Tema 313 Tesis 36. Escatología (2)
2el cristiano, a partir de la resurrección de
Cristo, confiesa la inmortalidad del alma y la resurrección de la carne, así como la retribución inmediata
tras la muerte,
3de modo que Dios será la meta última o novísimo:
en cuanto alcanzado cielo, en cuanto perdido infierno, en cuanto discierne es juicio, en cuanto purifica
purgatorio.
1.
la Parusía
1.1
Noción de Parusía
1.2
La Parusía en la fe de la Iglesia
1.3
Sentido de la Parusía
2.
Resurrección, inmortalidad y retribución inmediata
2.1
De la retribución en el AT a la resurrección de Cristo y en Cristo
2.2
Inmortalidad del alma y sentido
de la resurrección de la carne
2.3
La retribución inmediata
tras la muerte
3.
Dios como novísimo de la Criatura
3.1
El cielo
3.2
El infierno
3.3
Juicio particular y juicio final
3.4
El purgatorio
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CEC 988-1060;
Compendio 202-216
Benedicto XII, Constitución Benedictus Deus (29.1.1336) DS 1000-1002
Congregación para la Doctrina
DE
la FE, Carta
Recentiores
episcoporum
(17.5.1979) en Doc. 35
3- DIOS COMO NOVÍSIMO DE LA CRIATURA
3.1 El cielo
En el lenguaje bíblico cielo indica una parte de la creación (Gn 1,1), aunque en sentido metafórico se entiende como
morada del Dios trascendente, a la que los
creyentes pueden subir (cf. Gn 5,24; 2 R 2,11), de manera que es figura de la vida en Dios
(Mt 5,12; Mt 6,20; 19,21).
En el NT entre las diferentes expresiones que hablan de la suerte
definitiva del hombre
justo destacan: la participación de la “vida”
que es Cristo, esto es, “ser-con-Cristo” (Jn 3,36; 6,35ss; 11,24; 14,6; Mc
10,30; Col 3,6); el “estar con Jesús”,
en cuanto prolongación del ser con Cristo y en Cristo ya ahora, pues Él es
el compendio de todos los bienes divinos,
el “sí” y el “amén”
definitivo de Dios (cf. Lc 23,43; Flp 1,23; 2 Co 5,8; Ap 3,20 etc.); “la visión de Dios”, en el sentido de cercanía, familiaridad, semejanza, gozar de su cercanía
y participar de su vida (1 Jn 3,2: “le veremos tal cual es”), también aparece
la divinidad como
objeto directo de la visión (1 Co 13,8-13:
“entonces veremos cara a cara” lo cual equivale
a compenetración, intercambio vital), es lo que dice S. Pablo:
“Y así estaremos siempre con el
Señor” (1 Ts 4,17-18); “la vida eterna”, como participación ya ahora desde el nuevo nacimiento, y que alcanzará su
total desarrollo en la resurrección gloriosa
y consistirá en el “conocimiento” de Dios, es decir, en una comunión
íntima de participación y relación personal).
En el tema de la vida eterna es importante 1 Jn 3,14-15 (“el
que cree posee ya ahora la vida eterna”) y Jn
17,3 (“Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único y verdadero Dios, y al que tú has enviado, Jesucristo”). El
mismo Jesucristo ha hablado de la vida futura como felicidad eterna sirviéndose de un lenguaje
simbólico (Reino de Dios, paraíso,
cielo, gloria, la perla fina, la red repleta de peces). En el NT se insiste
en la importancia de la mediación de Jesús –su misterio pascual– cuando consideramos nuestra relación con Dios en la vida eterna.
Esta es la realidad que el Magisterio (ante
las negaciones de la posibilidad y de la eternidad de la visión de Dios), describe en la constitución dogmática Bene- dictus
Deus (DS 1000): las almas tienen una visión intuitiva, facial e inmediata, de la esencia divina; las consecuencias
son el gozo, la bienaventuranza y la vida eterna;
es una descripción de la visión beatífica de Dios. Aunque pueda parecer algo muy
abstracto, hablar de visión de Dios quiere decir que no se conoce a Dios
mediante semejanzas, conceptos o imágenes creadas, como sucede en este mundo, sino que el mismo Dios hace
de concepto del entendimiento creado. Esto es
una gran unión con Dios, y para que se dé el entendimiento debe ser elevado por
el lumen gloriae, como enseña en Concilio de de Vienne (DS 895).
En el Concilio
de Florencia se habla también
de la visión de Dios, pero aludiendo
a la contemplación de las Personas Divinas. La LG 48-51, pone de relieve
el carácter cristológico de la vida eterna, manifiesta su índole social y
comunitaria (el “pueblo
de Dios” es el sujeto de la bienaventuranza, esperamos
la “comunión” de los santos y que entonces se ponga de
manifiesto la verdad, ahora escondida, de que todos somos hermanos de todos).
El Documento de la Congregación de la Fe de 1979 (Doc. 35), integra los elementos de la tradición
para superar la visión sólo intelectual y cognitiva de la visión de
Dios. La solemne profesión de fe de Pablo VI, habla de la Iglesia
celeste, constituida por las almas que están con Jesús
y María, gozan de la bienaventuranza eterna
y ven a Dios como Él es.
Esencialmente la bienaventuranza consiste
en la visión de Dios intuitiva, inmediata,
y de todas las cosas de Dios, y en la alegría,
gozo, que sigue a esta visión. El cielo será para nosotros la perfecta vida de
unión con Cristo. El cristiano espera esta vida eterna como meta, aunque no sepa expresar
bien el “cómo” de la misma.
3.2 El infierno
En el AT al principio
no hay mucha claridad respecto a la condición de los difuntos, a los que se sitúa de modo general en el Sheol, pero cada vez se habla más de un juicio escatológico, con el
correspondiente castigo (cf. Is 66,24). Para
referirse a un castigo eterno en el NT se emplean las imágenes
de fuego (Mt 3,12; Mc 9,43; Lc 16,19-31;
Ap 20,13), incluyendo llanto y rechinar
de dientes (Mt 13,42; 25,30.41), de un castigo que se considera eterno (Ap 14,11; Mt 25,41). Queda muy claro que el destino final de justos e impíos es muy distinto.
Los Padres de la Iglesia unánimemente admiten
la existencia y eternidad de las
penas del infierno con excepción de Orígenes, quien considera dichas penas como temporales y pedagógicas, negando de
hecho la eternidad de las mismas conforme a su idea de que el fin debe ser como el principio, y hasta los demonios serán reintegrados a Dios (Apocatástasis). En el sínodo
de Constantinopla del 543
(DS 411) fue formalmente condenado este planteamiento, que ya antes había encontrado fuertes
opositores, como san Agustín.
El Magisterio de la Iglesia
ha enseñado solemnemente la eternidad de la pena, como
en el símbolo Quicumque, cuyo
elemento fundamental es la privación de la
visión de Dios (Concilio IV de Letrán); en Lyon II (DS 858) y Florencia (DS 1306) se distingue entre la pena de daño, o privación
de la visión de Dios, y la pena de sentido, descrita
como tormentos y fuego.
Esta cuestión de la pena eterna es en realidad
un mero aspecto del pecado,
al que, por su rechazo de Dios, corresponde
este alejamiento eterno del Mismo. No es Dios quien se venga, sino el pecado, misterio de iniquidad,
misterio de la justicia; es algo así como si alguien se sacase voluntariamente los ojos y permaneciera ciego por toda la eternidad: Dios no sería culpable por no restituirle la vista.
La cuestión del infierno es un caso más de la permisión divina del mal, cuya comprensión última se nos escapa. Por otra parte la obstinación en el mal, como consecuencia de la decisión final del alma cuando abandona el cuerpo (como sucede en las decisiones de los ángeles) se convierte en algo que constituye a la criatura puramente espiritual, y en ese sentido no puede rectificarla.
La hipótesis planteada por algunos teólogos, como von Balthasar,
de un infierno vacío, no es aceptable: a) se opone a toda la tradición
de la Iglesia; b) de hecho
reconduciría las afirmaciones bíblicas del infierno a un purgatorio más o menos largo; c) los presupuestos de esta hipótesis
(máxima distancia y separación entre el Padre y el Hijo en la
cruz que asume todos los males, incluso de los
condenados) carecen de fundamento en la doctrina
de la Iglesia y no dejan de tener un sabor gnóstico.
En el siglo
XV la Iglesia rechazó la afirmación de que todos
los cristianos se salvarán necesariamente (DS 1362). Por otra parte en el Concilio Vaticano II ante la petición
de algunos Padres
para que se incluyera en LG
la mención de condenados de hecho recibió la respuesta de que era algo evidente
por las palabras del Señor sobre el juicio (Mt 25,31ss) y no hacía falta.
3.3
Juicio particular y juicio final
El juicio particular es el discernimiento que tiene lugar inmediatamente después
de la muerte por el que queda fijada la suerte definitiva de cada ser humano. En Jn 3,17-19 se establece que el juicio depende de la fe/incredulidad en Jesús, mientras que en Mt 25,31ss se presenta la perspectiva de las obras realizadas en favor de otros, aspectos
que se complementan entre sí.
Tal juicio es una constatación de la situación
real ante Dios que tiene ya ahora cada hombre.
Como subrayamos más arriba, tanto la visión de Dios y el castigo eterno, respectivamente, se dan inmediatamente después del juicio particular, a menos que se tenga algo que purgar. Esta enseñanza fue establecida con absoluta claridad
en la Benedictus Deus de Benedicto
XII.
El juicio final consiste en la revelación del
sentido último de la historia y de toda la realidad, a la luz del triunfo
definitivo de Cristo,
que es el único capaz
de abrir el libro
del que habla Ap 5,9. La suerte definitiva de cada persona
ha quedado decidida ya en el juicio particular, mientras que el juicio final
mostrará el significado profundo de la vida de cada hombre
en
3.4 El purgatorio
Es el estado posterior a la muerte en que las almas de los que
han muerto es estado
de gracia expían
y se purifican antes de gozar de la bienaventuranza eterna. Supone que, perdonado
el pecado, permanece una pena temporal que se
ha de satisfacer: se insinúa
esta idea en 2 M 12,43-46, al ofrecer sacrificios para la purificación de los difuntos y con más
claridad en 1 Co 3,10-17 en que se habla de salvación, pero a través
de una purificación de fuego.
Asimismo la oración
por los difuntos
estuvo presente desde muy pronto
en la liturgia cristiana.
Las enseñanzas de la Iglesia
insisten en dos puntos: a) existencia de un estado
de purificación previo a la visión de Dios; b) dicha purificación tiene
lugar por penas distintas de las del
infierno, pues se dan en estado de gracia. Hay distintas explicaciones sobre estas penas: se pueden entender como un
sufrimiento del alma en gracia que tiende hacia Dios,
pero es consciente todavía de sus imperfecciones
y lo que le falta por satisfacer. Buscan a Dios, pero todavía no pueden unirse a él, de modo que el amor,
que no ha conseguido del todo unirse al amado, produce
sufrimiento, que hace expiar al alma y así se purifica.
La posibilidad de colaborar con los difuntos
en su purificación, además de estar atestiguada por la tradición
litúrgica de la Iglesia, que en este sentido es un
argumento teológico muy sólido, se basa en una correcta comprensión de la comunión de los santos. Si no hubiera
posibilidad de mutua intercesión el dogma de fe de la comunión
de los Santos sería algo meramente nominal.
De manera particular les aprovecha el sacrificio
eucarístico ofrecido por ellos.