opciones después de haberlas considerado, a partir de la propia responsabilidad y el interés por el bien común;
esta es la forma de ir al centro de los males de una sociedad y superarlos con
la audacia de acciones valientes y libres. En nuestra responsabilidad, aunque
siempre sea limitada, es
importante comprender la totalidad de la realidad, observando,
sopesando, valorando, para tomar decisiones en el momento presente, pero
extendiendo la mirada hacia el futuro, reflexionando sobre las consecuencias de
las decisiones. Quien actúa responsablemente pone la propia actividad
ante los derechos de los demás y ante el juicio de Dios. Este sentido ético aparece hoy como un desafío histórico sin precedentes.
Además de la racionalidad científica y técnica, en la situación actual se
impone la vinculación moral con una responsabilidad social y profundamente solidaria. 3. Para completar la “visión” que me he propuesto, además
del humanismo integral que respete la cultura original y la responsabilidad
solidaria, termino indicando lo
que considero fundamental para afrontar el presente: el diálogo constructivo. Entre la indiferencia egoísta y la protesta violenta,
siempre hay una opción posible: el diálogo. El diálogo entre las generaciones, el diálogo con el pueblo, la capacidad
de dar y recibir, permaneciendo abiertos a la verdad. Un país crece cuando sus diversas riquezas
culturales dialogan de manera constructiva: la cultura popular,
universitaria, juvenil, la cultura artística y tecnológica, la cultura
económica, de la familia y de los medios de comunicación. Es imposible imaginar un futuro para la sociedad sin una
incisiva contribución de energías morales en una democracia que no sea inmune
de quedarse cerrada en la pura lógica de la representación de los intereses
establecidos. Es
fundamental la contribución de las grandes tradiciones religiosas,
que desempeñan un papel fecundo de fermento en la vida social y de animación de
la democracia. La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve
beneficiada por la
laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna
posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la
sociedad, favoreciendo sus expresiones concretas. Cuando los líderes de los diferentes sectores me piden un
consejo, mi respuesta es siempre la misma: diálogo, diálogo, diálogo. El único modo de que una
persona, una familia, una sociedad, crezca; la única manera de
que la vida de los pueblos avance, es la cultura
del encuentro, una cultura en la que todo el mundo tiene algo
bueno que aportar, y todos pueden recibir algo bueno a cambio. El otro siempre
tiene algo que darme cuando sabemos acercarnos a él con actitud abierta y
disponible, sin prejuicios. Esta actitud yo la definiría como humildad social, que
es la que favorece el diálogo. Solo así puede prosperar un buen entendimiento
entre las culturas y las religiones, la estima de unas por las otras sin
opiniones previas gratuitas y en el respeto de los derechos de cada una. Hoy, o
se apuesta por la cultura del encuentro, o todos pierden; seguir la vía
correcta hace el camino fecundo y seguro.
Excelencias, señoras y señores, gracias por su atención.
Tomen estas palabras como expresión de mi preocupación como Pastor de la
Iglesia y del amor que tengo por el pueblo brasileño. La hermandad entre los hombres y la
colaboración para construir una sociedad más justa no son una utopía,
sino que son el resultado de un esfuerzo concertado de todos por el bien común.
Les aliento en su compromiso por el bien común, que requiere por parte de todos
sabiduría, prudencia y generosidad. Les encomiendo al Padre celestial
pidiéndole, por la intercesión de Nuestra Señora de Aparecida, que colme de sus
dones a cada uno de los presentes, a sus familias y comunidades humanas y de
trabajo, e imparto a todos mi Bendición.
Almuerzo en el Centro de Estudios de Sumaré Sábado 27 de julio de 2013 Queridos hermanos ¡Qué bueno y hermoso encontrarme aquí con ustedes, obispos
de Brasil! Gracias por haber venido, y permítanme que les hable como
amigos; por eso prefiero hablarles en español, para poder expresar mejor lo que
llevo en el corazón. Les pido disculpas. Estamos reunidos aquí, un poco apartados, en este lugar
preparado por nuestro hermano Mons. Orani, para estar solos y poder hablar de corazón a corazón,
como pastores a los que Dios ha confiado su rebaño. En las calles de Río, jóvenes de todo el mundo y muchas
otras multitudes nos esperan, necesitados de ser alcanzados por la mirada
misericordiosa de Cristo, el Buen Pastor, al que estamos llamados a hacer
presente. Gustemos, pues, este momento de descanso, de compartir, de verdadera
fraternidad. Deseo abrazar a todos y a cada uno, comenzando por el
Presidente de la Conferencia Episcopal y el Arzobispo de Río de Janeiro, y
especialmente a los obispos eméritos. Más que un discurso formal, quisiera compartir con
ustedes algunas reflexiones. La primera me ha venido a la mente cuando he visitado el
santuario de Aparecida. Allí, a los pies de la imagen de la Inmaculada
Concepción, he rezado por ustedes, por sus Iglesias, por los sacerdotes,
religiosos y religiosas, por los seminaristas, por los laicos y sus familias y,
en particular, por los jóvenes y los ancianos; ambos son la esperanza de un
pueblo: los jóvenes, porque llevan la fuerza, la ilusión, la esperanza del
futuro; los ancianos, porque son la memoria, la sabiduría de un pueblo. 1. Aparecida: clave de lectura para la misión de la
Iglesia En Aparecida, Dios ha ofrecido su propia Madre al Brasil.
Pero Dios ha dado también en Aparecida una lección sobre sí mismo, sobre su
forma de ser y de actuar. Una lección de esa humildad que pertenece a Dios como
un rasgo esencial, está en el ADN de Dios. En Aparecida hay algo perenne que aprender sobre Dios y
sobre la Iglesia; una enseñanza que ni la Iglesia en Brasil, ni
Brasil mismo deben olvidar. En el origen del evento de Aparecida está la búsqueda de
unos pobres pescadores. Mucha
hambre y pocos recursos. La gente siempre necesita pan. Los
hombres comienzan siempre por sus necesidades, también hoy. Tienen una barca frágil, inadecuada; tienen redes viejas,
tal vez también deterioradas, insuficientes.
En primer lugar aparece el esfuerzo, quizás el cansancio de la pesca, y, sin
embargo, el resultado es escaso: un revés, un fracaso. A pesar del sacrificio,
las redes están vacías. Después, cuando Dios quiere, él mismo aparece en su
misterio. Las aguas son profundas y, sin embargo, siempre esconden la
posibilidad de Dios; y él
llegó por sorpresa, tal vez cuando ya no se le esperaba. Siempre se pone a
prueba la paciencia de los que le esperan. Y Dios llegó de un
modo nuevo, porque siempre puede reinventarse: una imagen de frágil arcilla,
ennegrecida por las aguas del río, y también envejecida por el tiempo. Dios aparece siempre con aspecto de
pequeñez. Así apareció entonces la imagen de la Inmaculada
Concepción. Primero el cuerpo, luego la cabeza, después cuerpo y cabeza juntos:
unidad. Lo que estaba separado recobra la unidad. El Brasil colonial estaba
dividido por el vergonzoso muro de la esclavitud. La Virgen de Aparecida se
presenta con el rostro negro, primero dividida y después unida en manos de los
pescadores. Hay una enseñanza perenne que Dios quiere ofrecer. Su
belleza reflejada en la Madre, concebida sin pecado original, emerge de la
oscuridad del río. En Aparecida, desde el principio, Dios nos da un mensaje de
recomposición de lo que está separado, de reunión de lo que
está dividido. Los muros, barrancos y distancias, que también hoy existen,
están destinados a desaparecer. La Iglesia no puede desatender esta lección:
ser instrumento de reconciliación. Los pescadores no desprecian el misterio encontrado en el
río, aun cuando es un misterio que aparece incompleto. No tiran las partes del
misterio. Esperan la plenitud. Y esta no tarda en llegar. Hay algo sabio que
hemos de aprender. Hay piezas de un misterio, como teselas de un mosaico, que
encontramos y vemos. Nosotros queremos ver el todo con demasiada prisa,
mientras que Dios se hace ver poco a poco. También la Iglesia debe aprender
esta espera. Después, los pescadores llevan a casa el misterio. La
gente sencilla siempre tiene espacio para albergar el misterio. Tal vez hemos
reducido nuestro hablar del misterio a una explicación racional; pero en la gente, el misterio entra por
el corazón. En la casa de los pobres, Dios siempre encuentra sitio. Los pescadores agasalham:
arropan el misterio de la Virgen que han pescado, como si tuviera frío y
necesitara calor. Dios
pide que se le resguarde en la parte más cálida de nosotros mismos: el corazón.
Después será Dios quien irradie el calor que necesitamos, pero primero entra
con la astucia de quien mendiga. Los pescadores cubren el misterio de la Virgen
con el pobre manto de su fe. Llaman a los vecinos para que vean la belleza
encontrada, se reúnen en torno a ella, cuentan sus penas en su presencia y le
encomiendan sus preocupaciones. Hacen posible así que las intenciones de Dios
se realicen: una gracia, y luego otra; una gracia que abre a otra; una gracia
que prepara a otra. Dios va desplegando gradualmente la humildad misteriosa de
su fuerza. Hay mucho que aprender de esta actitud de los pescadores. Una Iglesia que da espacio al misterio de Dios; una Iglesia que alberga
en sí misma este misterio, de manera que pueda maravillar a la gente, atraerla.
Solo la belleza de
Dios puede atraer. El camino de Dios es el de la atracción, la
fascinación. A Dios, uno se lo lleva a casa. Él despierta en el hombre el deseo
de tenerlo en su propia vida, en su propio hogar, en el propio corazón. Él despierta en nosotros el deseo de
llamar a los vecinos para dar a conocer su belleza. La misión
nace precisamente de este hechizo divino, de este estupor del encuentro.
Hablamos de la misión, de Iglesia misionera. Pienso en los pescadores que
llaman a sus vecinos para que vean el misterio de la Virgen. Sin la sencillez de su actitud,
nuestra misión está condenada al fracaso. La Iglesia siempre tiene necesidad apremiante de no
olvidar la lección de Aparecida, no la puede desatender. Las redes de la
Iglesia son frágiles, quizás remendadas; la barca de la Iglesia no tiene la
potencia de los grandes transatlánticos que surcan los océanos. Y, sin embargo,
Dios quiere manifestarse precisamente a través de nuestros medios, medios
pobres, porque es siempre él quien actúa. Queridos hermanos, el
resultado del trabajo pastoral no se basa en la riqueza de los recursos, sino
en la creatividad del amor. Ciertamente, es necesaria la
tenacidad, el esfuerzo, el trabajo, la planificación, la organización, pero hay
que saber ante todo que la fuerza de la Iglesia no reside en sí misma, sino que
está escondida en las aguas profundas de Dios, en las que ella está llamada a
echar las redes. Otra lección que la Iglesia ha de recordar siempre es que
no puede alejarse de la sencillez, de lo contrario olvida el lenguaje del
misterio, y no sólo se queda fuera, a las puertas del misterio, sino que ni
siquiera consigue entrar en aquellos que pretenden de la Iglesia lo no pueden
darse por sí mismos, es decir, Dios mismo. A veces perdemos a quienes no nos entienden porque
hemos olvidado la sencillez, importando de fuera también una
racionalidad ajena a nuestra gente. Sin la gramática de la simplicidad, la
Iglesia se ve privada de las condiciones que hacen posible “pescar” a Dios en
las aguas profundas de su misterio. Una última anotación: Aparecida se hizo presente en un
cruce de caminos. La vía que unía Río de Janeiro, la capital, con San Pablo, la
provincia emprendedora que estaba naciendo, y Minas Gerais, las minas tan
codiciadas por la Cortes europeas: una encrucijada del Brasil colonial. Dios aparece en los cruces.
La Iglesia en Brasil no puede olvidar esta vocación inscrita en ella desde su
primer aliento: ser capaz de sístole y diástole, de recoger y difundir. 2. Aprecio por la trayectoria de la Iglesia en Brasil Los obispos de Roma han llevado siempre en su corazón a
Brasil y a su Iglesia. Se ha logrado un maravilloso recorrido. De 12 diócesis
durante el Concilio Vaticano I a las actuales 275 circunscripciones. No ha sido
la expansión de un aparato o de una empresa, sino más bien el dinamismo de los
“cinco panes y dos peces” evangélicos, que, en contacto con la bondad del
Padre, en manos encallecidas han sido fecundos. Hoy deseo reconocer el trabajo sin reservas de ustedes,
Pastores, en sus Iglesias. Pienso en los
obispos que están en la selva, subiendo y bajando por los ríos, en las zonas
semiáridas, en el Pantanal, en la pampa, en las junglas urbanas de las
megalópolis. Amen siempre con una dedicación total a su grey. Pero pienso
también en tantos nombres y tantos rostros que han dejado una huella indeleble
en el camino de la Iglesia en Brasil, haciendo palpable la gran bondad de Dios
para con esta Iglesia. Los obispos de Roma siempre han estado cerca; han
seguido, animado, acompañado. En las últimas décadas, el beato Juan XXIII invitó
con insistencia a los obispos brasileños a preparar su primer plan pastoral y,
desde entonces, se ha desarrollado una verdadera tradición pastoral en Brasil,
logrando que la Iglesia no fuera un trasatlántico a la deriva, sino que tuviera
siempre una brújula. El Siervo de Dios Pablo
VI, además de alentar la recepción del Concilio Vaticano II con
fidelidad, pero también con rasgos originales (cf. Asamblea General del CELAM
en Medellín), influyó decisivamente en la autoconciencia de la Iglesia en
Brasil mediante el Sínodo sobre la evangelización y el texto fundamental de
referencia, que sigue siendo la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi. El beato Juan
Pablo II visitó Brasil en tres ocasiones, recorriéndolo “de
cabo a rabo”, de norte a sur, insistiendo en la misión pastoral de la Iglesia,
en la comunión y la participación, en la preparación del Gran Jubileo, en la
nueva evangelización. Benedicto
XVI eligió Aparecida para celebrar la V Asamblea General del
CELAM, y esto ha dejado una huella profunda en la Iglesia de todo el
continente. La Iglesia en Brasil ha recibido y aplicado con
originalidad el Concilio Vaticano II y el camino recorrido, aunque ha debido
superar algunas enfermedades infantiles, ha llevado gradualmente a una Iglesia
más madura, generosa y misionera. Hoy nos encontramos en un nuevo momento. Como ha
expresado bien el Documento
de Aparecida, no
es una época de cambios, sino un cambio de época. Entonces,
también hoy es urgente preguntarse: ¿Qué
nos pide Dios? Quisiera intentar ofrecer algunas líneas de
respuesta a esta pregunta. 3. El icono de Emaús como clave de lectura del presente y
del futuro. Ante todo, no hemos de ceder al miedo del que hablaba el
beato John Henry Newman: “El mundo cristiano se está haciendo estéril, y se
agota como una tierra sobreexplotada, que se convierte en arena”. No hay que ceder al desencanto,
al desánimo, a las lamentaciones. Hemos trabajado mucho, y a veces nos parece
que hemos fracasado, como quien debe hacer balance de una temporada ya perdida,
viendo a quienes se han marchado o ya no nos consideran creíbles, relevantes. Releamos una vez más el episodio de Emaús desde este
punto de vista (Lc 24, 13-15). Los dos discípulos huyen de Jerusalén. Se alejan
de la “desnudez” de Dios. Están escandalizados por el fracaso del Mesías en
quien habían esperado y que ahora aparece irremediablemente derrotado,
humillado, incluso después del tercer día (vv. 24,17-21). Es el misterio difícil de quien
abandona la Iglesia; de aquellos que, tras haberse dejado
seducir por otras propuestas, creen que la Iglesia —su Jerusalén— ya no puede
ofrecer algo significativo e importante. Y, entonces, van solos por el camino con su
propia desilusión. Tal vez la Iglesia se ha mostrado demasiado débil,
demasiado lejana de sus necesidades, demasiado pobre para responder a sus
inquietudes, demasiado fría para con ellos, demasiado autorreferencial, prisionera de su propio lenguaje rígido; tal vez el mundo parece haber
convertido a la Iglesia en una reliquia del pasado, insuficiente para las
nuevas cuestiones; quizás
la Iglesia tenía respuestas para la infancia del hombre, pero no para su edad
adulta. El hecho es que actualmente hay muchos como los dos discípulos
de Emaús; no solo los que buscan respuestas en los nuevos y
difusos grupos religiosos, sino también aquellos que parecen vivir ya sin Dios,
tanto en la teoría como en la práctica. Ante esta situación, ¿qué hacer? Hace falta una Iglesia que no tenga miedo a entrar en su
noche. Necesitamos una Iglesia capaz de encontrarse en su
camino. Necesitamos una Iglesia capaz
de entrar en su conversación. Necesitamos una Iglesia que sepa
dialogar con aquellos discípulos que, huyendo de Jerusalén, vagan sin una meta,
solos, con su propio desencanto, con la decepción de un cristianismo
considerado ya estéril, infecundo, impotente para generar sentido. La globalización implacable, la urbanización a menudo
salvaje, prometían mucho. Así que muchos se han enamorado de las posibilidades
de la globalización,
y en ella hay algo realmente positivo. Pero muchos olvidan el lado oscuro: la
confusión del sentido de la vida, la desintegración personal, la pérdida de la
experiencia de pertenecer a un cualquier “nido”, la violencia sutil pero implacable,
la ruptura interior y las fracturas en las familias, la soledad y el abandono,
las divisiones y la incapacidad de amar, de perdonar, de comprender, el veneno
interior que hace de la vida un infierno, la necesidad de ternura por sentirse
tan inadecuados e infelices, los intentos fallidos de encontrar respuestas en
la droga, el alcohol, el sexo, convertidos en otras tantas prisiones. Y muchos han buscado atajos, porque la “medida” de la
gran Iglesia parece demasiado alta. Muchos han pensado: la idea del hombre es demasiado grande para mí, el
ideal de vida que propone está fuera de mis posibilidades, la meta a perseguir
es inalcanzable, lejos de mi alcance. Sin embargo —siguen pensando—, no puedo
vivir sin tener al menos algo, aunque sea una caricatura, de eso que es
demasiado alto para mí, de lo que no me puedo permitir. Con la desilusión en el corazón, han
ido en busca de alguien que les ilusione de nuevo. La gran sensación de abandono y soledad, de no
pertenecerse ni siquiera a sí mismos, que surge a menudo en esta situación, es
demasiado dolorosa para acallarla. Hace falta un desahogo y, entonces, queda la
vía del lamento: ¿Cómo hemos podido llegar hasta este punto? Pero incluso el
lamento se convierte a su vez en un boomerang que vuelve y termina por aumentar
la infelicidad. Hay pocos que todavía saben escuchar el dolor; al menos, hay
que anestesiarlo. Hoy hace falta una Iglesia capaz de acompañar, de ir más
allá del mero escuchar; una Iglesia que
acompañe en el camino poniéndose en marcha con la gente; una Iglesia que pueda
descifrar esa noche que entraña la fuga de Jerusalén de tantos hermanos y
hermanas; una Iglesia que se dé cuenta de que las razones por las que hay quien
se aleja, contienen ya en sí mismas también los motivos para un posible retorno,
pero es necesario
saber leer el todo con valentía. Quisiera que hoy nos preguntáramos todos: ¿Somos aún una Iglesia capaz de
inflamar el corazón? ¿Una Iglesia que pueda hacer volver a Jerusalén? ¿De
acompañar a casa? En Jerusalén residen nuestras fuentes:
Escritura, catequesis, sacramentos, comunidad, la amistad del Señor, María y
los Apóstoles… ¿Somos capaces todavía de presentar estas fuentes, de modo que
se despierte la fascinación por su belleza? Muchos se han ido porque se les ha prometido algo más
alto, algo más fuerte, algo más veloz. Pero, ¿hay algo más alto que el amor revelado en
Jerusalén? Nada es más alto que el abajamiento de la cruz, porque allí se
alcanza verdaderamente la altura del amor. ¿Somos aún capaces de mostrar esta
verdad a quienes piensan que la verdadera altura de la vida esté en otra parte? ¿Alguien conoce algo de más fuerte que el poder escondido
en la fragilidad del amor, de la bondad, de la
verdad, de la belleza? La búsqueda de lo que cada vez es más veloz atrae al
hombre de hoy: internet veloz, coches y aviones rápidos, relaciones inmediatas…
Y, sin embargo, se nota una necesidad desesperada de calma, diría de lentitud. La Iglesia, ¿sabe todavía ser lenta:
en el tiempo, para escuchar, en la paciencia, para reparar y reconstruir?
¿O acaso también la Iglesia se ve arrastrada por el frenesí de la eficiencia? Recuperemos, queridos hermanos, la calma de saber ajustar
el paso a las posibilidades de los peregrinos, al ritmo de su caminar, la capacidad de estar siempre cerca para que
puedan abrir un resquicio en el desencanto que hay en su corazón, y así poder
entrar en él. Quieren olvidarse de Jerusalén, donde están sus fuentes, pero
terminan por sentirse sedientos. Hace
falta una Iglesia capaz de acompañar también hoy el retorno a Jerusalén.
Una Iglesia que pueda hacer redescubrir las cosas gloriosas y gozosas que se
dicen en Jerusalén, de hacer entender que ella es mi Madre, nuestra Madre, y
que no están huérfanos. En ella hemos nacido. ¿Dónde está nuestra Jerusalén,
donde hemos nacido? En el bautismo, en el primer encuentro de amor, en la
llamada, en la vocación. Se necesita una Iglesia que también hoy pueda devolver la
ciudadanía a tantos de sus hijos que caminan como en un éxodo. 4. Los desafíos de la Iglesia en Brasil A la luz de lo dicho, quisiera señalar algunos desafíos
de la amada Iglesia en Brasil. La prioridad de la formación: obispos, sacerdotes,
religiosos y laicos Queridos hermanos, si no formamos ministros capaces de
enardecer el corazón de la gente, de caminar con ellos en la noche, de entrar
en diálogo con sus ilusiones y desilusiones, de recomponer su fragmentación,
¿qué podemos esperar para el camino presente y futuro? No es cierto que Dios se
haya apagado en ellos. Aprendamos a mirar más profundo: no hay quien inflame su
corazón, como a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 32). Por esto es
importante promover y cuidar una formación de calidad, que cree
personas capaces de bajar en la noche sin verse dominadas por la oscuridad y
perderse; de escuchar la ilusión de tantos, sin dejarse seducir; de acoger las
desilusiones, sin desesperarse y caer en la amargura; de tocar la
desintegración del otro, sin dejarse diluir y descomponerse en su propia
identidad. Se necesita una solidez humana, cultural, afectiva,
espiritual y doctrinal. Queridos hermanos en
el episcopado, hay que tener el valor de una revisión profunda de las
estructuras de formación y preparación del clero y del laicado de la Iglesia en
Brasil. No es suficiente una vaga prioridad de formación, ni los documentos o
las reuniones. Hace
falta la sabiduría práctica de establecer estructuras duraderas
de preparación en el ámbito local, regional, nacional, y que sean el verdadero
corazón para el episcopado, sin escatimar esfuerzos, atenciones y
acompañamiento. La situación actual exige una formación de calidad a todos los
niveles. Los obispos no pueden delegar este cometido. Ustedes no pueden delegar
esta tarea, sino asumirla como algo fundamental para el camino de sus Iglesias. Colegialidad y solidaridad de la Conferencia Episcopal A la Iglesia en Brasil no le basta un líder nacional,
necesita una red de «testimonios» regionales que, hablando el mismo lenguaje,
aseguren por doquier no la unanimidad, sino la verdadera unidad en la riqueza
de la diversidad. La comunión
es un lienzo que se debe tejer con paciencia y perseverancia, que va
gradualmente “juntando los puntos” para lograr una textura cada vez más amplia
y espesa. Una manta con pocas hebras de lana no calienta. Es importante recordar Aparecida, el método de recoger la diversidad.
No tanto diversidad de ideas para elaborar un documento, sino variedad de
experiencias de Dios para poner en marcha una dinámica vital. Los discípulos de Emaús regresaron a Jerusalén contando
la experiencia que habían tenido en el encuentro con el Cristo resucitado. Y
allí se enteraron de las otras manifestaciones del Señor y de las experiencias
de sus hermanos. La Conferencia Episcopal es precisamente un ámbito vital para
posibilitar el intercambio de testimonios sobre los encuentros con el
Resucitado, en el norte, en el sur, en el oeste… Se necesita, pues, una
valorización creciente del elemento local y regional. No es suficiente una burocracia
central, sino que es preciso hacer crecer la colegialidad y la
solidaridad: será una verdadera riqueza para todos. Estado permanente de misión y conversión pastoral Aparecida habló de estado permanente de misión y de la
necesidad de una conversión pastoral. Son dos resultados importantes de aquella
Asamblea para el conjunto de la Iglesia de la zona, y el camino recorrido en
Brasil en estos dos puntos es significativo. Sobre la misión se ha de recordar que su urgencia
proviene de su motivación interna: la de transmitir un legado; y, sobre el
método, es decisivo recordar que un legado es como el testigo, la posta en la
carrera de relevos: no
se lanza al aire y quien consigue agarrarlo, bien, y quien no,
se queda sin él. Para transmitir el legado hay que entregarlo personalmente, tocar
a quien se le quiere dar, transmitir este patrimonio. Sobre la conversión pastoral, quisiera recordar que “pastoral” no es otra cosa que el
ejercicio de la maternidad de la Iglesia. La Iglesia da a luz,
amamanta, hace crecer, corrige, alimenta, lleva de la mano… Se requiere, pues,
una Iglesia capaz de redescubrir las entrañas maternas de la misericordia. Sin
la misericordia, poco se puede hacer hoy para insertarse en un mundo de
«heridos», que necesitan comprensión, perdón y amor. En la misión, también en la continental, es muy
importante reforzar la familia, que sigue siendo la célula esencial para la
sociedad y para la Iglesia; los jóvenes, que son el rostro futuro de la
Iglesia; las mujeres,
que tienen un papel fundamental en la transmisión de la fe. No
reduzcamos el compromiso de las mujeres en la Iglesia, sino que promovamos su
participación activa en la comunidad eclesial. Si pierde a las mujeres, la
Iglesia se expone a la esterilidad. La tarea de la Iglesia en la sociedad En el ámbito social, sólo hay una cosa que la Iglesia
pide con particular claridad: la
libertad de anunciar el Evangelio de modo integral, aun cuando
esté en contraste con el mundo, cuando vaya contracorriente, defendiendo el
tesoro del cual es solamente guardiana, y los valores de los que no dispone,
pero que ha recibido y a los cuales debe ser fiel. La Iglesia sostiene el derecho de servir al hombre en su
totalidad, diciéndole lo que Dios ha revelado sobre el hombre y su realización.
La Iglesia quiere hacer presente ese patrimonio inmaterial sin el cual la
sociedad se desmorona, las ciudades se verían arrasadas por sus propios muros,
barrancos, barreras. La
Iglesia tiene el derecho y el deber de mantener encendida la llama de la
libertad y de la unidad del hombre. Las urgencias de Brasil son la educación, la salud, la
paz social. La Iglesia tiene una palabra que
decir sobre estos temas, porque para responder adecuadamente a estos desafíos
no bastan soluciones meramente técnicas, sino que hay que tener una visión
subyacente del hombre, de su libertad, de su valor, de su apertura a la
trascendencia. Y ustedes, queridos hermanos, no tengan miedo de ofrecer esta
contribución de la Iglesia, que es por el bien de toda la sociedad. La Amazonia como tornasol, banco de pruebas para la
Iglesia y la sociedad brasileña Hay un último punto al que quisiera referirme, y que
considero relevante para el camino actual y futuro, no solamente de la Iglesia
en Brasil, sino también de todo el conjunto social: la Amazonia. La Iglesia no
está en la Amazonia como quien tiene hechas las maletas para marcharse después
de haberla explotado todo lo que ha podido. La Iglesia está presente en la Amazonia desde el
principio con misioneros, congregaciones religiosas, y todavía
hoy está presente y es determinante para el futuro de la zona. Pienso en la
acogida que la Iglesia en la Amazonia ofrece también hoy a los inmigrantes
haitianos después del terrible terremoto que devastó su país. Quisiera invitar a todos a reflexionar sobre lo que
Aparecida dijo sobre la Amazonia, y también el vigoroso llamamiento al respeto
y la custodia de toda la creación, que Dios ha confiado al hombre, no para
explotarla salvajemente, sino para que la convierta en un jardín. En el desafío
pastoral que representa la Amazonia, no
puedo dejar de agradecer lo que la Iglesia en Brasil está haciendo:
la Comisión Episcopal para la Amazonia, creada en 1997, ha dado ya mucho fruto,
y muchas diócesis han respondido con prontitud y generosidad a la solicitud de
solidaridad, enviando misioneros laicos y sacerdotes. Doy gracias a monseñor Jaime Chemelo,
pionero en este trabajo, y al cardenal Hummes,
actual presidente de la Comisión. Pero quisiera añadir que la obra de la Iglesia ha de ser
ulteriormente incentivada y relanzada. Se necesitan instructores cualificados,
sobre todo profesores de teología, para consolidar los resultados alcanzados en
el campo de la formación de un clero autóctono, para tener también sacerdotes
adaptados a las condiciones locales y fortalecer, por decirlo así, el “rostro
amazónico” de la Iglesia. Queridos hermanos, he tratado de ofrecer de una manera fraterna
algunas reflexiones y líneas de trabajo en una Iglesia como la que está en
Brasil, que es un gran mosaico de teselas, de imágenes, de formas, problemas y
retos, pero que precisamente por eso constituye una enorme riqueza. La Iglesia
nunca es uniformidad, sino diversidad que se armoniza en la unidad, y esto vale
para toda realidad eclesial.
Que la Virgen Inmaculada de Aparecida sea la estrella que
ilumine el compromiso de ustedes y su camino para llevar a Cristo, como ella ha
hecho, a todo hombre y a toda mujer de este inmenso país. Será él, como lo hizo
con los dos discípulos confusos y desilusionados de Emaús, quien haga arder el
corazón y dé nueva y segura esperanza.
Paseo marítimo de Copacabana Sábado 27 de julio de 2013 Queridos jóvenes Hemos recordado hace poco la historia de San Francisco de
Asís. Ante el crucifijo oye la voz de Jesús, que le dice: “Ve, Francisco, y repara mi casa”.
Y el joven Francisco responde con prontitud y generosidad a esta llamada del
Señor: reparar su casa. Pero, ¿qué casa? Poco a poco se da cuenta de que no se
trataba de hacer de albañil y reparar un edificio de piedra, sino de dar su
contribución a la vida de la Iglesia; se
trataba de ponerse al servicio de la Iglesia, amándola y
trabajando para que en ella se reflejara cada vez más el rostro de Cristo. También hoy el Señor sigue necesitando a los jóvenes para
su Iglesia. También hoy llama a cada uno de
ustedes a seguirlo en su Iglesia y a ser misioneros. ¿Cómo? ¿De qué manera? A
partir del nombre del lugar donde íbamos a celebrar este acto, Campus Fidei,
Campo de Fe [se trasladó a Copacabana por culpa de las lluvias de los últimos
días], he pensado en tres
imágenes que nos pueden ayudar a entender mejor lo que significa ser un
discípulo-misionero: la primera, el campo como lugar donde se
siembra; la segunda, el campo como lugar de entrenamiento; y la tercera, el
campo como obra en construcción. 1. El campo como lugar donde se siembra. Todos conocemos la parábola de Jesús que habla de un
sembrador que salió a sembrar en un campo; algunas simientes cayeron al borde
del camino, entre piedras o en medio de espinas, y no llegaron a desarrollarse;
pero otras cayeron en tierra buena y dieron mucho fruto (cf. Mt 13,1-9). Jesús
mismo explicó el significado de la parábola: La simiente es la Palabra de Dios sembrada en nuestro
corazón (cf. Mt 13,18-23). Queridos jóvenes, eso significa que el verdadero Campus Fidei es el
corazón de cada uno de ustedes, es su vida. Y es en la vida de
ustedes donde Jesús pide entrar con su palabra, con su presencia. Por favor, dejen que Cristo y su Palabra entren
en su vida, que germine y crezca. Jesús nos dice que las simientes que cayeron al borde del
camino, o entre las piedras y en medio de espinas, no dieron fruto. ¿Qué clase de terreno somos, qué
clase de terreno queremos ser? Quizás somos a veces como el camino: escuchamos al Señor, pero no cambia nada en la vida, porque nos dejamos
atontar por tantos reclamos superficiales que escuchamos; o como el terreno
pedregoso: acogemos a Jesús con entusiasmo, pero somos inconstantes y, ante las
dificultades, no tenemos el valor de ir contracorriente; o somos como el terreno espinoso:
las cosas, las pasiones negativas sofocan en nosotros las palabras del Señor
(cf. Mt 13,18-22). Hoy, sin embargo, estoy seguro de que la simiente cae en
buena tierra, que ustedes quieren ser buena
tierra, no cristianos a tiempo parcial, no “almidonados”, de fachada, sino
auténticos. Estoy seguro de que no quieren vivir en la ilusión de una libertad
que se deja arrastrar por la moda y las conveniencias del momento. Sé que ustedes apuntan a lo alto, a
decisiones definitivas que den pleno sentido a la vida. Jesús
es capaz de ofrecer esto. Él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6).
Confiemos en él. Dejémonos guiar por él. 2. El campo como lugar de entrenamiento. Jesús nos pide que le sigamos toda la vida, nos pide que
seamos sus discípulos, que “juguemos en su equipo”. Creo que a la mayoría de ustedes les gusta el deporte. Y aquí, en Brasil,
como en otros países, el fútbol es una pasión nacional. Pues bien, ¿qué hace un
jugador cuando se le llama para formar parte de un equipo? Debe entrenarse y
entrenarse mucho. Así es en nuestra vida de discípulos del Señor. San Pablo nos dice: “Los atletas se privan de todo, y lo
hacen para obtener una corona que se marchita; nosotros, en cambio, por una
corona incorruptible” (1 Co 9,25). ¡Jesús
nos ofrece algo más grande que la Copa del Mundo! Nos ofrece la
posibilidad de una vida fecunda y feliz, y también un futuro con él que no
tendrá fin, la vida eterna. Pero
nos pide que entrenemos para “estar en forma”, para afrontar
sin miedo todas las situaciones de la vida, dando testimonio de nuestra fe.
¿Cómo? A través del
diálogo con él: la oración, que es el coloquio cotidiano con
Dios, que siempre nos escucha. A través de los sacramentos, que hacen crecer en
nosotros su presencia y nos configuran con Cristo. A través del amor fraterno,
del saber escuchar, comprender, perdonar, acoger, ayudar a los otros, a todos,
sin excluir y sin marginar. Queridos
jóvenes, ¡sean auténticos “atletas de Cristo”! 3. El campo como obra en construcción. Cuando nuestro corazón es una tierra buena que recibe la
Palabra de Dios, cuando “se suda la camiseta”, tratando de vivir como cristianos, experimentamos algo grande: nunca estamos solos,
formamos parte de una familia de hermanos que recorren el mismo camino: somos
parte de la Iglesia; más aún, nos convertimos en constructores de la Iglesia y
protagonistas de la historia. San Pedro nos dice que somos piedras vivas que forman una
casa espiritual (cf. 1 P 2,5). Y mirando este palco, vemos que tiene la forma
de una iglesia construida con piedras, con ladrillos. En la Iglesia de Jesús, las piedras
vivas somos nosotros, y Jesús nos pide que edifiquemos su
Iglesia; y no como una pequeña capilla donde solo cabe un grupito de personas. Nos pide que su Iglesia sea tan
grande que pueda alojar a toda la humanidad, que sea la casa de
todos. Jesús me dice a mí, a ti, a cada uno: “Vayan, y hagan discípulos a todas
las naciones”. Esta tarde, respondámosle: Sí, también yo quiero ser una piedra
viva; juntos queremos construir la Iglesia de Jesús. Digamos juntos: Quiero ir
y ser constructor de la Iglesia de Cristo. Su joven corazón alberga el deseo de construir un mundo
mejor. He seguido atentamente las noticias sobre tantos jóvenes que, en muchas
partes del mundo, han salido por las calles para expresar el deseo de una
civilización más justa y fraterna. Sin embargo, queda la pregunta: ¿Por dónde empezar? ¿Cuáles son los
criterios para la construcción de una sociedad más justa?
Cuando preguntaron a la Madre
Teresa qué era lo que debía cambiar en la Iglesia, respondió: Tú y yo.
Queridos amigos, no se olviden: ustedes son el campo de
la fe. Ustedes son los atletas de Cristo. Ustedes son los
constructores de una Iglesia más hermosa y de un mundo mejor. Levantemos
nuestros ojos hacia la Virgen. Ella nos ayuda a seguir a Jesús, nos da ejemplo
con su “sí” a Dios: “Aquí está la esclava del Señor, que se cumpla en mí lo que
has dicho” (Lc 1,38). Se lo digamos también nosotros a Dios, junto con María:
Hágase en mí según tu palabra. Que así sea.