sábado, 21 de enero de 2012

TEMA 47 DIES DOMINI (2). EL DIA DEL SEÑOR II

Celebración de la obra del Creador.
« Por medio de la Palabra se hizo todo » (Jn 1,3)
En la experiencia cristiana el domingo es ante todo una fiesta pascual, iluminada totalmente por la gloria de Cristo resucitado. Resucitando « de entre los muertos: el primero de todos » (1 Co 15,20), inauguró la nueva creación e inició el proceso que él mismo llevaría a término en el momento de su retorno glorioso, « cuando devuelve a Dios Padre su reino [...], y así Dios lo será todo para todos » (1 Co 15,24.28).

Ya en la mañana de la creación el proyecto de Dios implicaba esta « misión cósmica » de Cristo. Esta visión cristocéntrica, proyectada sobre todo el tiempo, estaba presente en la mirada complaciente de Dios cuando, al terminar todo su trabajo, « bendijo Dios el día séptimo y lo santificó » (Gn 2,3). Es necesario, releer la gran página de la creación y profundizar en la teología del « sábado », para entrar en la plena comprensión del domingo.

« Al principio creó Dios el cielo y la tierra » » (Gn 1,1)
El estilo poético de la narración genesíaca describe muy bien el asombro que el hombre prueba ante la inmensidad de la creación y el sentimiento de adoración que deriva de ello hacia Aquél que sacó de la nada todas las cosas. Se trata de una página de profundo significado religioso, un himno al Creador del universo, señalado como el único Señor ante las frecuentes tentaciones de divinizar el mundo mismo. Es, a la vez, un himno a la bondad de la creación, plasmada totalmente por la mano poderosa y misericordiosa de Dios.

« Vio Dios que estaba bien » (Gn 1,10.12, etc.). Este estribillo, repetido durante la narración, proyecta una luz positiva sobre cada elemento del universo, dejando entrever al mismo tiempo el secreto para su comprensión apropiada y para su posible regeneración: el mundo es bueno en la medida en que permanece vinculado a sus orígenes y llega a ser bueno de nuevo, después que el pecado lo ha desfigurado, en la medida en que, con la ayuda de la gracia, vuelve a quien lo ha hecho.

El « shabbat »: gozoso descanso del Creador

Si en la primera página del Génesis es ejemplar para el hombre el « trabajo » de Dios, lo es también su «descanso ». El descanso divino del séptimo día no se refiere a un Dios inactivo, sino que subraya la plenitud de la realización llevada a término y expresa el descanso de Dios frente a un trabajo « bien hecho » (Gn 1,31) una mirada llena de gozosa complacencia: Es una mirada en la que de alguna manera se puede intuir la dinámica « esponsal » de la relación que Dios quiere establecer con la criatura hecha a su imagen, llamándola a comprometerse en un pacto de amor.

« Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó » (Gn 2,3)
El precepto del sábado, que en la primera Alianza prepara el domingo de la nueva y eterna Alianza, se basa pues en la profundidad del designio de Dios. Precisamente por esto el sábado se coloca dentro del Decálogo, las « diez palabras » que delimitan los fundamentos de la vida moral inscrita en el corazón de cada hombre: “Santificarás las fiestas”. El pueblo de Israel y luego la Iglesia no consideran este mandamiento una mera disposición de disciplina religiosa comunitaria, sino una expresión específica e irrenunciable de su relación con Dios, anunciada y propuesta por la revelación bíblica.

En realidad, toda la vida del hombre y todo su tiempo deben ser vividos como alabanza y agradecimiento al Creador. Pero la relación del hombre con Dios necesita también momentos de oración explícita, en los que dicha relación se convierte en diálogo intenso, que implica todas las dimensiones de la persona. El « día del Señor » es, por excelencia, el día de esta relación, en la que el hombre eleva a Dios su canto, haciéndose voz de toda la creación. Precisamente por esto es también el día del descanso.

El fiel es invitado a descansar no sólo como Dios ha descansado, sino a descansar en el Señor, refiriendo a él toda la creación, en la alabanza, en la acción de gracias, en la intimidad filial y en la amistad esponsal. El contenido del precepto no es pues primariamente una interrupción del trabajo, sino el recuerdo y la celebración de las maravillas obradas por Dios.

Del sábado al domingo
Dado que el tercer mandamiento depende esencialmente del recuerdo de las obras salvíficas de Dios, los cristianos, percibiendo la originalidad del tiempo nuevo y definitivo inaugurado por Cristo, han asumido como festivo el primer día después del sábado, porque en él tuvo lugar la resurrección del Señor.

En efecto, el misterio pascual de Cristo es la revelación plena del misterio de los orígenes, el vértice de la historia de la salvación y la anticipación del fin escatológico del mundo. Lo que Dios obró en la creación y lo que hizo por su pueblo en el Éxodo encontró en la muerte y resurrección de Cristo su cumplimiento, aunque la realización definitiva se descubrirá sólo en la parusía con su venida gloriosa.

Por esto, el gozo con el que Dios contempla la creación, hecha de la nada en el primer sábado de la humanidad, está ya expresado por el gozo con el que Cristo, el domingo de Pascua, se apareció a los suyos llevándoles el don de la paz y del Espíritu (cf. Jn 20,19-23). Del « sábado » se pasa al « primer día después del sábado »; del séptimo día al primer día: el dies Domini se convierte en el dies Christi!

DIES CHRISTI (Dia de Cristo). El día del Señor resucitado y el don del Espíritu
El domingo cristiano, semana tras semana, propone a la consideración y a la vida de los fieles el acontecimiento pascual, del que brota la salvación del mundo.
Según el concorde testimonio evangélico, la resurrección de Jesucristo de entre los muertos tuvo lugar « el primer día después del sábado » (Mc 16,2.9; Lc 24,1; Jn 20,1). Aquel mismo día el
Resucitado se manifestó a los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35) y se apareció a los once Apóstoles reunidos (cf. Lc 24,36; Jn 20,19). Ocho días después —como testimonia el Evangelio de Juan (cf. 20,26)— los discípulos estaban nuevamente reunidos cuando Jesús se les apareció y se hizo reconocer por Tomás, mostrándole las señales de la pasión.

Era domingo el día de Pentecostés, primer día de la octava semana después de la pascua judía (cf. Hch 2,1), cuando con la efusión del Espíritu Santo se cumplió la promesa hecha por Jesús a los Apóstoles después de la resurrección (cf. Lc 24,49; Hch 1,4-5). Fue el día del primer anuncio y de los primeros bautismos: Pedro proclamó a la multitud reunida que Cristo había resucitado y « los que acogieron su palabra fueron bautizados » (Hch 2,41). Fue la epifanía de la Iglesia, manifestada como pueblo en el que se congregan en unidad, más allá de toda diversidad, los hijos de Dios dispersos.

El primer día de la semana

Sobre esta base y desde los tiempos apostólicos, « el primer día después del sábado », primero de la semana, comenzó a marcar el ritmo mismo de la vida de los discípulos de Cristo (cf. 1 Co 16,2). « Primer día después del sábado » era también cuando los fieles de Tróada se encontraban reunidos « para la fracción del pan ». Plinio el Joven, en el sigo II, constata la costumbre de los cristianos « de reunirse un día fijo antes de salir el sol y de cantar juntos un himno a Cristo como a un dios ».

El día de la nueva creación
La comparación del domingo cristiano con la concepción sabática, propia del Antiguo Testamento, suscitó también investigaciones teológicas de gran interés. En particular, se puso de relieve la singular conexión entre la resurrección y la creación. Esta relación invita a comprender la resurrección como inicio de una nueva creación, cuya primicia es Cristo glorioso, siendo él, « primogénito de toda la creación » (Col 1,15), también el « primogénito de entre los muertos » (Col 1,18).

El domingo es pues el día en el cual, más que en ningún otro, el cristiano está llamado a recordar la salvación que, ofrecida en el bautismo, le hace hombre nuevo en Cristo. « Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó de entre los muertos » (Col 2,12; cf. Rm 6,4-6). La liturgia señala esta dimensión bautismal del domingo, sea exhortando a celebrar los bautismos, además de en la Vigilia pascual, también en este día semanal « en que la Iglesia conmemora la resurrección del Señor », sea sugiriendo, como oportuno rito penitencial al inicio de la Misa, la aspersión con el agua bendita, que recuerda el bautismo con el que nace toda existencia cristiana.

El día de Cristo-luz
En efecto, Cristo es la luz del mundo y el día conmemorativo de su resurrección es el reflejo perenne, en la sucesión semanal del tiempo, de esta epifanía de su gloria. Zacarías dirige su mirada hacia Cristo anunciándolo como el « sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte » (Lc 1,78-79), y vibra en sintonía con la alegría experimentada por Simeón al tomar en brazos al Niño divino venido como « luz para alumbrar a las naciones » (Lc 2,32).

El día del don del Espíritu
Día de la luz, el domingo podría llamarse también, con referencia al Espíritu Santo, día del « fuego ». En efecto, la luz de Cristo está íntimamente vinculada al « fuego » del Espíritu y ambas imágenes indican el sentido del domingo cristiano. Apareciéndose a los Apóstoles la tarde de Pascua, Jesús sopló sobre ellos y les dijo: « Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos » (Jn 20,22-23).

La efusión del Espíritu fue el gran don del Resucitado a sus discípulos el domingo de Pascua. Era también domingo cuando, cincuenta días después de la resurrección, el Espíritu, como « viento impetuoso » y « fuego » (Hch 2,2-3), descendió con fuerza sobre los Apóstoles reunidos con María. Pentecostés no es sólo el acontecimiento originario, sino el misterio que anima permanentemente a la Iglesia. La « Pascua de la semana » se convierte así como en el « Pentecostés de la semana », donde los cristianos reviven la experiencia gozosa del encuentro de los Apóstoles con el Resucitado, dejándose vivificar por el soplo de su Espíritu.

El día de la fe

Por todas estas dimensiones que lo caracterizan, el domingo es por excelencia el día de la fe. En él el Espíritu Santo, « memoria » viva de la Iglesia (cf. Jn 14, 26), hace de la primera manifestación del Resucitado un acontecimiento que se renueva en el « hoy » de cada discípulo de Cristo. Ante él, en la asamblea dominical, los creyentes se sienten interpelados como el apóstol Tomás: « Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente » (Jn 20, 27).

Sí, el domingo es el día de la fe. Lo subraya el hecho de que la liturgia eucarística dominical, así como la de las solemnidades litúrgicas, prevé la profesión de fe. El « Credo », recitado o cantado, pone de relieve el carácter bautismal y pascual del domingo, haciendo del mismo el día en el que, por un título especial, el bautizado renueva su adhesión a Cristo y a su Evangelio con la vivificada conciencia de las promesas bautismales. Acogiendo la Palabra y recibiendo el Cuerpo del Señor, contempla a Jesús resucitado, presente en los « santos signos », y confiesa con el apóstol Tomás « Señor mío y Dios mío » (Jn 20,28).

PARA REFLEXIONAR:
¡ Un día irrenunciable !
Se comprende así por qué, incluso en el contexto de las dificultades de nuestro tiempo, la identidad de este día debe ser salvaguardada y sobre todo vivida profundamente, el día del Señor ha marcado la historia bimilenaria de la Iglesia.
¿Cómo se podría pensar que no continúe caracterizando su futuro? Los problemas que en nuestro tiempo pueden hacer más difícil la práctica del precepto dominical encuentran una Iglesia sensible y maternalmente atenta a las condiciones de cada uno de sus hijos. En particular, se siente llamada a una nueva labor catequética y pastoral, para que ninguno, en las condiciones normales de vida, se vea privado del flujo abundante de gracia que lleva consigo la celebración del día del Señor.

A las puertas del tercer Milenio, la celebración del domingo cristiano, por los significados que evoca y las dimensiones que implica en relación con los fundamentos mismos de la fe, continúa siendo un elemento característico de la identidad cristiana.