martes, 22 de abril de 2025

Tema 313 PLAN INTEGRAL DE FORMACIÓN PRIMER CURSO. TESIS 36. LA ESCATOLOGIA (2)

 Tema 313 Tesis 36. Escatología (2)

 1La Iglesia, mientras está en este mundo, espera la Parusía, venida del Señor en gloria, finalidad y término de la historia y de la creación;

2el cristiano, a partir de la resurrección de Cristo, confiesa la inmortalidad del alma y la resurrección de la carne, así como la retribución inmediata tras la muerte,

3de modo que Dios será la meta última o novísimo: en cuanto alcanzado cielo, en cuanto perdido infierno, en cuanto discierne es juicio, en cuanto purifica purgatorio.

 

1.        la Parusía

1.1                Noción de Parusía

1.2                La Parusía en la fe de la Iglesia

1.3                Sentido de la Parusía

2.        Resurrección, inmortalidad y retribución inmediata

2.1                De la retribución en el AT a la resurrección de Cristo y en Cristo

2.2                Inmortalidad del alma y sentido de la resurrección de la carne

2.3                La retribución inmediata tras la muerte

3.        Dios como novísimo de la Criatura

3.1                El cielo

3.2                El infierno

3.3                Juicio particular y juicio final

3.4                El purgatorio

 


CEC 988-1060; Compendio 202-216

 

Benedicto XII, Constitución Benedictus Deus (29.1.1336) DS 1000-1002

 

Congregación   para   la   Doctrina   DE   la   FE,  Carta  Recentiores  episcoporum

(17.5.1979) en Doc. 35


3-  DIOS COMO NOVÍSIMO DE LA CRIATURA

 

3.1 El cielo

En el lenguaje bíblico cielo indica una parte de la creación (Gn 1,1), aunque en sentido metafórico se entiende como morada del Dios trascendente, a la que los creyentes pueden subir (cf. Gn 5,24; 2 R 2,11), de manera que es figura de la vida en Dios (Mt 5,12; Mt 6,20; 19,21).

 

En el NT entre las diferentes expresiones que hablan de la suerte definitiva del hombre justo destacan: la participación de la “vida” que es Cristo, esto es, “ser-con-Cristo” (Jn 3,36; 6,35ss; 11,24; 14,6; Mc 10,30; Col 3,6); el “estar con Jesús”, en cuanto prolongación del ser con Cristo y en Cristo ya ahora, pues Él es el compendio de todos los bienes divinos, el “sí” y el “amén” definitivo de Dios (cf. Lc 23,43; Flp 1,23; 2 Co 5,8; Ap 3,20 etc.); “la visión de Dios”, en el sentido de cercanía, familiaridad, semejanza, gozar de su cercanía y participar de su vida (1 Jn 3,2: “le veremos tal cual es”), también aparece la divinidad como objeto directo de la visión (1 Co 13,8-13: “entonces veremos cara a cara” lo cual equivale a compenetración, intercambio vital), es lo que dice S. Pablo: “Y así estaremos siempre con el Señor” (1 Ts 4,17-18); “la vida eterna”, como participación ya ahora desde el nuevo nacimiento, y que alcanzará su total desarrollo en la resurrección gloriosa y consistirá en el “conocimiento” de Dios, es decir, en una comunión íntima de participación y relación personal).

 

En el tema de la vida eterna es importante 1 Jn 3,14-15 (“el que cree posee ya ahora la vida eterna”) y Jn 17,3 (“Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único y verdadero Dios, y al que tú has enviado, Jesucristo”). El mismo Jesucristo ha hablado de la vida futura como felicidad eterna sirviéndose de un lenguaje simbólico (Reino de Dios, paraíso, cielo, gloria, la perla fina, la red repleta de peces). En el NT se insiste en la importancia de la mediación de Jesús –su misterio pascual– cuando consideramos nuestra relación con Dios en la vida eterna.

 

Esta es la realidad que el Magisterio (ante las negaciones de la posibilidad y de la eternidad de la visión de Dios), describe en la constitución dogmática Bene- dictus Deus (DS 1000): las almas tienen una visión intuitiva, facial e inmediata, de la esencia divina; las consecuencias son el gozo, la bienaventuranza y la vida eterna; es una descripción de la visión beatífica de Dios. Aunque pueda parecer algo muy abstracto, hablar de visión de Dios quiere decir que no se conoce a Dios mediante semejanzas, conceptos o imágenes creadas, como sucede en este mundo, sino que el mismo Dios hace de concepto del entendimiento creado. Esto es una gran unión con Dios, y para que se dé el entendimiento debe ser elevado por el lumen gloriae, como enseña en Concilio de de Vienne (DS 895).

 

En el Concilio de Florencia se habla también de la visión de Dios, pero aludiendo a la contemplación de las Personas Divinas. La LG 48-51, pone de relieve el carácter cristológico de la vida eterna, manifiesta su índole social y comunitaria (el “pueblo de Dios” es el sujeto de la bienaventuranza, esperamos la “comunión” de los santos y que entonces se ponga de manifiesto la verdad, ahora escondida, de que todos somos hermanos de todos).

 

El Documento de la Congregación de la Fe de 1979 (Doc. 35), integra los elementos de la tradición para superar la visión sólo intelectual y cognitiva de la visión de Dios. La solemne profesión de fe de Pablo VI, habla de la Iglesia celeste, constituida por las almas que están con Jesús y María, gozan de la bienaventuranza eterna y ven a Dios como Él es.

 

Esencialmente la bienaventuranza consiste en la visión de Dios intuitiva, inmediata, y de todas las cosas de Dios, y en la alegría, gozo, que sigue a esta visión. El cielo será para nosotros la perfecta vida de unión con Cristo. El cristiano espera esta vida eterna como meta, aunque no sepa expresar bien el “cómo” de la misma.

3.2 El infierno

En el AT al principio no hay mucha claridad respecto a la condición de los difuntos, a los que se sitúa de modo general en el Sheol, pero cada vez se habla más de un juicio escatológico, con el correspondiente castigo (cf. Is 66,24). Para referirse a un castigo eterno en el NT se emplean las imágenes de fuego (Mt 3,12; Mc 9,43; Lc 16,19-31; Ap 20,13), incluyendo llanto y rechinar de dientes (Mt 13,42; 25,30.41), de un castigo que se considera eterno (Ap 14,11; Mt 25,41). Queda muy claro que el destino final de justos e impíos es muy distinto.

 

Los Padres de la Iglesia unánimemente admiten la existencia y eternidad de las penas del infierno con excepción de Orígenes, quien considera dichas penas como temporales y pedagógicas, negando de hecho la eternidad de las mismas conforme a su idea de que el fin debe ser como el principio, y hasta los demonios serán reintegrados a Dios (Apocatástasis). En el sínodo de Constantinopla del 543 (DS 411) fue formalmente condenado este planteamiento, que ya antes había encontrado fuertes opositores, como san Agustín.

 

El Magisterio de la Iglesia ha enseñado solemnemente la eternidad de la pena, como en el símbolo Quicumque, cuyo elemento fundamental es la privación de la visión de Dios (Concilio IV de Letrán); en Lyon II (DS 858) y Florencia (DS 1306) se distingue entre la pena de daño, o privación de la visión de Dios, y la pena de sentido, descrita como tormentos y fuego.

 

Esta cuestión de la pena eterna es en realidad un mero aspecto del pecado, al que, por su rechazo de Dios, corresponde este alejamiento eterno del Mismo. No es Dios quien se venga, sino el pecado, misterio de iniquidad,

misterio de la justicia; es algo así como si alguien se sacase voluntariamente los ojos y permaneciera ciego por toda la eternidad: Dios no sería culpable por no restituirle la vista.


La cuestión del infierno es un caso más de la permisión divina del mal, cuya comprensión última se nos escapa. Por otra parte la obstinación en el mal, como consecuencia de la decisión final del alma cuando abandona el cuerpo (como sucede en las decisiones de los ángeles) se convierte en algo que constituye a la criatura puramente espiritual, y en ese sentido no puede rectificarla.

 

La hipótesis planteada por algunos teólogos, como von Balthasar, de un infierno vacío, no es aceptable: a) se opone a toda la tradición de la Iglesia; b) de hecho reconduciría las afirmaciones bíblicas del infierno a un purgatorio más o menos largo; c) los presupuestos de esta hipótesis (máxima distancia y separación entre el Padre y el Hijo en la cruz que asume todos los males, incluso de los condenados) carecen de fundamento en la doctrina de la Iglesia y no dejan de tener un sabor gnóstico.

 

En el siglo XV la Iglesia rechazó la afirmación de que todos los cristianos se salvarán necesariamente (DS 1362). Por otra parte en el Concilio Vaticano II ante la petición de algunos Padres para que se incluyera en LG la mención de condenados de hecho recibió la respuesta de que era algo evidente por las palabras del Señor sobre el juicio (Mt 25,31ss) y no hacía falta.

3.3                   Juicio particular y juicio final

El juicio particular es el discernimiento que tiene lugar inmediatamente  después de la muerte por el que queda fijada la suerte definitiva de cada ser humano. En Jn 3,17-19 se establece que el juicio depende de la fe/incredulidad en Jesús, mientras que en Mt 25,31ss se presenta la perspectiva de las obras realizadas en favor de otros, aspectos que se complementan entre sí.

 

Tal juicio es una constatación de la situación real ante Dios que tiene ya ahora cada hombre. Como subrayamos más arriba, tanto la visión de Dios y el castigo eterno, respectivamente, se dan inmediatamente después del juicio particular, a menos que se tenga algo que purgar. Esta enseñanza fue establecida con absoluta claridad en la Benedictus Deus de Benedicto XII.

 

El juicio final consiste en la revelación del sentido último de la historia y de toda la realidad, a la luz del triunfo definitivo de Cristo, que es el único capaz de abrir el libro del que habla Ap 5,9. La suerte definitiva de cada persona ha quedado decidida ya en el juicio particular, mientras que el juicio final mostrará el significado profundo de la vida de cada hombre en relación con el designio de Cristo.

 

3.4 El purgatorio

Es el estado posterior a la muerte en que las almas de los que han muerto es estado de gracia expían y se purifican antes de gozar de la bienaventuranza eterna. Supone que, perdonado el pecado, permanece una pena temporal que se ha de satisfacer: se insinúa esta idea en 2 M 12,43-46, al ofrecer sacrificios para la purificación de los difuntos y con más claridad en 1 Co 3,10-17 en que se habla de salvación, pero a través de una purificación de fuego. Asimismo la oración por los difuntos estuvo presente desde muy pronto en la liturgia cristiana.

 

Las enseñanzas de la Iglesia insisten en dos puntos: a) existencia de un estado de purificación previo a la visión de Dios; b) dicha purificación tiene lugar por penas distintas de las del infierno, pues se dan en estado de gracia. Hay distintas explicaciones sobre estas penas: se pueden entender como un sufrimiento del alma en gracia que tiende hacia Dios, pero es consciente todavía de sus imperfecciones y lo que le falta por satisfacer. Buscan a Dios, pero todavía no pueden unirse a él, de modo que el amor, que no ha conseguido del todo unirse al amado, produce sufrimiento, que hace expiar al alma y así se purifica.

 

La posibilidad de colaborar con los difuntos en su purificación, además de estar atestiguada por la tradición litúrgica de la Iglesia, que en este sentido es un argumento teológico muy sólido, se basa en una correcta comprensión de la comunión de los santos. Si no hubiera posibilidad de mutua intercesión el dogma de fe de la comunión de los Santos sería algo meramente nominal. De manera particular les aprovecha el sacrificio eucarístico ofrecido por ellos.