DICASTERIO PARA LA EVANGELIZACIÓN
APUNTES SOBRE LA ORACIÓN
4
El viaje en Dios
Santos y pecadores en oración
POR
PAUL MURRAY, OP
INTRODUCCIÓN DEL PAPA FRANCISCO
BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
MADRID • 2024
Título original: Praying
with Saints and Sinners
Traducido del original inglés por CRISTINA GAHAN
Textos bíblicos tomados
de Sagrada Biblia. Versión
oficial de la Conferencia
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transforma- ción de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo ex-
cepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográ- ficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.cedro.org;
91 702 19 70 / 93 272 04 47)
ÍNDICE GENERAL
Nota del editor............................................................. XI
Introducción del Santo
Padre................................... XIII
INTRODUCCIÓN ................................ 3
CAPÍTULO I. Agustín de Hipona en oración ..... 7
1. El descubrimiento de los salmos .......... 9
2. Una
voz de ánimo............................................ 12
3. La conversión continua de Agustín................... 16
CAPÍTULO II.... Teresa de Ávila en Oración 21
1.
Un retrato de la santa........................................ 21
2.
Un método humilde de oración para mentes re- beldes 24
3. Recuperando el tiempo perdido........................ 26
CAPÍTULO III. Tomás de Aquino
en oración 33
1.
Un
teólogo de rodillas. . . . .
. . . . . . . . . . . . . . 33
2. Orar desde la necesidad.................................... 37
3. Rezar con confianza......................................... 39
CAPÍTULO IV. Santa Teresa
de Lisieux en oración . 43
1.
Una vida oculta................................................ 44
2. «Pequeña doctrina» de Teresa.......................... 46
3. La oración en la práctica.................................. 52
CONCLUSIÓN.......................................................................................... 57
NOTA DEL EDITOR
La Biblioteca de
Autores Cristianos asume gustosa- mente
el encargo de la Conferencia Episcopal Española de publicar los Apuntes sobre la oración preparados por el Dicasterio para la Evangelización con motivo del Jubileo 2025, tal como hizo el año
anterior con los Cuadernos del Concilio.
Estos Apuntes se presentan en forma de
pequeños li- bros, un total de
ocho, que irán apareciendo progresiva- mente durante
los primeros meses del año, desde enero a mayo de 2024. La colección Popular de la
BAC ya aco- gió en diversas ocasiones los subsidios y materiales para las
grandes celebraciones de la Iglesia universal y una vez más colabora en la preparación espiritual y pastoral para este gozoso acontecimiento del
Jubileo Ordinario 2025.
Como propone la
oficina del Jubileo, «las diócesis están
invitadas a promover la centralidad de la oración individual y comunitaria». También nosotros, deseamos contribuir editorialmente a «poner en el centro la relación
profunda con el Señor, a través de las múltiples formas de oración contempladas en la rica
tradición católica».
INTRODUCCIÓN DEL SANTO PADRE
La oración es el
respiro de la fe, es su expresión más profunda. Como un grito silencioso que sale del corazón de quien cree y se confía a Dios. No es
fácil encontrar palabras para
expresar este misterio. ¡Cuántas definicio-
nes de oración podemos recoger de los santos y de los maestros
de espiritualidad, así como de las reflexiones de los teólogos! Sin embargo, ella se deja describir siempre
y sólo en la sencillez de quienes la viven. Por otro lado, el Señor nos advirtió que cuando oremos no
debemos desperdiciar palabras, creyendo que seremos
escuchados por esto. Nos
enseñó a preferir más bien el silencio y a confiarnos
al Padre, el cual sabe qué cosas necesitamos
aun antes de que se las pidamos (cf. Mt 6,7-8).
El Jubileo Ordinario del 2025 está ya a la puerta.
¿Cómo prepararse a este evento tan
importante para la vida de la Iglesia
si no a través de la oración? El año 2023 estuvo
destinado al redescubrimiento de las enseñanzas conciliares, contenidas sobre todo en las cuatro constitu- ciones del Vaticano II. Es un modo para mantener viva la encomienda
que los Padres reunidos en el Concilio han querido
poner en nuestras manos,
para que, a través de su puesta
en práctica, la Iglesia pudiera
rejuvenecer su pro- pio rostro y anunciar
con un lenguaje adecuado
la belleza de la fe a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Ahora
es el momento de preparar el año 2024, que esta- rá dedicado íntegramente a la oración. En efecto, en nues- tro tiempo se revela cada vez con más fuerza la necesidad de una verdadera espiritualidad, capaz de responder a las
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XIV El viaje sin Dios
grandes interrogantes que cada día se presentan en nuestra vida, provocadas también
por un escenario mundial cier-
tamente no sereno.
La crisis ecológica-económica-social agravada
por la reciente pandemia; las guerras, especial- mente la de Ucrania, que siembran muerte,
destrucción y pobreza; la cultura de la indiferencia y del descarte, tiende a sofocar las aspiraciones de paz y solidaridad y a margi-
nar a Dios de la vida personal y social… Estos fenómenos contribuyen a generar un clima adverso, que impide a tan- ta gente vivir con alegría y serenidad.
Por eso, necesita- mos que nuestra
oración se eleve con mayor insistencia al Padre,
para que escuche
la voz de cuantos se dirigen a Él con la confianza de ser atendidos.
Este año dedicado a la oración de ninguna manera pre- tende interferir con las iniciativas que cada Iglesia particular considere proyectar para su cotidiana dedicación pastoral. Al contrario, nos remite al fundamento sobre el cual deben elaborarse y encontrar consistencia los distintos planes pas- torales. Es un tiempo para poder reencontrar la alegría de orar en su variedad
de formas y expresiones, ya sea perso- nalmente o en forma comunitaria. Un tiempo significativo para incrementar la certeza de nuestra fe y la confianza en la intercesión de la Virgen María y de los Santos. En definiti- va, un año para hacer experiencia casi de una «escuela de la oración», sin dar nada por obvio o por sentado, sobre todo en relación a nuestro modo de orar, pero haciendo nuestras cada día las palabras de los discípulos cuando le pidieron a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).
En este año estamos
invitados a hacernos
más humil- des y a dejar espacio a la oración que
surja del Espíritu Santo. Es Él quien
sabe poner en nuestros corazones y en nuestros labios las palabras justas para ser escuchados por el Padre. La oración en el Espíritu
Santo es aquella que
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Introducción del Santo Padre XV
nos une a Jesús y nos permite
adherirnos a la voluntad del Padre. El Espíritu
es el Maestro interior que indica el camino a recorrer; gracias a Él, la
oración aun de uno solo, se puede convertir en oración de la Iglesia
entera, y viceversa. Nada como la oración según el Espíritu
Santo hace que los cristianos se sientan unidos
como familia de Dios,
el cual sabe reconocer las exigencias de cada uno para convertirlas en invocación e intercesión de todos.
Estoy seguro de
que los obispos, sacerdotes, diáco- nos
y catequistas encontrarán en este año las modalida- des más adecuadas para poner la oración en la base del anuncio de esperanza que el Jubileo 2025
quiere hacer resonar en este tiempo
turbulento. Para esto, será muy valiosa la contribución de las personas
consagradas, en especial de
las comunidades de vida contemplativa. Deseo
que, en todos los Santuarios del mundo, lugares privilegiados para la oración, se incrementen las iniciati- vas para que cada peregrino pueda encontrar un oasis de serenidad y regrese con el corazón
lleno de consolación. Que la oración personal y comunitaria sea incesante, sin interrupción, según la voluntad del
Señor Jesús (cf. Lc 18,1), para que el reino de Dios se extienda y el Evange-
lio llegue a cada persona que pide amor y perdón.
Para favorecer
este Año de la Oración se han rea- lizado
algunos breves textos que, en la sencillez de su lenguaje, ayudarán a entrar en las diversas dimensiones de la oración. Agradezco a los Autores por
su colabora- ción y pongo con gusto
en vuestras manos estos «Apun- tes»,
para que cada uno pueda redescubrir la belleza de confiarse al Señor con humildad y con alegría. Y no se olviden de orar también por mí.
El viaje
en Dios
INTRODUCCIÓN
Los santos cuyos
escritos sobre la oración y medi- tación
se exploran en este libro están entre los más cé- lebres de la gran tradición espiritual. Conocen a fondo la luz y el fuego de que hablan. Página
tras página en sus escritos alcanzan
niveles extraordinarios de clarivi- dencia
y comprensión. El enfoque principal de este tra- bajo no es, sin embargo, sobre los estados y las etapas más elevadas de la oración
contemplativa. El objetivo
es algo inmensamente más modesto, en concreto, descubrir qué ayuda nos pueden ofrecer
los grandes santos
a todos los que anhelamos progresar en nuestra vida de oración, pero
nos encontramos continuamente desviados de nues- tro propósito, nuestros tímidos esfuerzos eclipsados qui- zás en gran medida por la debilidad
humana.
Una de las cosas
que descubrimos en las historias de los santos cristianos, y es una paradoja llamativa, es que aprenden a orar, al menos en parte, del
testimonio de cierto número de
pecadores célebres. Por tanto, en el segundo modo de Los nueve
modos de orar de santo Do- mingo, por ejemplo, somos testigos del
santo que repi- te humildemente la
oración del publicano: «¡Oh Dios!, ten
compasión de este pecador», del Evangelio de san Lucas 1. De la misma
manera, santa Teresa de Ávila, al hablar de aquellos que alcanzan la séptima morada
en
1 Nueve modos de orar de Santo Domingo (San Esteban, Sala-
manca 2016).
El
castillo interior, anota que
nunca pierden el contacto con el espíritu
humilde del publicano. Abrumados por el resplandor y la majestuosidad de Dios y por la idea de su propia debilidad humana, «andan muchas
veces, que no osan alzar los ojos, como el publicano» 2.
Según nos informa
san Lucas en el Evangelio, fue el publicano,
no el fariseo, quién «bajó a su casa justifica- do» (Lc 18,13-14). ¿Asumimos, entonces, que cuando se marchó, ignoraba
completamente el éxito de su oración? En cuanto a esta cuestión, con sarcasmo
y buen humor, el dominico Vincent
McNabb comenta: «El publicano no
sabía que estaba justificado. Si le hubieras pregunta- do, “¿sabes orar?”, habría contestado, “no, no sé orar”. Estaba pensando en preguntarle al fariseo.
Él parece sa- berlo todo al
respecto. Lo único que podría decir yo, es que
he sido un pecador. Mi pasado es tan atroz. No pue- do imaginarme rezando. Se me da mejor robar»
3.
Ninguna oración de
un pecador en el Nuevo Testa- mento tiene mayor impacto
que la súplica completamen- te conmovedora del buen ladrón en el monte Calvario:
«Jesús, acuérdate de mí cuando
llegues a tu reino» (Lc 23,42). La
respuesta de Jesús es tan veloz, tan inespe-
rada, que debió atravesar al hombre con una esperan-
za salvaje, maravillosa: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). En la
gran tradición espiritual, se pueden
encontrar muchas oraciones simi- lares
a esta plegaria atrevida hecha por el buen ladrón, oraciones nacidas de la necesidad y la desesperación pero que, sin darse cuenta,
los autores —los pecadores y
2 Castillo interior, 7, 14, en SANTA TERESA DE JESÚS,
Obras com- pletas (BAC,
Madrid 92023) 577.
3 V. MCNABB, The Craft of Prayer (Burns Oates, Londres 1935)
77.
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Introducción 5
«ladrones» de este mundo—
capturan y roban el corazón
de Jesucristo.
De todos los
ejemplos que he leído a lo largo de los años
sobre pecadores en oración, el más llamativo está compuesto por un monje anónimo de la iglesia primiti- va. Es una oración humilde, desnuda, una
oración que sin duda se podría describir como desesperación, pero, a
la vez, está llena de esperanza en la misericordia de Dios. Y es tan cándida, tan atrevida, tan conmovedora- mente honesta, que siempre me hace sonreír
al leerla. La súplica franca y urgente
de la oración es tan intensa y viva ahora como lo era entonces, hace
siglos, cuando fue compuesta.
Señor, lo quiera o no, sálvame. Barro
como soy, tiendo al pecado; pero tú,
que eres un Dios pode- roso,
impídemelo. Si solo tienes piedad del justo,
esto no tiene nada de grande, y que salves al puro no
tiene nada de sorprendente, pues ellos son dignos de recibir piedad. Maestro, envía tus misericordias admirables hacia mí que soy indigno, y en
esto mos- trarás tu filantropía 4.
Los cuatro
capítulos de este librito se centran en el trabajo de cuatro santos, dos hombres y
dos mujeres 5. Los cuatro son tremendamente venerados dentro de la Tradición, todos renombrados y reconocidos doctores
de la Iglesia. Sus escritos
son extraordinarios porque con-
4 Apophthegmata Patrum, N.582/15.118,
cf. en Apotegmas de los Padres del Desierto, ed.
D. Gude (BAC, Madrid 2017)
271.
5 A continuación,
aparecen los nombres y las fechas de los cua-
tro santos por orden de aparición en este texto: Agustín de Hipona: 354-430; Teresa de Ávila: 1515-1582;
Tomás de Aquino: 1225- 1274; Teresa de Lisieux: 1873-1897.
tienen la revelación de haber alcanzado un nivel pleno
de intimidad divina y amistad
con Dios. Pero no es menos extraordinario
la llamativa humildad y pobreza de es- píritu
con la que estos santos acuden a Dios de manera espontánea para pedir ayuda.
A menudo los encontramos en oración alzando la voz con la urgencia del anhelo y la
esperanza humilde e iluminada de pecadores como el buen ladrón y el publicano.
Los santos,
enseguida se percibe
claramente, son hu- manos
como nosotros. Por eso pueden aportar inmenso
ánimo y compasión a los que seguimos luchando contra la debilidad. Sin embargo, es imposible
pasar por alto el todavía constante
y llamativo desafío a nuestra medio- cridad
que supone la santidad tan extraordinaria de sus vidas. En su audaz entrega a Dios, colmada de oracio- nes, han permitido
que sus vidas sean transformadas por la gracia; y que
el esplendor, la fortaleza, el poder, y la belleza de Cristo, brille a través
de su debilidad humana.
CAPÍTULO I
AGUSTÍN DE HIPONA EN ORACIÓN
Y tú, Señor
Dios mío, escucha,
mira y ve, y compadécete y sáname;
tú, a cuyos ojos estoy hecho un problema 1
«Yo soy muy
aficionada a san Agustín», escribe Te- resa de Ávila en el Libro de la vida. La razón —la razón
principal— que ofrece
para justificar esta devoción es
«por haber sido pecador» 2. Es una declaración bastante asombrosa, pero Teresa procede
de inmediato a explicar:
«Hayaba yo mucho consuelo,
pareciéndome en ellos ha- bía de hallar
ayuda y que como los había el señor perdo-
nado, podía hacer a mí» 3.
Las Confesiones, la obra más célebre de
Agustín, re- vela con una franqueza
implacable la naturaleza de la debilidad,
el pecado, que plagaba al santo cuando era joven: «Del fango de mi concupiscencia carnal y del ma- nantial de la pubertad se levantaban como
unas nieblas que obscurecían y
ofuscaban mi corazón hasta no dis- cernir la serenidad de la dirección
de la tenebrosidad de
1 Confesiones, X,
33, 50: OCSA II, 398. [N. del ed.: Las citas
de las obras de san Agustín están tomadas de SAN
AGUSTÍN, Obras completas
(BAC, Madrid) (en adelante OCSA, número del volumen y páginas)].
2 Libro de la vida, 9, 7, en SANTA TERESA DE JESÚS,
Obras com- pletas (BAC,
Madrid 92023) 65.
3 Ibid.
la libídine. Uno y otro abrasaban y
arrastraban mi flaca edad por lo
abrupto de mis apetitos y me sumergían en un
mar de torpezas» 4.
Aunque Agustín
anhelaba liberarse de esta obsesión sexual,
aun así, solo la idea de privarse del placer feroz, la lujuria del que era preso, le daba pavor. Con una sin- ceridad
abrasadora, acude a Dios y exclama: «Tú, Señor, me trastocabas a mí mismo […] y
poniéndome delante de mi rostro para que viese cuán feo era, cuán defor- me y sucio […]. Mas yo, joven miserable,
sumamente miserable, había llegado a
pedirte en los comienzos de la misma
adolescencia la castidad, diciéndote: “Dame la
castidad y continencia, pero no ahora”, pues temía que me escucharas pronto
y me sanaras presto de la enferme-
dad de mi concupiscencia, que entonces más quería yo saciar que
extinguir» 5.
Hasta el mismo
momento de su conversión, Agustín se encuentra
en un tumulto de indecisión: «Así enfermaba yo y me atormentaba, acusándome a mí mismo más dura- mente que de costumbre, mucho y
queriéndolo, y revol- viéndome
sobre mis ligaduras, para ver si rompía aquello
poco que me tenía prisionero, pero que al fin me tenía […] llenándome de mayor horror a medida que
me iba acer- cando al momento en que
debía mudarme»6. Entonces, unos momentos
más tarde, desde una casa cercana, Agus- tín escucha «una voz, como de niño o niña» repitiendo un canto sencillo:
«Toma y lee, toma y lee». Decide interpre- tar el canto como una llamada divina
y coge su «libro de la Escritura». El primer pasaje en el que posa su mirada lo
4 Confesiones,
II, 2, 2: OCSA II, 48.
5 Ibid., VIII, 7, 16.17:
OCSA II, 280-281.
6 Confesiones, VIII, 11, 25: ibid., 290-291.
golpea como un rayo: «No en comilonas y embriagueces, no en lechos
y en liviandades, no en contiendas y emula- ciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cui- déis de la carne con demasiados deseos»
(Rom 13,13)7. De repente, Agustín es
atravesado por la gracia, su mente liberada de toda duda, su corazón inundado por una nueva y radiante «luz de seguridad»8.
Las Confesiones, compuesta entre 397 y 401,
es una única obra que consta de
trece libros. El título se refiere tanto a una confesión de pecados como a la confesión de alabanza,
una declaración de confianza y fe en el Dios
vivo. Nunca antes en la historia había aparecido ningu- na obra de esta índole. Deja al
descubierto el corazón interior de un
hombre en particular en su búsqueda de Dios, pero no es meramente una obra autobiográfica. De hecho, desde la primera página hasta la última, es más bien una meditación dirigida
directamente a Dios.
¿Cómo hemos de explicar este
fenómeno? ¿A qué de- bemos esta nueva
forma dinámica de biografía personal salpicada
tan inusitadamente, tan inesperadamente, de oraciones?
1.
El descubrimiento de los salmos
Cómo
me inflamaba en ti
con
ellos [salmos] y me encendía9
Los salmos
impactaron a Agustín por primera vez cuando se encontraba en Cassiciacum. Un salmo en
7 Ibid., 12, 25: ibid., 178.
8 Ibid.
9 Ibid., IX, 4, 8: ibid., 308.
particular, Salmo 4, captó la
atención del joven conver- so. La oración comienza:
«Escúchame cuando te invoco, Dios de mi justicia […] ten piedad de mí
y escucha mi oración». Al leer estas palabras
ante la presencia de Dios, Agustín fue profundamente sacudido: «Me
horroricé de temor y a la vez me
enardecí de esperanza y gozo en tu misericordia, ¡oh Padre!» 10. A partir de
entonces, Agus- tín se convirtió en un lector apasionado de los salmos,
y por esa razón se encuentran citadas una y otra vez en las Confesiones: «¡Qué voces, sí, te daba en aquellos
sal- mos y cómo me inflamaba
en ti con ellos y me encendía en
deseos de recitarlos, si me fuera posible, al mundo entero» 11.
Con el paso del
tiempo, este deseo tomó la forma de un
comentario extraordinario de los salmos, las Enarra- ciones. Agustín trabajó en la exégesis durante
casi trein- ta años. Es su obra más extensa y
completa con creces. Al igual que las Confesiones, contiene muchas oraciones
memorables de Agustín. Pero contiene
también un tesoro de sabiduría que no se encuentra en las Confesiones, en concreto, una serie de enseñanzas profundas sobre el rezo casi
sin parangón en la tradición. Agustín, impactado
por una frase breve de Salmo
50: «Enseñaré a los malvados tus caminos»,
exclama de inmediato: «Yo, malvado, en- señaré a los malvados,
sí, yo que también fui malvado, y que ahora ya no lo soy» 12.
De innumerables maneras, Agustín vio su propia vida reflejada en los salmos e incitaba a los demás para que hicieran el mismo descubrimiento. Ante una reflexión
del
10 Confesiones,
VIII, 4, 9: ibid.,
309.
11 Ibid., 4, 8: ibid., 308.
12 Salmo 50,
18: OCSA XX, 646.
Salmo 123, por ejemplo, escribió:
«Oíd como si os oye- seis a vosotros mismos,
oíd como si os contemplaseis en el espejo de las Escrituras»13.
El modo intenso y
agitado que tienen los salmos de pasar de un nivel
de discurso a otro y la forma que tienen
de dotar de nombres y explorar los temores humanos, las alegrías, las lamentaciones y ansias,
encontró un eco fuerte e inmediato
en el alma del joven Agustín. Tras volcarse
en un salmo tras otro, empezó a sentirse re-
conocido, interpretado, comprendido. Es más, descubrió
que leer los salmos, orar los salmos, era transformador, no solo porque elevaba su mente a nuevos
niveles de entendimiento, sino que
también curaba algunas de las heridas
más profundas de su corazón. Por eso, en su comentario del Salmo 30, ofrece el siguiente consejo:
«Si el salmo ora, orad; si el salmo
gime, gemid; si se congratula,
alegraos; si espera, esperad; si teme, temed.
Porque todo lo que aquí está escrito es como un espejo para nosotros» 14.
Agustín estaba
convencido de que la voz que escu- chamos en los salmos
no es solo la del salmista; también,
en ocasiones, es la de Jesucristo: «Ora por nosotros como sacerdote
nuestro; ora en nosotros en cuanto cabeza nues- tra, y nosotros
oramos a él como Dios nuestro. Reconoz-
camos, pues, también en él nuestras propias voces y la suya en
nosotros» 15. Los salmos, de manera progresiva, deben impactarnos en todos los
niveles de nuestro ser. Agustín
declara: «No cante tu voz únicamente las alaban- zas de Dios, sino que tus obras concuerden con ella»16, de
13 Salmo 123, 3: OCSA XXII, 290.
14 Salmo 30, sermón
3, 1: OCSA XIX, 409.
15 Salmo 85, 1:
OCSA XXI, 216.
16 Salmo 146, 2: OCSA XXII, 800.
nuevo, de igual modo, comenta: «¿Quieres
que sea grata la alabanza
a tu Dios? No interrumpan las malas costum-
bres tus buenos cánticos» 17.
2. Una voz de ánimo
Sea tu médico, el que asumió tus heridas por ti 18
A menudo la carga
de culpabilidad que sienten los pecadores
es tan pesada que creen que será imposible que
Dios les perdone tantas faltas. Agustín, basándose en su propia experiencia, se identificaba perfectamente con este sentimiento. Por eso se toma la
molestia de ci- tar estas líneas del
Salmo 33: «Entonces acércate a él y quedarás radiante, y tu rostro
no se avergonzará» 19. Pero al oír esta afirmación, Agustín supone que
seguramente el pecador aún no creerá que Dios pueda
perdonarle. De ahí el diálogo que sigue:
—¿Cómo me acerco a él? Estoy cargado
de tantas maldades, de tantos
pecados, mi conciencia me acu- sa
de tantos delitos, ¿cómo tendré el atrevimiento de acercarme a Dios?
—¿Cómo? Si te humillas y haces penitencia.
—Pero yo, dices, me avergüenzo de hacer penitencia.
—Entonces acércate a él y quedarás radiante, y tu ros- tro no se avergonzará. […] Grita tú, pobre, y el Señor
te escuchará 20.
17 Salmo 146, 3: ibid., 802.
18 Salmo 42, 7:
OCSA XX, 394.
19 Salmo 33, sermón 2, 11: OCSA XIX, 35.
20 Ibid., 35-36.
De nuevo, en otro
lugar, Agustín nos permite escu- char la voz del pecador atormentado. Cita primero la sú- plica del Salmo 130: «Desde lo hondo a ti
grito, Señor; Señor escucha
mi voz». Agustín
escribe: «¿Desde dónde
clama? Del profundo. ¿Quién clama? El pecador, ¿Con qué esperanza clama? Con esperanza firme, porque el que vino a perdonar los pecados, dio
esperanza al pecador colocado en el abismo» 21. Pero para que
una fe tan tre- menda penetre
profundamente en el torrente sanguíneo
y prenda fuego al corazón, hace falta tiempo.
Así podemos razonar
las vueltas que daba en el diálogo
dramático que, en ocasiones como esta, pueden darse en
la mente del pecador:
—¿Pero es que tienes la osadía,
pecador infame, de pedirle algo a
Dios? ¿Tienes la osadía de esperar contemplar a Dios, hombre débil y de sucio co- razón?
—Claro que la tengo —dice—, no por
mis méritos personales, sino basado
en la dulzura del Señor; no por
fanfarronería propia, sino por la garantía que él me brinda 22.
El periodo
inmediatamente después de la conver- sión
es uno de bendición y alegría manifiesta. El in- dividuo descubre que, con la ayuda de Dios, él o ella puede empezar a vivir la vida con virtud,
y eso conlle- va una gran sensación
de bienestar. Pero en ocasiones esta nueva ligereza de espíritu podría ser socavada
por la autocomplacencia o la presunción. Agustín
escribe:
«Y después de la penitencia, cuando ya haya comenzado
21 Salmo 129, 2: OCSA XXII, 400.
22 Salmo 26, 2, 10:
OCSA XIX, 310.
a vivir correctamente, aún tiene que
pensar en no atri- buirse las buenas
obras, sino en dar gracias a aquel por cuya gracia llegó a vivir bien, puesto que él lo llamó y lo iluminó» 23. Necesita, en otras palabras, ser humilde, no
soberbio. Mas es a los «párvulos» 24,
anota Agustín en su comentario al Salmo 118, a quien
Dios imparte su «luz y entendimiento». «¿Quién es el
párvulo?» pre- gunta Agustín; y responde: «El humilde y
débil» 25, es decir, las personas que son pobres en espíritu como el publicano, no soberbios como el fariseo.
A estas alturas de
su comentario, Agustín empieza a recordarnos —es asombroso desvelarlo— a santa Teresa
de Lisieux. Con esto en mente, lo escuchamos afirmar:
«Pero, no pudiendo hacer cosas
fuertes el débil, ni gran- des el
pequeño, abrió su boca, confesando que él por sí mismo no las haría, y aspiró para hacerlas. Abrió
su boca […] bebió el Espíritu bueno para cumplir
el mandamien- to […] que no podía cumplir
por sí mismo» 26. Según explica Agustín, el objetivo
paradójico de este proceso
—la esperanza del Evangelio— es
«hacerte, de grande, pequeño», o sea,
de una persona arrogante y auto justi- ficante, a alguien realmente humilde y pobre de espíritu. Es en base a aquella
visión que Agustín,
con confian- za teresiana, puede declarar con audacia:
«Sean todos pequeños» 27.
Lo que llega a ser casi obsesión en la obra de Agustín
es el tema del anhelo. Nos incita a pensar en lo podero- sos que son nuestros deseos.
«Hay quienes tienen
sed,
23 Salmo 93,
15: OCSA XXI, 455.
24 N. del T.: «pequeños».
25 Salmo 118, 27, 3:
OCSA XXII, 172.
26 Ibid., 27, 4: ibid., 173-174.
27 Ibid., 118, 27, 3: ibid., 174.
pero
no de Dios. […] Ved cuántos deseos
se albergan en los corazones
de los hombres […] el deseo hace arder a todos los hombres». Sin embargo, añade:
«Pero ape- nas se halla uno quien
diga: “Mi alma ha tendido sed de ti”» 28. Orar, más que cualquier otra
cosa, nos da alas para abandonar
el mundo de distracciones superficiales, des-
cender hasta la raíz del anhelo, y allí comenzar a «gozar de la dulzura del Señor»
(Sal 27,4). Agustín
escribe estas palabras iluminadoras: «Si quieres ser
amador de Dios, quiérelo suspirando por él sincera,
profunda y castamen-
te; ámalo, arde en deseos de él y suspira por él, pues no hay nada más gozoso, nada mejor, nada más
alegre y más duradero que él. ¿Hay algo que dure más que lo que es eterno?» 29. En todas la obras de
Agustín, quizá la des- cripción
del enamoramiento de Dios más conmovedora,
la más cautivadora, son estas líneas del Libro X de las Confesiones:
«¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan
nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te andaba buscando; y deforme como era, me lanzaba sobre las bellezas
de tus criaturas. Tú estabas
conmigo, pero yo no estaba contigo. Me re- tenían
alejado de ti aquellas realidades que, si no estu- viesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y
ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu
fragancia y respiré, y ya suspiro por
ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz»
30.
28 Salmo 62, 5:
OCSA XXI, 56.
29 Salmo 85, 8: ibid., 851.
30 Confesiones,
X, 27, 38: OCSA II, 385.
3.
La conversión continua de Agustín
¡Cuántos deleites ilícitos conmueven el corazón!31
El décimo libro de
las Confesiones que contiene el célebre pasaje «¡Tarde te amé!», también
contiene otras oraciones no menos
elocuentes de la alegría recién des- cubierta
que Agustín siente ahora al contemplar a Dios.
Leemos, por ejemplo:
«Algunas veces me introduces en un afecto muy inusitado, en una no sé
qué dulzura interior, que si se completase en mí, no sé ya qué será lo
que no es esta vida» 32. Aquí, la historia extraordi- naria de la odisea de Agustín hacia Dios,
parece haber llegado por fin a una
conclusión serena y feliz. Por la gracia
de Dios, el gran pecador se ha convertido en un gran santo. El hombre que antes estaba tremendamente afligido por la tentación sensual y la
debilidad humana, ahora se encuentra
en la luz y la alegría de la presencia de Dios.
Ciertamente, es
una imagen positiva y feliz, y una imagen
verdadera hasta donde llega. Pero de ninguna
manera alcanza la historia entera. Porque, inmediata- mente después de hablar de su experiencia
contemplati- va de «gozo interior», Agustín
escribe: «Pero con el peso
de mis miserias vuelvo a caer en estas cosas terrenas y a ser reabsorbido por las cosas
acostumbradas, quedando cautivo en
ellas. Mucho lloro, pero mucho más soy de- tenido por ellas.
¡Tanto es el poder de la costumbre!» 33. Al
reflexionar sobre la experiencia post conversión de Agustín, el papa Benedicto XVI, sin duda teniendo pre-
31 Salmo 146, 6: OCSA XXII, 806.
32 Confesiones,
X, 40, 65: OCSA II, 414.
33 Ibid.
sente pasajes como el citado, hace una observación agu- da y reveladora:
San Agustín, en el momento de su
conversión, pen- saba que ya había
llegado a la cumbre de la vida con Dios
[…]. Luego comprendió que también el cami- no
posterior a la conversión sigue siendo un camino de conversión 34.
Lo que Agustín descubrió en su madurez, fue que, en la lucha diaria por seguir a Cristo,
debemos aprender a
aceptar nuestra fragilidad,
permaneciendo en el ca- mino,
siguiendo adelante sin rendirnos […] convir-
tiéndonos constantemente 35.
Cuando
en una ocasión invitaron
a Agustín a dar una serie de charlas en Cartago, su público debió
de quedarse atónito al oír al gran y renombrado obispo
declarar: Aquí fue donde viví mal, lo confieso; y así
como me gozo en la gracia
de Dios, ¿qué voy a decir de mis pecados
pasa- dos? ¿Me duelo de
ellos? Lo haría si todavía estuviese en
ellos». Responde él mismo de inmediato: «¡Ojalá no hubiera jamás estado en tal situación! […] Hay todavía cosas que censurar en mí. […] Tengo que
esforzarme mucho para controlar mis
pensamientos, luchando con- tra las malas inclinaciones que me vienen»36.
Según Agustín,
todo ser humano, incluso los gran- des
santos, aunque no caiga ante la incitación del pe- cado grave, experimenta, no obstante, lo que llama
34 BENEDICTO XVI, Encuentro con los seminaristas en la visita
al Seminario Mayor Romano (17-2-2007).
35 Ibid.
36 Salmo 36,
sermón 3, 19: OCSA XX, 206.
«deseos del pecado»
37. Y por eso no rehúsa declarar:
«También los que andan en los caminos del Señor
di- cen: “Perdónanos nuestras
deudas”» 38. Por consiguien- te, tanto al santo como al pecador,
Agustín se atreve
a decir: eres humano: «Seas
quien seas, eres hombre; aunque seas
justo, eres hombre; aunque seas seglar, o monje,
o clérigo, u obispo, o apóstol, hombre eres. Es- cucha la voz de un apóstol: Si
decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos.
¿Quién dijo esto? Aquel,
aquel, aquel Juan, el evangelista, a quien
el Señor amaba más que a los otros, el que repo- saba en su pecho (cf. Jn 21,20); aquel se expresa así: Si decimos.
No escribió: «Si decís que no tenéis pecado», sino: Si decimos que no
tenemos pecado, nos engaña- mos a
nosotros mismos y la verdad no está en nosotros (1 Jn 1,8). Se asoció en la culpa, para hallarse asociado también en el perdón 39.
Con respecto a la
cuestión de aquellos pecados in- voluntarios que, en palabras
de John Henry
Newman,
«surgen de nuestros antiguos
hábitos pecaminosos», Newman comenta de una forma cándida y directa, digna
de Agustín:
No
podemos librarnos del pecado cuando quisié- ramos; aunque nos arrepintamos, aunque
Dios nos perdone, el pecado aún mantiene su poder sobre
nuestras almas, en nuestros hábitos,
y en nuestra memoria. Ha
dado color a nuestros pensamientos, palabras, y obras; y aunque, con mucho esfuerzo,
37 Salmo 118, sermón 3, 1: OCSA
XXII, 24.
38 Ibid.,
3, 2: ibid., 25.
39 Sermón 114, 4: OCSA
X, 1047-1048.
quisiéramos purgarnos del pecado, aún
no es posi- ble sino de manera progresiva 40.
La lucha por la
santidad de la vida, la pureza de la vida,
de ninguna manera es disminuida por esta obser- vación sincera y sensata. Mientras
nos enfrentamos a las pruebas y luchas de la vida espiritual,
ambos santos nos instan a no
quedarnos paralizados de miedo ante la idea de
nuestra debilidad humana. El verso «¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me turbas» suscita
el siguiente comentario de Agustín: «¿Por qué estás temerosa por tus pecados,
ya que no puedes evitarlos todos?» 41. Entonces cita la línea, «espera
en el Señor, que voy a alabarlo»
y declara que «estas palabras sanan algunas cosas» y, con el tiempo, el pecado que queda, «lo
purifica una fiel confesión» 42.
Pasajes como este
en los escritos de san Agustín son indudablemente
útiles y alentadores, pero es el testimo- nio
de su vida lo que aporta la mayor esperanza al pe- cador que se esfuerza. Y la esperanza es precisamente por lo que rezaba Agustín con tanta
frecuencia y de una manera tan
conmovedora: «¡Oh, Dios y Señor nuestro! Esperemos al abrigo de tus alas y protégenos y llévanos. Tú llevarás, sí. Tú llevarás a los
pequeñuelos, y hasta que sean
ancianos tú los llevarás, porque nuestra firme- za, cuando eres tú, entonces es firmeza; mas cuando es nuestra, entonces es debilidad. Nuestro
bien vive siempre
contigo, y así, cuando nos apartamos de él, nos perver-
40 JOHN HENRY NEWMAN,
«Sins of Infirmity», Sermon 15, 2, en Parochial
and Plain Sermons,
5 (Longman, Green and Co., Londres 1891) 212-223.
41 Salmo 42, 7: OCSA XX, 393-394.
42 Ibid.
timos. Volvamos ya, Señor, para que
no nos apartemos, porque en ti vive sin ningún defecto
nuestro bien» 43.
En este breve
capítulo, hemos podido abordar solo uno
o dos de los temas en la obra de san Agustín. Pero la voz del santo, aunque nos llega desde un mundo del pasado lejano, nos habla con una honestidad tan osada y con tal peso de experiencia, que aún
hoy conlleva un mensaje iluminado
y eminentemente práctico
para todos los que intentamos orar y seguir el
camino del Evange- lio. El papa Benedicto
observó: «Cuando leo los escritos
de san Agustín, no tengo la impresión de que se trate de un hombre que murió hace más o menos mil
seiscientos años, sino que lo siento como un hombre
de hoy: un ami- go, un contemporáneo que me habla, que
nos habla con su fe lozana y actual» 44. Agustín de Hipona no es solo un gran autor; es un vivo testigo
de lo que enseña y predica. Por eso, con una fuerza y elocuencia sin
igual en la Tra- dición, es capaz
de alertar tanto santos como pecadores de
lo que el papa Benedicto llama la gracia humilde y necesaria de «la actualidad permanente de su fe» 45.
43 Confesiones, IV, 16, 31: OCSA II, 133.
44 BENEDICTO XVI, Audiencia general (16-1-2008).
45 ÍD., Encuentro
con los seminaristas en la visita al Seminario Mayor Romano (17-2-2007).
CAPÍTULO II
TERESA DE ÁVILA EN ORACIÓN
Recuperad, Dios
mío, el
tiempo perdido
con darme gracia
en el presente1
1. Un retrato de la santa
A lo largo de los últimos cuatrocientos
años, artistas, historiadores, y
teólogos han intentado producir —bien con palabras
o a través del arte—
un retrato de santa Te- resa
de Ávila. Uno de los retratos fue completado du- rante la vida de Teresa.
El artista, un pintor concienzudo bastante mediocre, era un fraile italiano que se llamaba Juan de la Miseria. Encontramos la ejecución del cuadro descrito con detalle por el amigo
carmelita de Teresa, Jerónimo
Gracián: «Fraile Juan le dijo que posara con
cierto semblante en el rostro y la reñía cuando ya no po- día contener la risa y perdía la
expresión que él quería retratar» 2. El resultado, no
era de extrañar, fue decep- cionante. A pesar de los mayores esfuerzos de Juan por
1 Exclamaciones, 4,
3: 638. [N. del ed.: Las citas de las obras de
santa Teresa de Jesús están tomadas de SANTA TERESA DE JESÚS, Obras completas (BAC,
Madrid 92023), añadiendo
la página corres-
pondiente después de (:)].
2 JERÓNIMO GRACIÁN DE LA MADRE DE DIOS, La
peregrinación de Anastasio, cit.
en E. LORENZ, Teresa of Avila and Father Gracián: The Story of an Historic Friendship (Gracewing Publishing, Leominster 2012) 82.
pintar y los grandiosos esfuerzos de
Teresa por sentarse quieta, en la
opinión de Gracián, «el retrato no captaba el
encanto y la gracia natural en la expresión de la santa Madre». Teresa misma, cuando vio el cuadro, comentó con ingenio satírico
y exuberante: «Que Dios te perdone, fray Juan, primero
por hacerme padecer
tanto, y después
por pintarme tan fea y legañosa» 3.
Afortunadamente, a
lo largo de los siglos, solo unos pocos
esfuerzos de artistas y teólogos por retratar a Te- resa han terminado en una ejecución tan desafortunada como el cuadro del fraile Juan. A veces me pregunto, sin embargo,
si Teresa sería capaz de reconocerse a sí misma y
su obra en varios de los tomos eruditos y voluminosos que se han escrito sobre
su camino espiritual único. Pero en lugar de cargar toda la culpa a los
teólogos, hay que reconocer que
cualquier intento de definir la figura de Teresa y su obra por parte de los relatores está casi desti-
nado al fracaso. Tan distintivo, tan original es su espíritu,
carácter, personalidad, humor y santidad, que Teresa no se ajusta
a definición alguna.
Por la fuerza de su carácter, por la audacia
de su acti- vidad como fundadora, y por su excepcional habilidad
de escribir y hablar en
profundidad sobre el tema de la ora- ción,
Teresa dejaba asombrados a sus contemporáneos.
Pero no todos se dejaban impresionar. Lejos de celebrar su energía extraordinaria y talento, hubo ciertas personas
que se opusieron abiertamente a su labor y a sus ense- ñanzas. Insistían en que, como mujer, no
tenía ningún derecho a salir de la clausura, invocando como autoridad la declaración de san Pablo en la Primera Carta a los Corintios: a las mujeres
«no les está permitido hablar,
3
Ibid.
más bien, que se sometan como dice
incluso la ley» (1 Cor 14,34).
Teresa, preocupada por si de alguna manera
no estuviera desempeñando la voluntad de Dios, recurrió
a Dios en oración. La respuesta que recibió, a través de la revelación privada, la atravesó de
forma tan punzante y repentina como
una espada de doble filo: «Diles que no
se sigan por sola una parte de la Escritura, que miren otras, y que si podrán por ventura atarme
las manos» 4.
Siglos después de
su muerte, de alguna manera, Te- resa aún fue capaz de sorprender a la Iglesia
y al mundo. Antes del año 1970,
ninguna mujer había sido nombrada
doctora de la Iglesia. Por eso, en 1967, el apartado sobre
«Doctor de la Iglesia» en The New Catholic Encyclope- dia dice: «No es probable que
ninguna mujer sea nom- brada doctora
de la Iglesia por el vínculo que existe entre
este título y el magisterio de la Iglesia que está circuns- crita a
los varones» 5. Sin embargo, apenas tres años más tarde, el 27 de noviembre del 1970,
el papa Pablo VI in- cluyó a Teresa
entre los doctores de la Iglesia. Habló de
ella no solo como una profesora extraordinaria de «los secretos de la oración», sino también como
«escritora genial y fecunda, como maestra de vida espiritual, como contemplativa incomparable» 6. Si nos preguntamos cómo llegó Teresa a adquirir los «secretos» de la ora- ción en tanta profundidad, Pablo VI nos responde en una frase reveladora: «Ella tuvo el
privilegio y el mérito de conocer estos secretos
por vía de la experiencia» 7.
4 Cuentas de conciencia, 16: 601.
5 B. FORESHAW, «Doctor of the Church»,
en The New Catholic
Encyclopedia, 4 (Nueva
York 1967) 938-939.
6 PABLO VI, Homilía en la proclamación de Santa Teresa de Jesús
como Doctora de la Iglesia (27-9-1970).
7 Ibid.
Quizá la imagen
más icónica de Teresa es la célebre escultura
de san Gian Lorenzo Bernini. Erguido ante Tere- sa, mientras ella se desvanece en éxtasis, vemos
un ángel joven y brillante que sostiene en la mano derecha una fle- cha ardiente, la que suponemos que unos momentos antes había clavado profundamente en el corazón de la visiona- ria. Este encuentro dramático con el ángel se deriva de un episodio descrito por Teresa en el Libro de la vida. Cuan-
do por fin la flecha es extraída,
Teresa escribe: «Al sacarle, me parecía las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada
en amor grande de Dios»8. La Teresa que presenciamos aquí es la santa mística,
la seráfica, una mujer de oración tan agraciada con visiones y éxtasis
extraordinarias, que su relato de estos sucesos
deja a sus lectores sin aliento del asombro. Pero la obra de Teresa —sus escritos— revelan también
a otra Teresa, una figura tan humilde,
tan huma- na, tan falible a veces en sus esfuerzos
tempranos para concentrarse en
momentos de oración, que es difícil dar crédito
al hecho de que sean una misma persona. Aquí nos centraremos en esta Teresa
de su etapa temprana.
2. Un método humilde de oración para mentes rebeldes
Mas
de lo que querría tratar y dar algún remedio, si el Señor quisiese
acertase […] es esto, hay unas almas
y entendimientos tan desbaratos como unos caballos
desbocados9
La joven Teresa
disponía de una cantidad tremenda de información sobre el tema de la oración. Pasaron
8 Libro de la vida, 30, 13: 158.
9 Camino de perfección (Códice de Valladolid), 19, 2: 311.
varios años, sin embargo,
antes de que llegara a dar- se cuenta de cuál sería, para ella, la
mejor manera de avanzar. Al escribir Camino de perfección señala que
«para entendimientos concertados y almas que están ejercitadas y pueden estar consigo
mesmas, hay tantos libros escritos
y tan buenos» 10. Pero la mente de san- ta Teresa no era de esa índole o carácter. Ella escribe:
«Pasé muchos años por este trabajo de
no poder sosegar el pensamiento en
una cosa —y es lo muy grande—» 11. Lejos de ser tranquila y metódica al
abordar la oración, Teresa era una de
aquellas personas cuyas mentes esta- ban
«tan desbaratadas como unos caballos desbocados que no hay quien los haga parar: ya van aquí, ya van allí, siempre con desasosiego» 12.
Incluso dice que ocu- rre «en tanto
extremo que, si quieren detenerle a pensar en
Dios, se les va a mil vanidades y escrúpulos y dudas en la fe» 13.
El método de
oración que con el tiempo desarrolló Teresa para ayudar a encaminar la mente distraída a cen- trarse en Dios, implica dos cosas:
primero recitar una oración vocal
como el Padrenuestro; segundo, la
prác- tica de la presencia de Dios.
Ella escribe: «Tenía este modo de
oración: que, como no podía discurrir con el
entendimiento, procurava representar a Cristo dentro de mí, y hallávame mijor −a mi parecer− de
las partes a donde le vía más solo» 14. Apoyándose en conocimien- tos a partir de su propia
experiencia, Teresa ofrece el si- guiente consejo:
«Si hablare, procurar
acordarse que hay
10 Ibid., 19, 1: ibid.
11 Ibid., 26, 2:
341.
12 Ibid., 19,
2: 311-312.
13 Ibid., 17, 3: 303-304.
14 Libro de la vida,
9, 4: 64.
con quien hable dentro de sí mesmo;
si oyere, acordarse que ha de oír a quien más cerca le habla» 15.
Claro, nada de
esto será fácil al principio, ni mucho menos.
Pero no impide que Teresa declare: «Por eso,
hermanas, por amor del Señor, os acostumbréis a rezar con este recogimiento el Paternóster y
veréis la ganan- cia antes de mucho tiempo» 16. De igual
modo: «Sólo os ruego lo
provéis, aunque os sea algún travajo, que todo
lo que no está en costumbre le da más. Mas yo os asi- guro que antes de mucho os sea gran
consuelo entender que sin cansaros a buscar adonde está este santo Padre a quien pedís, le halléis dentro de vos» 17.
3.
Recuperando el tiempo perdido
Pues si a cosa tan ruin como
yo tanto tiempo sufrió el Señor […]
¿qué persona, por malo que sea, podrá temer? 18
El camino de Teresa hacia Dios está marcado
por una serie de maravillas casi inimaginables, veloces
vuelos de éxtasis,
espacios de quietud
y silencio, visiones
de belle- za sublime, heridas de dolor y alegría
extáticas. Con el paso de los años,
académicos y autores han reflexiona- do
sobre los pasos y las etapas de este elevado camino místico y han ofrecido percepciones que iluminan y sir- ven de ayuda. Pero aquí, nuestro
objetivo inmediato se centra en algo más humilde, más básico, en concreto, en
15 Camino de perfección (Códice de Valladolid), 29, 8: 358.
16 Ibid. (Códice de El Escorial), 50, 2: 357.
17 Ibid.
18 Libro de la vida,
8, 8: 62.
descubrir los consejos prácticos que
Teresa ofrece al individuo
desalentado a quien la tarea de oración le re-
sulta difícil e ingrato.
Cuando era una joven monja, lo que más desazón le provocaba era la hora de la
meditación: «Muy mu- chas veces,
algunos años, ¡tenía más cuenta con desear se
acabase la hora que tenía por mí de estar, y escuchar cuando dava el relox,
que no en otras cosas
buenas» 19. Es más, tan profunda
era la tristeza que sentía
«entrando en el oratorio» que tenía que reunir «todo su ánimo»
para pasar por la puerta. Lo
que hacía que la tarea fuera tan difícil
no era el simple reto de mantenerse concentrada en la oración, sino su dolorida consciencia de la persis- tencia de ciertos
pecados en su vida. ¿Cómo se atrevía
a aparecer ante la presencia de Aquel a quién ella sentía que traicionaba constantemente? Teresa
escribe: «Digo ánimo, porque
no sé yo para qué cosa, de cuantas hay en él, es menester mayor que tratar traición
a el rey y saber que lo sabe y nunca se le quitar de delante» 20.
Teresa reconoce
que durante más de «dieciocho años», esta situación
permanecía sin resolver:
«Pues para lo que he tanto contado
esto es para que se entienda el gran bien que hace Dios a un alma que la dispone para tener oración
con voluntad, aunque no esté tan dispuesta
como es menester […] por pecados y tentaciones y caí- das de mil maneras […] en fin, tengo por cierto la saca el Señor
a puerto de salvación, como, a lo que ahora pare- ce, me ha sacado a mí. Plega a Su Majestad no me torne yo a
perder» 21.
19 Ibid., 8, 7: 62.
20 Ibid., 8, 2: 60
21 Ibid., 8, 4: 60.
Cuando Teresa mira
las numerosas oportunidades que le
fueron otorgadas en el pasado y reflexiona sobre los años desperdiciados intentando evitar la presencia de Aquel que la buscaba,
lo que la impacta con más contun-
dencia es la realidad de la paciencia de Dios: «¡Oh bon- dad infinita de mi Dios! [...] ¡Cuán cierto es sufrír por vos a quein no os sufre que estéis con él! ¡Oh qué buen amigo hacéis,
Señor mío, cuando le vais regalando y sufriendo y esperais
aque se haga a vuestra
condición, y tan de mien- tras le sufris vos la suya! Tomáis
en cuenta, mi Señor, los ratos que os quiere y con un punto de
arrepentimiento olvidais lo que os ha
ofendido. He visto esto claro por mí, y no veo, Criador mío, por qué el mundo
entero no se procure llegar
a vos por esta particular amistad»22.
Los favores
místicos y las consolaciones que recibió Teresa,
fueron, entre otras cosas, los sucesos que más la dieron a conocer, Los favores místicos y las consolacio- nes que recibió Teresa, fueron, entre
otras cosas, los su- cesos que más la dieron a conocer, y no era, por sus prin- cipios, escéptica de tales fenómenos. Al
contrario, ella creía que este tipo
de favores habían fortalecido su fe y amistad con Dios. Pero Teresa jamás cometió el error de equiparar tales fenómenos con la realidad
de la verdade- ra unión con
Dios. Teresa escribe: «No está el amor de Dios
en tener lágrimas, ni estos gustos y ternuras, que por la mayor parte los deseamos y consolámonos con ellos, sino en servir con justicia y
fortaleza de ánimo y humildad» 23. En esta vida, pocos cristianos creyentes experimentarán los favores extraordinarios tan vívida-
22 La vida de la Santa Madre Teresa de Jesús…
escrita por ella misma, 8, en Escritos de Santa
Teresa, I (M. Rivadeneyra, Madrid 1861)
39.
23 La vida de la Santa Madre Teresa
de Jesús…, 11, en ibid., 45.
mente descritos por Teresa. Pero, con
respecto a experi- mentar en la fe las vivas aguas de oración, en cuanto a la verdadera unión contemplativa con Dios, Teresa
declara gozosa: «Mirad que convida el Señor a
todos» 24. En el fondo, para Teresa
la oración es algo muy sencillo «por- que
no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tartar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos
nos ama» 25.
Quienes deseen
crecer en oración y contemplación deben,
según el entendimiento de Teresa, convertir sus vidas a los estándares del Evangelio en la mayor medi- da posible. Dirigiéndose a sus compañeros
de contem- plación, escribe en El castillo interior: «Es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y
contemplar; porque si no procuráis
virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis
enanas» 26. Sin embargo,
esto no implica que hasta no convertir sus vidas plenamente, deberían ser desanimados hacia la oración.
No, todo lo contrario, tal como llegó
a comprender Teresa con el paso del tiempo. Cuando era una joven monja, desmora- lizada
en un momento dado por la persistencia de ciertos pecados en su vida, decidió dejar de orar
completamen- te hasta que pudiera
controlar su debilidad: «Nunca yo pensava,
dejava de estar determinada de tornar a la ora- ción; mas esperava a estar muy limpia de pecados. ¡Oh, qué mal encaminada iva en esta esperanza!
Hasta el día del juicio
me la librava el demonio,
para de allí llevarme a el infierno» 27.
24 Camino de perfección (Códice de Valladolid), 19, 15: 319.
25 La vida de la Santa Madre Teresa de Jesús…, 8, en Escritos de Santa
Teresa, I, 39.
26 Castillo interior, 7, 10: 580.
27 Libro de la vida, 19, 11: 106.
Teresa buscó
consejo de un fraile dominico, Vicente Barrón,
quien la incentivó enérgicamente a que conti-
nuara la oración y siguiera recibiendo la Eucaristía. «Él me despertó de este ensueño», escribe
Teresa, «y comen-
cé a tornar en mí» 28. Fue una lección que a Teresa
no se le olvidó nunca. Y eso,
sin lugar a duda, es la razón por la
que encontramos a Teresa, con tanta recurrencia en sus textos, instando a los que han vuelto a caer en el pecado
para que nunca abandonen la costumbre de rezar. Según
Teresa, nadie que ha empezado
a practicar la ora- ción,
debe desmoralizarse y pensar: «Si torno a ser malo, es peor ir adelante
con el ejercicio de ella».
Al contrario, insiste Teresa, la situación empeorará
mucho si se aban- dona la oración.
Sin embargo, si las personas mantienen la
fe en la costumbre de la oración, podrán estar seguros de que, con el tiempo, la oración les guiará de seguro «a puerto
de luz» 29.
En una ocasión,
mientras Teresa reflexionaba sobre su
vida pasada, se sintió conmovida a exclamar: «¡Oh, qué tarde se han
encendido mis deseos!» 30. Estaba me- ditando con arrepentimiento sobre cuánto
tiempo había tardado en volverse
hacia Dios, mientras que Dios, du- rante
tanto tiempo, había estado buscando capturar su atención. Sin embargo, a pesar de su dolorosa conscien- cia del «tiempo perdido» y a pesar del
hecho de que la gente suele decir
«que el tiempo perdido no se puede recuperar»,
Teresa, recordando a Cristo y la asombrosa fuerza
y de su compasión, se atreve a declarar: «Recu- perad, Dios mío, el tiempo perdido»
31. Y reza: «¡Oh, Se-
28 Libro de la vida,
19, 12: 107.
29 Ibid., 19, 4: 104.
30 Exclamaciones,
4, 1: 637.
31 Ibid., 4, 2: 638.
ñor! confieso
vuestro gran poder.
Si sois poderoso,
como lo sois, ¿qué hay imposible al que todo lo puede?».
Y de nuevo: «Quered Vos, Señor mío, quered, que aunque soy
32 Ibid.
33 Ibid.
CAPÍTULO III
TOMÁS DE AQUINO EN ORACIÓN
A ti, oh
Dios, fuente
de misericordia,
me acerco
yo como pecador1
1. Un teólogo de rodillas
Más conocido por sus exploraciones profundas y rigu- rosas en los campos de la filosofía y la teología, el
claro objetivo de santo Tomás de Aquino
como fraile predica-
dor era atraer a los demás a Cristo haciendo todo lo que estaba en sus manos para comunicar la sabiduría salvífica del Evangelio. De ninguna manera deseaba atraer atención hacia su persona. Por esto mismo, en sus
obras, evitaba meticulosamente el uso de la palabra
«yo». No obstante, en los textos que han perdurado de santo Tomás en ora- ción, detectamos que la palabra «yo» surge de sus labios de manera
natural. Al leer estas oraciones,
estas Piae preces, estamos
escuchando, o más bien escuchando de manera in- advertida, a su oración privada, la voz personal e individual de un santo en oración, un privilegio
nada despreciable.
A ti, oh Dios, fuente de misericordia, me acerco yo como pecador,
para que os dignéis lavar mis manchas.
1 «Piae preces»,
en Opuscula theologica. 1:
De re dogmatica et morali (Marietti, Roma 1954) 289.
Oh sol de justicia, ilumina a los ciegos. Oh sanador eterno, cuida de los heridos.
Oh Rey de reyes, vestid a este desnudo Oh mediador entre Dios y los hombres,
reconcilia a los culpables.
Oh Buen Pastor,
acoged a esta oveja descarriada Dad, Dios mío, perdón a los criminales,
Vida a los muertos,
Justificación al pecador,
y la unción de vuestra
gracia a los endurecidos de corazón2.
Para cualquiera que no haya tenido la oportunidad de leer algunas de estas oraciones
atribuidas al Doctor Angélico, estas
líneas de la Oratio pro peccatorum re- missione («Oración por la remisión de
los pecados») podrían resultar
sorprendentes. En ellas, Aquino no está escribiendo
desde su papel de filósofo brillante y astuto,
ni como un grandioso y célebre teólogo
dogmático; sino, más bien, está rezando humildemente por
los heridos, los ciegos, los
indigentes, los extraviados, los pecado- res,
y los duros de corazón. Y también está rezando por sí mismo, «me immundum», un hombre impuro. Pero
¿realmente será Tomás? ¿No es
renombrado de forma universal como un
gran santo? ¿No se distinguen los santos
de los pecadores por la santidad perfecta de sus vidas? Santidad, sí, Tomás estaría
de acuerdo, y «perfec- to», también, siempre
y cuando esto no implique
que sea
«todo-perfecto».
«En
cierta medida, todos albergamos pecado»,
de- clara Tomás en sus conferencias sobre el Evangelio
de
2 Ibid., 289.
Mateo 3. Y en otros
escritos, comenta: «Ha habido algu- nos
tan presuntuosos que afirman que podríamos vivir en este mundo y por nuestra propia voluntad, sin ayuda, evitar
el pecado. Sin embargo, este don solo ha sido otor- gado a Cristo, que poseía al Espíritu sin medida, y la Vir- gen
Sagrada que es llena de gracia y sin pecado conce- bida. […] A ningún otro santo ha sido otorgado
este don sin que incurriesen en el más mínimo pecado
venial» 4.
Generalmente,
desde la Baja Edad Media hasta el presente,
se ha aceptado que las oraciones atribuidas a
santo Tomás, las Piae preces, fueron
efectivamente es- critas por él. Por
ejemplo, A. D. Sertillanges sostiene que, sin lugar a duda, las preces han de catalogarse «bajo
la estimada autoría» de Aquino:
La profundidad y estructura de estos
escritos guar- dan una
correspondencia tan estrecha con la doctri- na,
estilo, y flujo natural del pensamiento tomista, que aquellos lectores más familiarizados con la obra de Aquino son los menos propensos a
dudar de su autoría 5.
Esta convicción
con respecto a la autoría de las pre- ces, se vio confirmada de forma
contundente con el des- cubrimiento en 1987 de dos oraciones atribuidas al santo
incluidas en la primera Vita S.
Thomae Aquinatis escrita por su contemporáneo Guillermo
de Tocco.
3 «From the
Lectures on St Matthew», en S. TUGWELL (ed.), Al- bert and Thomas: Selected
Writings (Nueva York 1988) 470-471.
4 «In orationem Dominicam videlicet
“Pater Noster” expositio,
n. 1082, en Opuscula theologica. 2: De re spirituali (Marietti, Roma 1954) 231.
5 Cf. A. D. SERTILLANGES, Prières de Saint Thomas d’Aquin
(E. Lapalme, París
1920) 8.
La primera de
estas oraciones, Adoro te devote, fue compuesta
por santo Tomás para asistir
en la meditación cuando
se arrodilla ante Cristo Jesús presente en la eucaris- tía6. Generalmente es reconocida como la oración más pro- funda y bella del santo. Comienza de la siguiente manera:
Adoro te devote, latens veritas,
te que
sub his formis vere latitas.
Tibi se cor meun totum subicit,
Quia te contemplans
totum deficit.
Adórote devotamente, oculta Deidad,
que bajo estas sagradas especies, te ocultas verdaderamente.
A ti mi corazón se somete totalmente,
Pues al contemplarte, se siente desfallecer por completo7.
Mientras medita
en oración sobre
el desafío y el mis- terio
de la fe, Tomás recuerda dos figuras humildes del Evangelio: primero, el buen ladrón
en la cruz y, segundo,
Tomás el Incrédulo. Al ser capaz,
como ellos, de dar voz a
una fe tanto de corazón como humilde, declara: «Pido lo que pidió el ladrón arrepentido». Luego se vuelve ha- cia el Señor encarnado, y lleno de
confianza meditada e inspirada,
declara: «Tus llagas no las veo, como las vio
Tomás; pero te confieso por Dios mío»8.
Lo impactante a lo
largo de esta oración, y aún más destacable en la sexta estrofa, es la voz personal y direc-
6 A
diferencia de los himnos eucarísticos de Aquino, Adoro te devote fue
compuesto como un poema, una oración privada, no como un himno. La música, que a menudo acompaña a la obra ac- tualmente, fue añadida siglos después.
7 CoNFERENCIA EPISCOPAL
ESPAÑOLA, Ritual de la sagrada
comu- nión y del culto a la eucaristía fuera de la misa, n. 217.
8 Ibid.
ta de anhelo. Tomás empieza la
estrofa evocando la his- toria mítica del pelícano
que, por haberse
auto lastimado para
alimentar a sus polluelos con su propia
sangre vital, llegó a simbolizar el amor sacrificial de Cristo en la cruz.
Inmediatamente llama la atención el anhelo manifiesto de Tomás por experimentar ese amor redentor de manera plena y personal. No conozco ninguna
declaración de fe más humilde y más
conmovedora de todos los escritos de Tomás:
Pie
pellicane, Jesu domine,
me
immundum munda tuo sanguine,
cuius
una stilla salvum facere,
totum
mundum posset omni scelere.
Piadoso pelícano, Jesús Señor,
límpiame a mí, inmundo,
con tu sangre;
una de cuyas gotas puede
limpiar
al mundo entero de todo
pecado9.
2.
Orar desde la necesidad
Lo que comparten
la estrofa citada, Adoro te devote, y las estrofas citadas anteriormente
de Oratio pro pec- catorum remissione, es que son plegarias, oraciones de peticiones humildes. Tales oraciones podrían
parecer po- bres en comparación con los relatos vívidos del éxtasis y arrobamiento que aparecen documentados en las vidas
y los escritos de los santos y místicos. Pero, para santo Tomás, la plegaria —la oración de
petición— está en el mismo corazón
de la oración cristiana, y eso es una ver-
9
Ibid.
dad constante a pesar de lo muy
profundo y místico que pueda
tornarse la oración.
Pero ¿qué hay de
las otras formas de oración cristia- na,
como la oración del silencio, la oración de alaban- za, y la oración de acción de gracias? Todas estas son formas genuinas de oración cristiana, pero
no consti- tuyen tan esencialmente
como la plegaria una parte de esta
vida de anhelo y necesidad. Podríamos afirmar que todas están arraigadas y fundamentadas en la súplica. Por consiguiente, incluso en la oración de
alabanza, por ejemplo, nos
encontramos con un reconocimiento im- plícito
de necesidad, es decir, encontramos en ella una oración de necesidad. Dios, el Objeto divino de ala- banza es, a la vez, el Sujeto, el Espíritu
que reza dentro de nosotros
y está intercediendo por nosotros
cuando no sabemos cómo orar o
cómo alabar. Solo con nues- tros
propios esfuerzos, nunca podremos esperar alabar adecuadamente a Aquel que es «más grande que toda alabanza»10. La verdad de
nuestra necesidad es así de profunda.
Con lo cual, santo Tomás, consciente no solo
del extraordinario privilegio y misterio de la oración, sino también de la pura humildad de
espíritu que re- quiere, llega a
declarar: «Conviene alabar a Dios por Dios»11.
Debido a que la
oración cristiana a menudo cobra la forma de pedir ayuda a Dios, se puede
caricaturizar como una forma de rezar
degradante, servil, una activi- dad que de alguna
manera menosprecia la dignidad de la persona
humana. Pero en ningún texto de sus plegarias,
10 Expresión de santo Tomás en su comentario al Sal 39,2; cf.
«In psalmos Davidis
exposition», en Opera omnia,
14, 300.
11 Ibid.
se percibe tan siquiera indicios de
esto. Tomemos, por ejemplo, la magnífica Concede mihi («Concédeme»), la segunda de las dos preces que incluyó Guillermo de Tocco en su Vita S. Thomae Aquinatis y que se atribuye al santo. La oración proviene de un hombre que pide un conocimiento de Dios cada vez más
profundo, y se per- cibe cierta
urgencia en la súplica. Pero Tomás, aunque dispuesto
a revelar su necesidad de gracia, se muestra
ante Dios con un sentido innegable de presencia y de carácter.
Los adjetivos que utiliza al intentar describir
a la persona en la que más quisiera convertirse, revelan la impresionante integridad de espíritu y carácter que, en
gran medida, ya posee: «vigilante, noble, recto, libre, invicto»12.
Concédeme, un corazón vigilante, que no se desvíe de ti,
un corazón
noble
que no se deje arrastrar
por las cosas terrenas; un corazón recto,
que no se incline ante las intenciones depravadas;
un corazón firme,
que no se quebrante ante ninguna tribulación; y un corazón libre,
que no se deje vencer por alguna pasión violenta13.
3. Rezar con confianza
Entre las gracias que pide Tomás a Dios, al final de
la oración
Concede mihi, está el don de la confianza:
12 «Piae preces: Concede mihi», en
Opuscula theologica, 1, 289.
13 Ibid.
«Concédeme, Señor Dios mío, […] una
perseverancia que espere confiada en
Ti, una confianza que al fin te alcance»14. Confianza: es la palabra que, quizás más que cualquier otra, saca a relucir el carácter distintivo de la oración de Aquino. En el Compendio de teología, señala:
«La confianza que un ser humano tiene en Dios
debe ser muy segura (certísima)»15. De igual modo, hablando
sobre la oración del Padrenuestro a una igle-
sia atestada de gente en Nápoles, declara: «De todas las cosas que se requieren de nosotros cuando
oramos, la confianza es de gran
utilidad»16. Entonces
añade: «Por eso […] Nuestro Señor, al
enseñarnos a orar, pone ante nosotros aquellas
cosas que nos dan confianza, como la bondad
amorosa de un padre, implícita en las pala- bras:
Padre Nuestro»17. El
Padrenuestro es descrito por Tomás
como «la oración más perfectísima»18. Es una oración
tan sencilla como profunda, y en gran medida,
una plegaria. De igual manera, según indica Tomás, lo es también la oración litúrgica de la misa
en sí. «En la misa, todo,
hasta la consagración del Cuerpo y la Sangre,
es “súplica”»19.
Como seres humanos
que somos, debido a la debili- dad, nos cuesta creer que somos verdaderamente amados
por Dios. Pero Cristo, como nuestro mediador, era ca- paz, según explica Tomás, «por la devoción
de la oración
14 Ibid.
15 Compendium
theologiae, en Opera omnia, 42, 195.
16 «In orationem Dominicam videlicet “Pater Noster” exposi-
tio», n. 1034, en Opuscula
theologica, 2, 223.
17 Ibid.
18 Suma de teología, II-II, q. 83,
a. 9.
19 «Super primam epistolam ad Timotheum lectura»,
c. 2, lect. 1, 56, en Super epistolas S. Pauli lectura, 2, 224.
para llegar a Dios y, por la
misericordia y la compa- sión, para
llegar a nosotros»20. En virtud de la Encar- nación, Cristo conocía íntimamente, «por
experiencia» propia, lo que era sentirse débil y tentado.
Tomás cita la Carta de los Hebreos para explicar:
«Él mismo se vio tentado por la debilidad. Por esto puede tener compasión
de las debilidades de los demás. Esta es la razón por la que el Señor permitió que Pedro cayera21.
En oración, si la
oración es honesta, lo que inevita- blemente queda
al descubierto es nuestra gran necesidad humana: nuestra miseria. Pero también se revela, y co- bra mucha mayor importancia, la misericordia, la piedad y la compasión amorosa de Dios. Digno de
mención, en este contexto, es el
detalle que destaca santo Tomás que arroja luz sobre la liturgia de la misa.
Pone en relieve
que los textos
usados con más frecuencia en la Misa son pre- cisamente los salmos compuestos por David (un hombre
«que obtuvo el perdón después de
pecar») y las cartas escritas por
Pablo (un hombre que igualmente «obtuvo misericordia»
«para que con estos ejemplos los pecado- res tengan esperanza»22.
Como hombre y
erudito de la oración, santo Tomás se dedicaba
plenamente a dos cosas: la contemplación de la
Palabra de Dios y la proclamación de la Buena Nue- va. Sus «alas» de contemplación, por usar una de sus propias metáforas, eran las de «una paloma»,
no las de
«un cuervo»23. Su vida de oración y estudio nunca fue-
20 «Super epistolam ad Hebraeos lectura», c. 5, lect. 1, en ibid.,
390.
21 Ibid.
22 «Prologue», 6, en Super epistolas S. Pauli lectura, 1,
2.
23 Salmo 54, 5, en S. Thomas Aquinatis
opera omnia (ed.
Busa), 6, 129.
ron
solo para él mismo. Él era una «paloma» de bondad, y su único objetivo en la vida, a
diferencia del «cuervo» egoísta, era servir a las necesidades de los demás y traer-
les los frutos de su contemplación.
Varios de los
primeros testigos de la vida de Tomás nos
relatan informes de fenómenos místicos tales como visiones, profecías, y el don de las lágrimas. Pero Tomás permanece en silencio con respecto a la
historia oculta de su propia vida contemplativa, su vida interior.
Su mis- ticismo es reservado, discreto. No encuentra
expresión a través de experiencias psicológicas
fascinantes o psico- espirituales,
sino, más bien, en el estudio contemplativo
en oración de la Palabra de Dios durante toda una vida y en las obras
inspiradas de sabiduría.
Una de las más brillantes de dichas obras es la segun- da parte del Compendio de teología. Compuesta en los últimos años de la vida de Tomás, respira un ambiente de confianza silenciosa y certeza
inconfundible. Tomás, consciente de
la gracia que la intimidad y la esperanza fresca
de la oración pueden ocasionar, hace una obser- vación que arroja luz sobre un fenómeno de su propia práctica individual y entendimiento de la
oración. Es- cribe: «Cuando oramos a
Dios, esa misma oración nos hace
íntimos con Él, pues nuestra alma se eleva a Dios, conversa con Él en afecto
espiritual y le adora en espíritu y en verdad. Esta intimidad de afecto,
experimentada en la oración,
prepara el camino para volver a orar con una
confianza aún mayor»24.
24 «Super epistolam ad Philippenses lectura», c. 1, lect. 2, 15, en
Super
epistolas S. Pauli lectura, 93.
CAPÍTULO IV
SANTA TERESA DE LISIEUX EN ORACIÓN
Soy
demasiado pequeña para subir
la ruda escalera
de la perfección1
Unos pocos meses antes de morir,
Teresa comentó a una de sus amigas espirituales: «Usted
no me conoce tal como soy en realidad 2. Incluso
hoy, me imagino, ella diría
lo mismo a cualquiera que fuera incapaz o que
no estuviera dispuesto a mirar más allá de la imagen es- cultórica de la santa, más allá de la
dulce, cautivadora imagen que es de
una vida perfumada de rosas y senti- miento
piadoso. Claro, efectivamente existe una dulzu- ra innegable en el carácter y en los escritos de santa Te- resa,
pero la verdadera historia de esta «pequeña
flor» a veces parece más
bien la de una «barra de acero» que la
de una diminuta rosa perfumada 3. Cuando una de sus hermanas, sor María del Sagrado Corazón,
le dijo que
1 Historia de un alma, Manuscrito
C, n. 271: 217 [N. del ed.: La
mayoría de las citas de las obras de santa Teresa de Lisieux es- tán tomadas de SANTA
TERESA DE LISIEUX,
Obras completas (BAC, Madrid 2017) añadiendo
la página correspondiente después de (:)].
2 «Carta
al abate Bellière, 25 abril 1897»: 524.
3 La
frase «barra de acero» fue acuñada por Albino Luciani (beato Juan Pablo I) para describir la historia de Teresa. Cf. Ilus- trísimos
señores. Cartas del patriarca de Venecia (BAC, Madrid 32016) 189.
los ángeles vendrían en el momento de
su muerte y ella les vería «resplandecientes de luz y belleza», Teresa respondió: «Ninguna de esas imágenes me hace bien,
no puedo alimentarme más que de la verdad. Por eso, nunca he deseado tener visiones» 4.
Una vez, cuando Teresa estaba en los
últimos meses de vida y enfren- tándose
a la muerte, la Madre Inés de Jesús (Paulina) le pidió que «dijera algunas palabras edificantes» al médi- co que la atendía y la respuesta
de Teresa fue brillante y mordaz: «¡Ah! […] no es ese mi estilo.
Que el Sr. Cornière piense lo que quiera. Amo solo la sencillez, me horroriza el “fingimiento”» 5.
1.
Una vida oculta
Aunque Teresa era
enormemente querida por unos pocos en
su comunidad, era una figura que pasaba prác-
ticamente desapercibida a la mayoría
de las monjas. Sor María de
la Trinidad recuerda «Durante su vida en el
Carmelo, la Sierva de Dios pasó desapercibida en la comunidad» 6. Su propia hermana Celine (sor Genove- va de la Santa Faz) afirma: «Incluso
durante sus últimos años, continuó
llevando una vida oculta, cuya sublimi- dad
era conocida más por Dios que por las Hermanas
que la rodeaban» 7. Es sorprendente que ni siquiera sus hermanas
carnales tenían idea de la vida interior
de
4 «Últimas conversaciones, 5
agosto 1897»: 981.
5 «Últimas conversaciones, 7
julio 1897»: 938.
6 C. O’MAHONY (ed.), St Thérèse of Lisieux by Those who Knew Her (Dublin
1975) 253.
7 St Thérèse of Lisieux: Her Last Conversations (Washington 1997) 18-19.
santa Teresa, un hecho que ayuda a
explicar el asombro de la Madre
Inés cuando leyó la parte inicial de Histo- ria de un alma. Nadie había
leído estas páginas
antes, y en pocos años
resultarían ser una obra de impacto colosal
en el mundo católico. Apenas capaz de contener
su emoción, Inés de Jesús escribió: «Esta niña bendita, que escribió estas páginas celestiales,
¡aún está entre nosotros! Puedo hablar con ella, verla, tocarla. ¡Oh, cómo es desconocida aquí!»
8.
Teresa murió el 30
de septiembre de 1897. Tenía veinticuatro años. Veintiocho años más tarde sería cano-
nizada y el 19 de octubre de 1997 fue declarada doctora de la Iglesia. En aquella ocasión el
papa Juan Pablo II comentó: «Todos
percibimos, por consiguiente, que hoy se
está realizando algo sorprendente. Santa Teresa de Lisieux no pudo acudir a universidades ni realizar estu- dios sistemáticos. Murió muy joven y, a
pesar de ello, desde hoy tendrá el honor de ser Doctora de la
Iglesia» 9. Pero ¿por qué tanta veneración? Juan Pablo explica:
«Su ardiente itinerario
espiritual manifiesta tal madurez, y las
intuiciones de fe expresadas en sus escritos son tan vastas y profundas, que le merecen un lugar entre los grandes
maestros del espíritu» 10.
8 Ibid.,
22.
9 JUAN PABLO II, Homilía en la misa de proclamación de Santa Teresa
de Lisieux, Doctora
de la Iglesia (19-10-1997).
10 Ibid.
2.
«Pequeña doctrina» de Teresa
Quiero buscar el medio para ir
al cielo por un caminito muy recto, muy corto, un caminito completamente nuevo11
Desde muy temprana
edad, Teresa deseaba ser una santa.
Su ingreso en la vida religiosa fue con el objetivo
—la esperanza— de cumplir ese deseo.
Naturalmente, desde el principio, sus modelos a seguir eran los grandes
santos. Pero pronto Teresa se dio cuenta, y el descubri- miento fue una lección de humildad, que
era incapaz de aspirar a los
caminos más elevados y desafiantes de la santidad.
Siempre he deseado ser una santa;
pero, ¡ay!, siem- pre he constatado, cuando
me he comparado con los santos, que entre ellos y yo existe
la misma di- ferencia que entre una
montaña cuya cima se pierde en los
cielos y el oscuro grano de arena hollado bajo
los pies de los caminantes; pero en vez de desani- marme, me he dicho: Dios no podría
inspirar de- seos irrealizables; puedo, por lo tanto, a pesar de mi
pequeñez, aspirar a la santidad; agrandarme, es imposible; debo soportarme tal como soy con todas mis imperfecciones […]. Estamos en un
siglo de inventos; ahora no hay que tomarse
ya la molestia de subir los peldaños
de una escalera; en las casas de los
ricos un ascensor la reemplaza con creces. Yo
quisiera encontrar también
un ascensor para ele- varme hasta Jesús […]. Entonces busqué en
los li- bros santos la indicación
del ascensor, objeto de mi
11 Historia de un alma, Manuscrito C, n. 271: 217.
deseo, y leí estas palabras salidas
de la boca de la Sabiduría Eterna: Si
alguno es pequeñito, que venga a mí. Entonces yo he venido adivinando
que había encontrado lo que buscaba
y queriendo saber, ¡oh, Dios mío!, lo que haríais con el pequeñito que
respondie- ra a vuestra llamada,
continué mis búsquedas y he aquí lo
que encontré: Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré
yo, os llevaré en mi seno ¡y os
meceré sobre mis rodillas! ¡Ah! jamás palabras
más tiernas, más melodiosas, vinieron a alegrar mi alma; el ascensor que debe elevarme hasta
el Cielo son vuestros brazos, ¡oh,
Jesús! Por eso, no tengo necesidad de
agrandarme, al contrario, me convie- ne
permanecer pequeña, empequeñecerme cada vez más 12.
Cuando le pidieron
que describiera el «caminito» que
había descubierto, Teresa respondió: «Es el camino de la infancia espiritual, es el camino de la confianza y la entrega total» 13. Teresa era perfectamente consciente de que aún tenía pecados y faltas, pero ahora era capaz de confesarse,
no solo con una franqueza absoluta y sen- cilla,
sino también con una seguridad asombrosa y con- fianza infantil: «Yo sentía cuán débil e imperfecta era. Sigo sintiendo la misma confianza audaz de
llegar a ser una gran santa, pues no
cuento con mis méritos, ya que no
tengo ninguno […]. Él solo, contentándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta Él, y, cubriéndome con sus
méritos infinitos, me hará santa» 14. La idea de las severas mortificaciones de los santos, una forma de
12 Ibid.
13 «Últimas conversaciones, 13 julio
1897»: 951.
14 Historia de un alma, Manuscrito A, n.
99: 116.
ascetismo de la cual Teresa se siente
completamente incapaz, de ninguna
manera la hace sentir excluida del camino
hacia la santidad: «Sé que hay santos que pa-
saron su vida practicando asombrosas mortificaciones para expiar sus pecados, pero, ¿qué quiere
que le diga? “Hay muchas moradas en
la casa del Padre Celestial”. Jesús
lo ha dicho, y por eso sigo el camino que me
traza» 15.
Este «camino»,
aunque sea en sí mismo un sendero de
alegría y libertad, no representa una huida del desa- fío de la cruz. No es en absoluto soñador
o escapista, ni muestra rasgos de cobardía. En uno de
sus poemas, Teresa escribe:
Vivir de Amor es no plantar su tienda En la cima del Tabor en este suelo
¡Es mirar la Cruz como un tesoro!
Y subir con Jesús hasta el Calvario [...] 16.
Sor María de Trinidad, una de las novicias, le pregun- tó sobre el origen del «caminito»
diciendo: «¿De dónde viene esa
enseñanza suya?». Teresa contestó: «Solo Je-
sús me ha enseñado. Ningún libro, ninguna teología me ha
instruido» 17. En el pasado, parece ser que Teresa ha- bía intentado enseñar su «caminito»
a las demás. Pero a quienes «abrió
su alma» no la comprendieron en absolu- to. Le contó a sor María que no «recibió
ningún estímulo de
nadie» 18. No es difícil, por tanto, imaginar el deleite que experimentó Teresa cuando un teólogo
respeta-
15 «Carta al abate Bellière, 21 junio
1897»: 542.
16 «Poesía “Vivir de amor”»:
607.
17 P. DESCOUVEMONT, Thérèse of Lisieux
and Marie of the Trinity
(Alba
House, Nueva York 1993) 28-29, 76.
18 Ibid., 76.
ble, el dominico francés Pére
Boulanger, había estado enseñando
(independientemente de Teresa) lo que pare-
cen ser elementos de su «pequeña
doctrina» 19.
Las páginas
de apuntes que perduraron de un reti-
ro que, unos años antes, el dominico
había impartido en otro
monasterio carmelita, efectivamente parecen captar una pequeña parte
de la visión teresiana. Cuando
por fin sor María le dio a conocer a Teresa el contenido de estos apuntes, ella exclamó: «¡Qué consuelo me das! ¡No se lo imagina!
Saberme apoyada por un experto, un eminente teólogo, me da una alegría incomparable» 20. En un mo- mento dado, Boulanger alude a las
aparentes «naderías» que llegan a
formar la vida carmelita. Pero cuando estos
insignificantes «ceros» se unen a Dios, «el Uno infinito», se convierten en algo manifiestamente lleno de gracia 21. Teresa estaba claramente
impactada por esta re- flexión.
Unos años antes,
en una carta al misionero Piere Adolfe Roulland,
por iniciativa propia
se refiere a sí mis-
ma como la «pequeño cero»
22. Claramente encantada de unir su vida y la oración
con la del misionario, ella escri- be: «Trabajemos juntos en la salvación de las almas; yo bien poca cosa puedo hacer, o más bien, absolutamente nada, si estuviese sola; lo que me consuela
es pensar que a su lado puedo servir para algo; en efecto, el cero, por sí solo, no tiene valor, pero colocado junto a la unidad, se hace poderoso» 23. ¡En efecto, se hacía poderoso!
El 14 de diciembre de 1927, apenas
treinta años después
de su muerte, Teresa, que ni siquiera había salido de la
19 Ibid., 28.
20 Ibid.
21 Cf. Sermón del P. Boulanger, cit. en ibid., 29.
22 «Carta al P. Roulland,
9 mayo 1897»: 530.
23 Ibid.
clausura monástica, fue nombrada
santa patrona de las misiones extranjeras por el papa Pío XI.
Para algunos lectores, la pequeñez del «caminito» po- dría parecer mero sentimentalismo, incluso
infantil; pero nada más lejos de la verdad. Teresa entiende que «hacerse pequeña» es tener el coraje y la
humildad de enfrentarse a la realidad de la vida de uno mismo y, con la confianza y entrega audaz como la de un niño,
renunciar al falso orgullo y todos
los demás defectos y los fracasos a Dios Padre. En palabras
de Teresa, «Significa estar dispuestos de corazón a hacernos pequeños y humildes en los brazos de Dios,
reconociendo nuestra propia
debilidad y confiados
hasta la audacia
en su bondad de Padre»
24.
Tan impresionada estaba sor María ante esta enseñan- za de Teresa, que anunció que iba a compartir «el cami- nito»
con todos sus amigos y familiares «para que pudie-
ran ir directos al cielo» 25.
Al oír esta declaración, Teresa sintió
que era necesario avisarla de que si «el caminito» se explicara mal, podría malinterpretarse o «ser tomado por quietismo» 26. Efectivamente, Jesús pide sencillamen- te «abandono y agradecimiento», no demanda «grandes acciones»
27. No obstante, como observa con elocuencia el papa Francisco citando a Teresa: «[Dios] encuentra pocos corazones que se entreguen a él sin
reservas, que comprendan toda la ternura
de su amor infinito»28.
24 H.
U. VON BALTHASAR,
Two Sisters in the Spirit: Thérèse of Lisieux and Elizabeth of the Trinity (Ignatius
Press, San Francisco 1992) 243.
25 Cf. C. O’MAHONY (ed.), St Thérèse of Lisieux by Those who Knew Her, 235-236.
26 Ibid.
27 Historia de un alma,
Manuscrito B, n. 243:
202.
28 Ibid. FRANCISCO, Homilía en el viaje
apostólico a Georgia y Azerbaiyán (1-10-2016).
En cuanto se haya establecido la confianza en Dios y la entrega infantil como una nueva
faceta de la vida del santo o
pecador, todo cambia. Puede que el santo o el
pecador siga luchando más que nunca, de hecho, para mantener la fe en los ideales más elevados del Evange- lio; pero, a la vez, está aprendiendo a sobrellevar sus de- fectos y fracasos con más humildad, más
paciencia. De- jan de experimentar
un temor de Dios abrumador, y no sienten
vergüenza al ser meros humanos. La confianza
infantil en Dios, una confianza tan serena, se manifiesta una y otra vez en la vida de Teresa, y
de una forma tan audaz que a veces
puede ser alarmante. Así, por ejem- plo, hacia el final
de su vida, Teresa no dudo en declarar:
«¡Oh, qué feliz me siento al verme imperfecta y con tan- ta
necesidad de la misericordia de Dios en el momento de la muerte!» 29.
Al oír una
declaración semejante, alguien de nuestra propia
generación que comparte esta experiencia de lu- cha contra la debilidad y está fracasando terriblemente, podría sentirse impulsado a decir: «Es
sorprendente, sí, pero hay una gran
diferencia entre la situación de la jo- ven
santa Teresa, que había vivido toda su vida en una clausura monástica, y mi propia
situación desgraciada.
¿Cómo puedo yo, con todos mis pecados a cuestas, atre-
verme con confianza a acudir a Dios?». Con estas pala- bras, podría parecer que el «pecador» pone
un abrupto final a toda conversación con la santa. Pero Teresa
no se rinde con facilidad. Muestra algunas de sus ideas indo- mables sobre el tema: «El pecado mortal no
me quita- ría la confianza» 30. Y de nuevo:
«Aunque tuviera sobre
29 «Últimas conversaciones, 29 abril
1897»: 968.
30 «Últimas conversaciones, 20 julio
1897»: 959.
la conciencia todos los pecados que
pueden cometerse, iría, el corazón
roto por el arrepentimiento, a arrojarme en los brazos de Jesús, porque
sé muy bien cuánto quiere
al hijo pródigo que vuelve a Él. No es porque Dios, en su misericordia preveniente, ha preservado
mi alma del pecado mortal por lo que
me elevo a Él por la confianza y el amor»
31.
3. La oración en la práctica
Un grito de agradecimiento y de amor,
tanto
en medio de la prueba
como en medio de la alegría32
La sencillez de la
oración de Teresa está en armo- nía
con la sencillez de su vida. Dice: «No tengo valor para sujetarme a buscar en los libros bellas oraciones, esto me causa dolor de cabeza, […] le digo
a Dios con toda sencillez
lo que quiero decirle, sin componer bonitas
frases, y siempre me entiende» 33. Teresa está encantada de dejar los libros sobre
la vida espiritual que le resultan excepcionalmente densos o complejos y
tratados que ni comprende ni consigue trasladar
la teoría a la práctica,
a aquellas «grandes almas» llamadas a perseguir perfec- ción de maneras extraordinarias. Pero
eso no era su lla- mada: «A las almas
sencillas no les hacen falta medios complicados; […] yo soy de ese número»
34.
Inicialmente, es
muy probable que a Teresa le resul- tara alarmante
el hecho de descubrir que era incapaz de
31 Historia de un alma,
Manuscrito C, n. 339:
256.
32 Ibíd., n. 317: 242.
33 Ibid.
34 Ibid., n. 334: 252.
seguir el sendero del ascetismo radical
y alto misticismo, los «caminos extraordinarios» de san Juan de la Cruz y santa Teresa
de Ávila. Un detalle entre
otros que ayudó a persuadir a la joven
carmelita que su llamada en concre- to requería un camino más humilde, más «ordinario», era su costumbre decididamente poco heroica
de quedarse dormida
durante la hora de la meditación. Sin embargo, lejos
de desalentarse por este «fracaso», Teresa respon- dió con esta reflexión: «Debería
causarme aflicción el dormirme (desde hace siete años) durante mis oraciones […]. Pienso, en fin, que “el Señor conoce nuestra
fragili- dad, que se acuerda de que no somos más que polvo”»
35. Para ayudarla
concentrarse en Dios y también
para mantenerse despierta
durante la hora de meditación, Te- resa decide
recurri a la humilde práctica
de la lectura espiritual. Pero descubre «si abro un libro […] incluso el más bello, el más conmovedor, siento inmediatamente que mi corazón se encoge» 36. En esta situación de «im- potencia» recurre a las Escrituras, en particular al Nuevo Testamento. Escribe: «Pero por encima de todo el Evan- gelio
es el que me sustenta
durante mis oraciones
[…].
Siempre descubro en él luces nuevas,
sentidos ocultos y misteriosos» 37.
Teresa hace
referencia a las «nuevas luces», pero no hay ni rastro de visiones especiales ni ningún tipo de ex- periencia mística.
Teresa no desea
en absoluto ayudas
«extraordinarias» de ese tipo. Con
respecto a visiones, por ejemplo,
comenta: «¡Oh! no, no deseo ver a Dios en la tierra ¡Y sin embargo, le amo! Amo también mucho
35 Historia de un alma, Manuscrito A, n. 215: 182-183.
36 Ibíd., n. 236: 193.
37 Ibíd., p. 194.
a la Santísima Virgen y a los Santos,
y tampoco deseo verlos» 38. En mayo de 1890, cuando su familia decidió hacer un peregrinaje a Lourdes, Teresa le
escribió a la hermana Inés: «No tengo
deseo de ir a Lourdes para te- ner éxtasis, ¡prefiero
“la monotonía del sacrificio”!» 39.
Con lo cual,
Teresa decidió no emprender una bús- queda
de María en Lourdes —ese lugar sagrado de vi-
sión—; en cambio, la buscó, podríamos decir, en Naza- ret, y la encontró allí llevando una vida
decididamente ordinaria: «Nada de raptos,
éxtasis o milagros […] a adornar vino
tu existencia! [...] Por el camino común, incomparable
Madre te gusta marchar para guiarles al Cielo» 40. Un santo de la «vía oridnaria»
a quién Teresa admiraba especialmente era un joven misionario francés,
posteriormente canonizado, san Juan Teófano Vénard. Teresa escribe: «Teófano Vénard me gusta
más toda- vía que san Luis Gonzaga,
porque la vida de san Luis Gonzaga es extraordinaria, y la suya completamente ordinaria».
41 Después añade: «San Luis Gonzaga estaba serio aun en la recreación, pero Teófano Vénard estaba siempre
alegre» 42.
Como ejemplos de
confianza audaz e infantil y ora- ción
sencilla, Teresa tomaba como referentes a dos fi- guras del Evangelio en particular: el publicano y María Magdalena. Escribe: «No es al primer
puesto, sino al último a donde me lanzo; en vez de adelantarme con el fa- riseo, repito, llena de confianza, la humilde oración
del
38 «Últimas conversaciones, 11 septiembre 1897»: 1025.
39 «Carta a sor Inés de Jesús, 10 mayo 1890»: 376.
40 Cf. «Poesía “Por qué te amo, ¡oh María!»: 701.
41 «Últimas conversaciones, 21 mayo
1897»: 915.
42 «Últimas conversaciones, 27 mayo 1897»: 919. Teófano fue
beatificado en 1909 y canonizado en 1988.
publicano, pero, sobre todo, imito la
conducta de Mag- dalena; su asombrosa, o mejor, su amorosa
audacia» 43. Salpicadas a lo largo de todas las cartas, los poemas, las obras, y su célebre autobiografía,
encontramos oracio- nes de varios
tipos, algunas formales, pero la mayoría libres
y espontáneas. Tras los años, Teresa oró no solo por su familia inmediata y comunidad, sino también por los pecadores. Es más, con el paso del tiempo,
su oración por los pecadores asumiría una forma que
nadie habría podido prever.
La razón por dicha
evolución en su manera de orar se demuestra mejor a través de una serie de sucesos des- critos
en Historia de un alma. Teresa, al
haber tosido sangre numerosas veces,
se dio cuenta del escaso tiem- po que le quedaba de vida. En esos momentos, gozaba
«de una fe tan viva, tan clara» que,
en lugar de sentirse devastada por la
noticia, estaba, de hecho, emocionada ante la expectativa de partir pronto al cielo 44.
Pero luego ocurrió algo que
cambió todo. «Él [Dios] permitió que mi alma fuese invadida por las más espesas tinieblas» 45. La idea del cielo, que antes había sido «tan dulce», ahora se convirtió en «un motivo de combate y
tormento» 46. Explica Teresa: «Las tinieblas, adoptando la voz de los pecadores, me dicen, burlándose de mí […]:
crees salir un día de las nieblas que
te rodean, adelante, adelante, alégrate
con la muerte, que te dará, no lo que tú espe-
ras, sino una noche más profunda todavía,
la noche de la nada»
47.
43 Historia de un alma,
Manuscrito C, n. 339:
255.
44 Ibid., n. 276: 220.
45 Ibid.
46 Ibid.
47 Ibid., n. 278: 221.
Las tinieblas del
espíritu que soporta Teresa con una angustia tremenda,
aunque podrían parecer
idénticas a la experiencia descrita
por místicos cristianos como la «no- che
oscura», logran algo bastante distinto y enteramente inesperado: no solo una transformación destacable en la relación de Teresa con Dios, podemos
suponer, sino una transformación
también en su manera de rezar por los pecadores
y en su manera de relacionarse con ellos, los
mismos «pecadores» cuyas voces podía oír en la noche burlándose de todo cuanto ella amaba. Es
un asombro- so acontecimiento de
gracia. Teresa ya no reza simple- mente
desde dentro de la sagrada clausura carmelita por los pobres pecadores desdichados que viven fuera en el mundo.
No, ahora ha aceptado que Dios la coloque fuera del
Carmelo, por así decirlo, sentada
a la mesa junto con los
«pecadores e incrédulos», sus «hermanos»: «Pero, Señor, vuestra hija ha comprendido vuestra divina luz, ella os pide perdón para sus hermanos,
ella acepta co- mer hasta que vos lo
queráis el pan del dolor y no quie- re
levantarse de esta mesa repleta de amargura, donde comen los pobres pecadores, antes del día señalado por vos. Pero ¿no puede ella también decir en su nombre, en nombre de sus hermanos: Tened piedad
de nosotros, Señor, porque somos pobres pecadores?» 48.
48 Ibid., n. 277: 220.
CONCLUSIÓN
Los santos, vistos
a distancia, pueden parecer remo- tos e intimidatorios; sus caminos hacia la unión
con Dios siguen un sendero que, o bien es muy
elevado y místi- co, o el ascetismo
excesivamente feroz para el creyente común.
Pero, aunque sus vidas son de hecho heroicas y
ejemplares, los santos
son las últimas
personas en juzgar
severamente la lucha y debilidad humana. Teresa señala en una de sus últimas cartas que los
santos —los «bien- aventurados» en el cielo—:
«Tienen una gran compasión de nuestras miserias; se acuerdan de que
siendo como nosotros, frágiles
y mortales, cometieron las mismas faltas, sostuvieron los mismos combates» 1. Esta decla- ración audaz de Teresa ayuda a
explicar el «vínculo de unión» que en la cristiandad ha existido siempre
entre el santo y el pecador. Charles Péguy
escribe: «El pecador extiende la mano
al santo; le da la mano al santo porque el
santo le da la mano a él. Y juntos, uno a través del otro, el uno levantando al otro, ascienden a
Jesús» 2.
Oír, escuchar
atentamente, a cuatro célebres santos en
oración íntima en este breve estudio —Agustín, Te- resa de Ávila, Tomás y Teresa de Lisieux— ha sido toda una revelación. Los cuatro santos,
aunque inspirados por la misma fe cristiana y de formas
parecidas, a la vez son asombrosamente diversos en su carácter y estilo, los
1 «Carta al abate Bellière, 10 agosto 1897»: 559.
2 Ch. PÉGUY, «The Christian
Life», en Basic Verities (Pantheon Books,
Nueva York 1943) 181-183.
cuatro capaces de transmitir
la frescura de la novedad y la sorpresa del Evangelio en sus reflexiones sobre la ora- ción de manera maravillosa. El hecho de su diversidad
y las numerosas diferencias llamativas
entre ellas, con- lleva
un mensaje, según propongo, no carente de impor- tancia en nuestras
vidas actuales, un mensaje expresado
hace siglos por santa Teresa de Ávila: «No a todos lleva Dios por un camino; y, por ventura,
el que le pareciere va por muy más bajo, está más alto en los ojos del Señor» 3.
Uno de los santos
que tuvo un impacto tremendo en la
vida de santa Teresa de Lisieux era su correligionario carmelita, el místico
y poeta español
san Juan de la Cruz.
Teresa lo veneraba profundamente, pero consideraba su sendero místico y ascético tan
extraordinario, que se dio cuenta
de que ella tendría que encontrar un camino a
Dios diferente para ella misma, un camino más «ordi- nario».
Por tanto, ella no emprendería su viaje como una heroína,
ascendiendo la montaña
imposiblemente alta de Carmelo.
No, ella descendería, por así decirlo, y con la humildad y sencillez
de una niña, cayéndose a los brazos
de Jesús, confiando en Él con la seguridad absoluta de que la llevaría
paulatinamente a las alturas de unión. Era este
«caminito» que, con el paso del tiempo, Teresa se vio llamada a comunicar a los demás. Tocando directa- mente el tema del «petite voi», Teresa, con los pies en la tierra, dirige
el siguiente consejo
a una de sus hermanas:
«Quieres subir a una alta montaña,
pero el buen Dios quiere que bajes;
te espera en el fondo del fértil valle de la humildad» 4.
3 SANTA TERESA DE JESÚS,
Camino
de perfección (Códice de Va- lladolid), 17, 2,
en Obras completas (BAC, Madrid 92023) 303.
4 H. U. VON BALTHASAR, Two Sisters in the
Spirit: Thérèse of Li- sieux and Elizabeth of the Trinity
(San Francisco 1992) 245.
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Conclusión 59
En ocasiones, Teresa cita líneas
sueltas y frases
tanto de la poesía como de la
prosa de san Juan de la Cruz. Entre otros, un texto, que le resultó particularmente llamativo y a la que se refiere numerosas veces, es una breve meditación en prosa titulada
«Oración del alma enamorada». La
hermana Genoveva nos relata que esta oración
en particular llenaba a Teresa «con alegría y
esperanza» 5. Y es fácil ver
por qué. Expresa una convic- ción de ser amada por Dios con una audacia que iguala la suya
misma. Pero casualmente, así no es como empieza la oración. Las primeras frases presentan a un hombre claramente atormentado por la idea de que
Dios pudiera seguir recordando sus
«pecados» pasados, o quizás se fije en la carencia
de «obras buenas»
en su vida. Pero, si estas cosas no son el problema,
¿cuál es la razón de la «demora»?: «¿Qué esperas, clementísimo Señor mío?
¿Por qué te tardas? Porque si, en
fin, ha de ser gracia y misericordia
la que en tu Hijo te pido, toma mi pobreza pues
la quieres, y dame ese bien, pues que tú también le quieres. […] ¿Cómo se levantará a ti el hombre engen- drado y criado en bajezas,
si no le levantas tú, Señor, con la mano que le hiciste?» 6.
Aún en estado de
aflicción, Juan —buscando com- pasión—
de repente recuerda a Cristo, el hijo de Dios, y eso lo cambia todo. El pecador desgraciado deja de ser atormentado por los fracasos de
su pasado. Al contrario, ahora es capaz de respirar
hondo con una nueva confian-
za y una nueva alegría. No se me ocurre mejor manera de terminar esta breve obra sobre santos
y pecadores que
5 G. GAUCHER, John
and Thérèse: Flames of Love (Nueva York
1999) 56.
6 «Oración del alma enamorada», en SAN JUAN DE LA CRUZ,
Obras completas
(BAC, Madrid 22023) 155.
citar las palabras de san Juan de la
Cruz: «No me quita- rás, Dios mío, lo
que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo,
en que me diste todo lo que quiero. Por eso me
holgaré que no te tardarás si yo espero. ¿Con qué dilaciones esperas, pues desde luego puedes amar a Dios en
tu corazón? Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los peca- dores; los ángeles son míos, y la Madre
de Dios y todas las cosas son mías; y
el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí» 7.
7 Ibid