domingo, 13 de noviembre de 2022

TEMA 264. CURSO 2022-2023. EXHORTACIÓN APOSTÓLICA CHRISTIFIDELES LAICI. "FIELES LAICOS".CAPÍTULO I. YO SOY LA VID, VOSOTROS LOS SARMIENTOS (2)

 

Un solo cuerpo en Cristo (12)

Templos vivos y santos del Espíritu (13)

Partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo (14)

 

Un solo cuerpo en Cristo

12. Regenerados como «hijos en el Hijo», los bautizados son inseparablemente «miembros de Cristo y miembros del cuerpo de la Iglesia», como enseña el Concilio de Florencia[17].

El Bautismo significa y produce una incorporación mística pero real al cuerpo crucificado y glorioso de Jesús. Mediante este sacramento, Jesús une al bautizado con su muerte para unirlo a su resurrección (cf. Rm 6, 3-5); lo despoja del «hombre viejo» y lo reviste del «hombre nuevo», es decir, de Sí mismo: «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo —proclama el apóstol Pablo— os habéis revestido de Cristo» (Ga 3, 27; cf. Ef 4, 22-24; Col 3, 9-10). De ello resulta que «nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo» (Rm 12, 5).

Volvemos a encontrar en las palabras de Pablo el eco fiel de las enseñanzas del mismo Jesús, que nos ha revelado la misteriosa unidad de sus discípulos con Él y entre sí, presentándola como imagen y prolongación de aquella arcana comunión que liga el Padre al Hijo y el Hijo al Padre en el vínculo amoroso del Espíritu (cf. Jn 17, 21). Es la misma unidad de la que habla Jesús con la imagen de la vid y de los sarmientos: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5); imagen que da luz no sólo para comprender la profunda intimidad de los discípulos con Jesús, sino también la comunión vital de los discípulos entre sí: todos son sarmientos de la única Vid.

Templos vivos y santos del Espíritu

13. Con otra imagen —aquélla del edificio— el apóstol Pedro define a los bautizados como «piedras vivas» cimentadas en Cristo, la «piedra angular», y destinadas a la «construcción de un edificio espiritual» (1 P 2, 5 ss.). La imagen nos introduce en otro aspecto de la novedad bautismal, que el Concilio Vaticano II presentaba de este modo: «Por la regeneración y la unción del Espíritu Santo, los bautizados son consagrados como casa espiritual»[18].

El Espíritu Santo «unge» al bautizado, le imprime su sello indeleble (cf. 2 Co 1, 21-22), y lo constituye en templo espiritual; es decir, le llena de la santa presencia de Dios gracias a la unión y conformación con Cristo.

Con esta «unción» espiritual, el cristiano puede, a su modo, repetir las palabras de Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, y a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). De esta manera, mediante la efusión bautismal y crismal, el bautizado participa en la misma misión de Jesús el Cristo, el Mesías Salvador.

Partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo

14. Dirigiéndose a los bautizados como a «niños recién nacidos», el apóstol Pedro escribe: «Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, sois utilizados en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo (...). Pero vosotros sois el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido para que proclame los prodigios de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (...)» (1 P 2, 4-5. 9).

He aquí un nuevo aspecto de la gracia y de la dignidad bautismal: los fieles laicos participan, según el modo que les es propio, en el triple oficio —sacerdotal, profético y real— de Jesucristo. Es este un aspecto que nunca ha sido olvidado por la tradición viva de la Iglesia, como se desprende, por ejemplo, de la explicación que nos ofrece San Agustín del Salmo 26. Escribe así: «David fue ungido rey. En aquel tiempo, se ungía sólo al rey y al sacerdote. En estas dos personas se encontraba prefigurado el futuro único rey y sacerdote, Cristo (y por esto "Cristo" viene de "crisma"). Pero no sólo ha sido ungida nuestra Cabeza, sino que también hemos sido ungidos nosotros, su Cuerpo (...). Por ello, la unción es propia de todos los cristianos; mientras que en el tiempo del Antiguo Testamento pertenecía sólo a dos personas. Está claro que somos el Cuerpo de Cristo, ya que todos hemos sido ungidos, y en Él somos cristos y Cristo, porque en cierta manera la cabeza y el cuerpo forman el Cristo en su integridad»[19].

Siguiendo el rumbo indicado por el Concilio Vaticano II[20], ya desde el inicio de mi servicio pastoral, he querido exaltar la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el Pueblo de Dios diciendo: «Aquél que ha nacido de la Virgen María, el Hijo del carpintero —como se lo consideraba—, el Hijo de Dios vivo —como ha confesado Pedro— ha venido para hacer de todos nosotros "un reino de sacerdotes". El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo —Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey— continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios es partícipe de esta triple misión»[21].

Con la presente Exhortación deseo invitar nuevamente a todos los fieles laicos a releer, a meditar y a asimilar, con inteligencia y con amor, el rico y fecundo magisterio del Concilio sobre su participación en el triple oficio de Cristo[22]. He aquí entonces, sintéticamente, los elementos esenciales de estas enseñanzas.

Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal, por el que Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la Cruz y se ofrece continuamente en la celebración eucarística por la salvación de la humanidad para gloria del Padre. Incorporados a Jesucristo, los bautizados están unidos a Él y a su sacrificio en el ofrecimiento de sí mismos y de todas sus actividades (cf. Rm 12, 1-2). Dice el Concilio hablando de los fieles laicos: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor. De este modo también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran a Dios el mundo mismo»[23].

La participación en el oficio profético de Cristo, «que proclamó el Reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la palabra»[24], habilita y compromete a los fieles laicos a acoger con fe el Evangelio y a anunciarlo con la palabra y con las obras, sin vacilar en denunciar el mal con valentía. Unidos a Cristo, el «gran Profeta» (Lc 7, 16), y constituidos en el Espíritu «testigos» de Cristo Resucitado, los fieles laicos son hechos partícipes tanto del sobrenatural sentido de fe de la Iglesia, que «no puede equivocarse cuando cree»[25], cuanto de la gracia de la palabra (cf. Hch 2, 17-18; Ap 19, 10). Son igualmente llamados a hacer que resplandezca la novedad y la fuerza del Evangelio en su vida cotidiana, familiar y social, como a expresar, con paciencia y valentía, en medio de las contradicciones de la época presente, su esperanza en la gloria «también a través de las estructuras de la vida secular»[26].

Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan en su oficio real y son llamados por Él para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del pecado (cf. Rm 6, 12); y después en la propia entrega para servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús presente en todos sus hermanos, especialmente en los más pequeños (cf. Mt 25, 40).

Pero los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una actividad sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del hombre, participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto consigo mismo, al Padre, de manera que Dios sea todo en todos (cf. Jn 12, 32; 1 Co 15, 28).

La participación de los fieles laicos en el triple oficio de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey tiene su raíz primera en la unción del Bautismo, su desarrollo en la Confirmación, y su cumplimiento y dinámica sustentación en la Eucaristía. Se trata de una participación donada a cada uno de los fieles laicos individualmente; pero les es dada en cuanto que forman parte del único Cuerpo del Señor. En efecto, Jesús enriquece con sus dones a la misma Iglesia en cuanto que es su Cuerpo y su Esposa. De este modo, cada fiel participa en el triple oficio de Cristo porque es miembro de la Iglesia; tal como enseña claramente el apóstol Pedro, el cual define a los bautizados como «el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido» (1 P 2, 9). Precisamente porque deriva de la comunión eclesial, la participación de los fieles laicos en el triple oficio de Cristo exige ser vivida y actuada en la comunión y para acrecentar esta comunión. Escribía San Agustín: «Así como llamamos a todos cristianos en virtud del místico crisma, así también llamamos a todos sacerdotes porque son miembros del único sacerdote»[27].

Notas a pie de página:

[17] Conc. Ecum. Florentino, Dec. pro Armeniis, DS 1314.

[18] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.

[19] San Agustín, Enarr. in Ps., XXVI, II, 2: CCL 38, 154 s.

[20] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.

[21] Juan Pablo II, Homilía al inicio del ministerio de Supremo Pastor de la Iglesia (22 Octubre 1978): AAS 70 (1978) 946.

[22] Cf. La presentación que se hace de este magisterio en el Instrumentum laboris, "Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II", 25.

[23] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 34.

[24] Ibid., 35.

[25] Ibid., 12.

[26] Ibid., 35.

[27] San Agustín, De civitate Dei, XX, 10: CCL 48, 720.