jueves, 22 de mayo de 2014

TEMA 96. LUMEN FIDEI. CAPÍTULO TERCERO. TRANSMITO LO QUE HE RECIBIDO. Fe, oración y decálogo. Unidad e integridad de la fe.

Fe, oración y decálogo

46. Otros dos elementos son esenciales en la transmisión fiel de la memoria de la Iglesia. En primer lugar, la oración del Señor, el Padrenuestro. En ella, el cristiano aprende a compartir la misma experiencia espiritual de Cristo y comienza a ver con los ojos de Cristo. A partir de aquel que es luz de luz, del Hijo Unigénito del Padre, también nosotros conocemos a Dios y podemos encender en los demás el deseo de acercarse a él.

Además, es también importante la conexión entre la fe y el decálogo. La fe, como hemos dicho, se presenta como un camino, una vía a recorrer, que se abre en el encuentro con el Dios vivo. Por eso, a la luz de la fe, de la confianza total en el Dios Salvador, el decálogo adquiere su verdad más profunda, contenida en las palabras que introducen los diez mandamientos: « Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto » (Ex 20,2).

El decálogo no es un conjunto de preceptos negativos, sino indicaciones concretas para salir del desierto del « yo » autorreferencial, cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo con Dios, dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia. Así, la fe confiesa el amor de Dios, origen y fundamento de todo, se deja llevar por este amor para caminar hacia la plenitud de la comunión con Dios. 

El decálogo es el camino de la gratitud, de la respuesta de amor, que es posible porque, en la fe, nos hemos abierto a la experiencia del amor transformante de Dios por nosotros. Y este camino recibe una nueva luz en la enseñanza de Jesús, en el Discurso de la Montaña (cf. Mt 5-7).

He tocado así los cuatro elementos que contienen el tesoro de memoria que la Iglesia transmite: la confesión de fe, la celebración de los sacramentos, el camino del decálogo, la oración. La catequesis de la Iglesia se ha organizado en torno a ellos, incluido el Catecismo de la Iglesia Católica, instrumento fundamental para aquel acto unitario con el que la Iglesia comunica el contenido completo de la fe, « todo lo que ella es, todo lo que cree »[39].

Unidad e integridad de la fe

47. La unidad de la Iglesia, en el tiempo y en el espacio, está ligada a la unidad de la fe: « Un solo cuerpo y un solo espíritu […] una sola fe » (Ef 4,4-5). Hoy puede parecer posible una unión entre los hombres en una tarea común, en el compartir los mismos sentimientos o la misma suerte, en una meta común. 

Pero resulta muy difícil concebir una unidad en la misma verdad. Nos da la impresión de que una unión de este tipo se opone a la libertad de pensamiento y a la autonomía del sujeto. En cambio, la experiencia del amor nos dice que precisamente en el amor es posible tener una visión común, que amando aprendemos a ver la realidad con los ojos del otro, y que eso no nos empobrece, sino que enriquece nuestra mirada. 

El amor verdadero, a medida del amor divino, exige la verdad y, en la mirada común de la verdad, que es Jesucristo, adquiere firmeza y profundidad. En esto consiste también el gozo de creer, en la unidad de visión en un solo cuerpo y en un solo espíritu. En este sentido san León Magno decía: « Si la fe no es una, no es fe »[40].

¿Cuál es el secreto de esta unidad? La fe es « una », en primer lugar, por la unidad del Dios conocido y confesado. Todos los artículos de la fe se refieren a él, son vías para conocer su ser y su actuar, y por eso forman una unidad superior a cualquier otra que podamos construir con nuestro pensamiento, la unidad que nos enriquece, porque se nos comunica y nos hace « uno ».

La fe es una, además, porque se dirige al único Señor, a la vida de Jesús, a su historia concreta que comparte con nosotros. San Ireneo de Lyon ha clarificado este punto contra los herejes gnósticos. Éstos distinguían dos tipos de fe, una fe ruda, la fe de los simples, imperfecta, que no iba más allá de la carne de Cristo y de la contemplación de sus misterios; y otro tipo de fe, más profundo y perfecto, la fe verdadera, reservada a un pequeño círculo de iniciados, que se eleva con el intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida, más allá de la carne de Cristo. 

Ante este planteamiento, que sigue teniendo su atractivo y sus defensores también en nuestros días, san Ireneo defiende que la fe es una sola, porque pasa siempre por el punto concreto de la encarnación, sin superar nunca la carne y la historia de Cristo, ya que Dios se ha querido revelar plenamente en ella. Y, por eso, no hay diferencia entre la fe de « aquel que destaca por su elocuencia » y de « quien es más débil en la palabra », entre quien es superior y quien tiene menos capacidad: ni el primero puede ampliar la fe, ni el segundo reducirla[41].

Por último, la fe es una porque es compartida por toda la Iglesia, que forma un solo cuerpo y un solo espíritu. En la comunión del único sujeto que es la Iglesia, recibimos una mirada común. Confesando la misma fe, nos apoyamos sobre la misma roca, somos transformados por el mismo Espíritu de amor, irradiamos una única luz y tenemos una única mirada para penetrar la realidad.

48. Dado que la fe es una sola, debe ser confesada en toda su pureza e integridad. Precisamente porque todos los artículos de la fe forman una unidad, negar uno de ellos, aunque sea de los que parecen menos importantes, produce un daño a la totalidad. Cada época puede encontrar algunos puntos de la fe más fáciles o difíciles de aceptar: por eso es importante vigilar para que se transmita todo el depósito de la fe (cf. 1 Tm 6,20), para que se insista oportunamente en todos los aspectos de la confesión de fe. 

En efecto, puesto que la unidad de la fe es la unidad de la Iglesia, quitar algo a la fe es quitar algo a la verdad de la comunión. Los Padres han descrito la fe como un cuerpo, el cuerpo de la verdad, que tiene diversos miembros, en analogía con el Cuerpo de Cristo y con su prolongación en la Iglesia[42]. La integridad de la fe también se ha relacionado con la imagen de la Iglesia virgen, con su fidelidad al amor esponsal a Cristo: menoscabar la fe significa menoscabar la comunión con el Señor[43]

La unidad de la fe es, por tanto, la de un organismo vivo, como bien ha explicado el beato John Henry Newman, que ponía entre las notas características para asegurar la continuidad de la doctrina en el tiempo, su capacidad de asimilar todo lo que encuentra[44], purificándolo y llevándolo a su mejor expresión. La fe se muestra así universal, católica, porque su luz crece para iluminar todo el cosmos y toda la historia.


49. Como servicio a la unidad de la fe y a su transmisión íntegra, el Señor ha dado a la Iglesia el don de la sucesión apostólica. Por medio de ella, la continuidad de la memoria de la Iglesia está garantizada y es posible beber con seguridad en la fuente pura de la que mana la fe. 

Como la Iglesia transmite una fe viva, han de ser personas vivas las que garanticen la conexión con el origen. La fe se basa en la fidelidad de los testigos que han sido elegidos por el Señor para esa misión. Por eso, el Magisterio habla siempre en obediencia a la Palabra originaria sobre la que se basa la fe, y es fiable porque se fía de la Palabra que escucha, custodia y expone[45]

En el discurso de despedida a los ancianos de Éfeso en Mileto, recogido por san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, san Pablo afirma haber cumplido el encargo que el Señor le confió de anunciar « enteramente el plan de Dios » (Hch 20,27). Gracias al Magisterio de la Iglesia nos puede llegar íntegro este plan y, con él, la alegría de poder cumplirlo plenamente.